El peronismo debe repensar su rol en esta época y encontrar a un dirigente que sepa conducirlo en el rumbo elegido.
Por: Nicolás Lantos.
Cristina Fernández de Kirchner no va a ser candidata a presidenta y cuanto antes pueda el peronismo superar ese duelo mayores serán las chances de evitar que este ciclo electoral lo precipite al abismo. La dificultad que encuentran algunos dirigentes que desde hace más de una década construyen su identidad en función de su liderazgo para comprender una instrucción tan sencillo y expresada de forma tan contundente acaso pertenezca al terreno de la psicología; sus ramificaciones, en cambio, son profundamente políticas.
El lema de la convocatoria el jueves pasado en el Teatro Argentino de La Plata invitaba a hacer lo inesperado y CFK, a su manera, se atuvo a esa consigna. No porque su decisión haya resultado sorpresiva, ya que la viene anunciando, sin matices, desde hace medio año, sino en otro sentido: hizo lo contrario a lo que de ella se esperaba. Las primeras dos acepciones para ese verbo en el diccionario de la RAE hablan de “tener esperanza de conseguir lo que se desea” y de “creer que ha de suceder algo, especialmente si es favorable”.
Ante un público de millones que aguardaba un vuelco final de los acontecimientos que, por su sola voluntad, volviera a cambiar la historia, ella se abstuvo de cualquier ilusionismo. Quizás ese sea su primer punto: recordarle a muchos que aquello de “no fue magia” no era solo un slogan. En ese entonces, como ahora, no se trata de la voluntad de uno o muchos actores políticos sino de la construcción de un estado de las cosas, a partir de la toma de decisiones de esos actores. No fue magia, no es magia y no se puede resolver por arte de magia. Agarren la pala.
El operativo clamor que ocupa las energías de buena parte de la dirigencia peronista desde diciembre no fue inocuo; sirvió para contener, primero, y luego revertir, la dispersión que siguió al primer mensaje de la vicepresidenta renunciando a la candidatura, en diciembre. La platea de la Sala Ginastera mostraba a todos los patitos ordenados, como en el último acto que hizo antes de la condena, cuando reunió a todo el peronismo para conmemorar el día de la Militancia a apenas cuatro kilómetros de allí, en el Estadio Diego Maradona.
En las dos ocasiones las primeras filas alternaban a figuras del kirchnerismo y aliados históricos con dirigentes cercanos al presidente Alberto Fernández, no como una prenda de unidad entre los dos sino como la representación de un triunfo político absoluto. Ganar la interna antes de salir a la cancha. Es lo que explica el rol protagónico del exministro de Educación Nicolás Trotta, hace dos años arquetipo del funcionario que no funciona, ahora partenaire en el centro de la escena; o las menciones a la ministra de Desarrollo Social, Victoria Tolosa Paz.
Otra vez, con palabras y con gestos, CFK reivindicó su decisión histórica de conformar un espacio político lo más amplio posible, a pesar de que el experimento con Fernández no terminó nada bien. En 2019 la línea roja era el modelo neoliberal: el Frente de Todos buscaba contener a todos los sectores que quisieran un quiebre respecto a la economía macrista. Hoy la vara está mucho más baja: se trata de evitar la dolarización de la economía y sostener la vigencia de ciertos consensos democráticos muy básicos, incluyendo algunos económicos.
El No de Cristina es mucho más que su respuesta a la persecución judicial o que una decisión personalísima. Ni siquiera es un cálculo electoral. Es la conclusión posible ante un diagnóstico político, que no varía demasiado del de hace cuatro años. Ante la fragmentación política, que dificulta la conformación de una hegemonía, es necesario llegar a consensos mayoritarios para poder gobernar. En esta ocasión admitió explícitamente la posibilidad de discutir temas que hasta hace poco resultaban tabú en el kirchnerismo, como equilibrio fiscal y emisión monetaria.
La dificultad reside en que si bien esa mesa no tiene sentido sin ella, toda vez que representa a un tercio del país, más que ningún otro dirigente, al mismo tiempo su presencia en esa mesa complicaría la posibilidad de que las conversaciones resulten conducentes. En este esquema, la candidatura presidencial del Frente de Todos será para el candidato que se perfile de mejor manera para ocupar un asiento en la mesa, no en su nombre (porque eso ya fracasó) sino en defensa de las mismas ideas. ¿Quién puede ser esa persona?
Hay quienes leyeron, en el discurso del jueves, el anticipo de un apoyo a la candidatura del ministro de Economía, Sergio Massa, junto a una suerte de pliego de condiciones. En ese sentido pueden leerse los elogios a la gestión de crisis y al acercamiento con China. También cuando ella señaló dónde recortar si debe acelerarse la convergencia fiscal, condición que pone el FMI para acelerar los muy necesarios desembolsos de divisas, o en la advertencia de que a pesar de la buena gestión el crecimiento de la economía se lo siguen llevando tres o cuatro vivos.
Pero también hubo un guiño para la posibilidad de una primaria acordada y sin golpes por debajo de la cintura, como se anticipó hace una semana en El Destape. Es lógico: la corrida de la última semana se llevó puesta la última chance de que la inflación muestre signos de mejoría antes de que cierren las listas, una de las principales apuestas de Massa. Por el contrario, se espera batir récords dolorosos en abril y mayo. Por eso CFK pidió que agarren el bastón de Mariscal pero no para tirarlo por la cabeza a un compañero. Cuando quiere, puede ser muy clara.
Adicionalmente a las consideraciones coyunturales, puede leerse en el discurso de la vicepresidenta una lectura histórica, de la que también se nutre su renunciamiento. En un pasaje central, cuando ella dice que ya vivió, cuando dice “yo ya viví, yo ya di lo que tenía que dar”, no habla solamente de su experiencia personal, no se excusa en el cansancio ni en los sacrificios que pesan sobre su espalda, sino que señala que su época, en la que ella era la persona adecuada para conducir el país, está agotada, y ahora atravesamos un momento histórico diferente.
El peronismo supo construir hegemonía y convertirse en un instrumento de transformación del país cuando supo sintonizar con la época que le tocó gobernar. Lo hizo Perón en la década del 40, cuando supo leer el mundo de posguerra y el lugar que tenía la Argentina en ese mundo, instaurando en modelo económico que tomó tres décadas, proscripción, exilio y una dictadura criminal finalmente para deshacerlo. Sucedió de nuevo en los 90, cuando Carlos Menem interpretó la caída del muro y el Consenso de Washington y pudo moldear el país por una década.
Y pasó en 2003, cuando Néstor Kirchner entendió que después de la gran crisis a principios del siglo, la melodía de esa época era la que llegaba del Brasil de Lula y de la Venezuela de Chávez y que estaba empezando a resonar en toda la región. Y a partir de la sintonía con sus pares logró nuevamente un proceso de hegemonía que duró también una década, un poco más de una década porque lo continuó CFK y que se fue resquebrajando, en un proceso no lineal, a partir del conflicto con el campo y hasta diciembre de 2015.
Por eso mismo, porque ella no solamente pertenece a ese paradigma, sino que es en gran parte su autora y en la actualidad su ícono excluyente, es que no puede ponerse al frente de la construcción de una nueva hegemonía y promueve la aparición de un nuevo liderazgo, que abreve de las mejores versiones de ese kirchnerismo, así como aquel lo hizo con el peronismo originario. Hoy proliferan los peronistas nostálgicos del 45, los revisionistas de los 90 y el fandom del 2003. Todos miran al pasado mientras el dedo de CFK señala al futuro.
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