POR SUSANA VIAUEn más de una oportunidad, burlándose de sí misma y de su exagerada coquetería , Cristina Fernández ha admitido que se pinta “como una puerta”.
Y el lunes 9 de julio hubo un derroche de teatralidad: 35 minutos en los que la jefa de Estado y su discurso fueron y vinieron de la virulencia al arrobamiento, de la exhortación a la orden, del mohín a los ademanes ampulosos, del “nosotros, el Estado” al furibundo “ ¡Corré la cámara, che, que no me pueden ver de ahí! ¡Corré la cámara!”, una salida de madre más propia de la dueña de un cortijo que de la presidente de una república. Aunque a lo mejor a ese trato estén acostumbrados los ministros, los gobernadores, los intendentes del oficialismo, simples servidores del matrimonio santacruceño. ¿Por qué usar otros modos con aquellos a los que se alude como “la piara”? ¿Por qué no suponer que si ellos lo han soportado, bien pueden soportarlo todos los demás? Acaso ése sea el carácter que el frío y el viento incesante de la Patagonia han cincelado en una mujer de clase media baja con desmesuradas aspiraciones de ascenso social. La apoteosis histriónica sobrevino al final, al hablar de los agoreros y asegurar que, en diciembre de 2001, ninguna de esas voces había alertado al pueblo de lo que estaba por suceder. Llegado ese punto, la Presidente interrogó: “¿Algún argentino lo escuchó por radio o por televisión? ¿escucharon o leyeron en algún diario nacional o internacional que el gobierno iba a tomar esa medida? Contéstenme: ¿escuchó alguien? ¿escuchó alguien?” Desde el fondo del hipódromo la multitud, convocada, pronunció el “noooo” que la Presidente quería oír. Para muchos resultó estremecedor.
Ya sin el peso de la historia de por medio, el miércoles la señora de Kirchner iba a llamar “el pelado éste” al ministro de Economía español Luis de Guindos, un hombre con el que tal vez tenga que cruzarse un día cualquiera en alguna cita internacional. El embajador en Madrid Carlos Bettini las debe estar pasando canutas. No fue lo peor: un poco más tarde, la primera mandataria se iba a referir a las declaraciones que, sobre el frenazo de la actividad, había formulado el propietario de una importante inmobiliaria, “un señor con cara de pobre que no tiene nada que hacer”. Tras identificarlo por su apellido, contó que le había solicitado al titular de la AFIP que investigara su situación. Según la Presidente, Ricardo Echegaray le informó de inmediato que el empresario “no presenta declaración jurada de ganancias ni de ningún tipo desde el año 2007”. A las pocas horas, la AFIP suspendía la habilitación de la inmobiliaria. Casi al mismo tiempo trascendía que el fiscal anticorrupción Julio Vitobello, “por propia iniciativa” , había ampliado el plazo para la presentación de las declaraciones juradas de la Presidente. El escrache por cadena nacional ha dejado de ser un privilegio reservado a los periodistas y empieza a convertirse en un instrumento de coerción aplicable a cualquier ciudadano . Hace un mes, en junio, le tocó vivir esa experiencia al abogado Julio César Durán, el “abuelito amarrete” que no podía comprar dólares para regalar a sus nietos.
El escarnio público es apenas un método complementario al de las multas astronómicas aplicadas por Guillermo Moreno a las consultoras que divulgaron cifras de inflación alternativas a las del INDEC. O a la persecución a que es sometida la empresa Boldt, acusada por el gobierno de haber revelado la sucesión de coincidencias que vinculan al vicepresidente Amado Boudou con Ciccone Calcográfica. O a la intimidante presencia de los inspectores de Echegaray en el humildísimo barrio desde donde se emitió un programa de televisión no apto para los tucumanos. Ya no alcanza con la grotesca proliferación de medios –estatales y privados– cuya existencia tiene como única misión alimentar el relato que Cristina Fernández hilvana con perseverancia ante la sociedad, también hay que disuadir a las voces que desentonan con ese mundo feliz. No es descabellado preguntarse quién será, de aquí en más, el valiente que se atreva a abrir sus datos a un cronista , a contar sus dificultades a la prensa.
Lewis Carroll creó un personaje irascible y despótico, la Reina de Corazones, concebido –dicen– como una venganza contra su soberana, Victoria, la del luto interminable, “la viuda de Windsor”. La Reina de Corazones es lunática e implacable, su orden favorita es “ que le corten la cabeza ” y por eso tiemblan los jardineros que, desesperados, pintan los rosales blancos con el rojo que a ella le gusta. En la comitiva de la Reina de Corazones está el Conejo Blanco, “siempre riendo sin ton ni son”. El juego de crocket que practica la reina con sus súbditos es estrafalario: no tiene reglas y si las tiene no deben ser cumplidas . Alicia , la protagonista de Carroll, se pregunta entonces: “¿Qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que todavía quede alguien con vida”. La niña está asustada. Pero el miedo se disipa cuando Alicia logra recordar que, al fin de cuentas, la temible Reina de Corazones no es más que un naipe de la baraja.
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