Por Alejandro Horowicz
La política global asume la lógica donde 22 juegan y un puñado decide, mientras cientos de miles presencian. En el mundo, en Europa y aquí, en la Argentina.
El Mundial arrasa el bosque de los signos. Imposible sustraerse. La política global asume la lógica donde 22 juegan en las condiciones que un puñado decide, mientras cientos de miles presencian los partidos en las canchas, y millones observan apasionadamente por TV. Pocas veces una actividad tan poco transparente (¿quién elige a los que deciden?) goza de consenso mayor. Y todo lo que sucede se termina leyendo en las proximidades de los tensos hilos del poder tramado por la FIFA. Y el poder, se sabe, suele estar empapado de intereses cruzados, donde la lógica de los negocios termina regulando lo que el Sunday Times of London denomina "actos de corrupción".
Tan visibles resultan que los geniales chispazos de formidables jugadores no pueden disimularlos. El prestigio del juego es enorme, los semidioses que recorren la cancha recogen multitudinaria adoración; el prestigio de la FIFA, en cambio, barre los suelos. Para que se preocupe Sony –uno de sus grandes auspiciadores publicitarios, cuando nunca se venden más televisores que durante la copa del mundo–, es porque no hay modo de hacerse el distraído sin quedar pegado, sin dañar la codiciada imagen pública. Para el Sunday se trata del Mundial que se disputará en Qatar, en el 2022, lo que suena lejísimo. Sony no se preocupa por sucesos tan distantes, claro que la reputación de la FIFA –la actual– resulta catastrófica. Los graffitis contra el cuestionado organismo tienden a volverse virales. En las redes sociales la desconfianza no para de crecer. Motivos sobran.Jeff Thinnes, presidente ejecutivo y cofundador de JTI Inc., una firma de estrategia de comunicaciones y responsabilidad institucional, sostuvo que los patrocinadores corporativos pueden ser percibidos como cómplices de FIFA por presencia en la Copa del Mundo. A su juicio, lo único que podría apaciguar tan complejas emociones colectivas sería que Brasil gane el torneo. Thinnes explica: "Si no ganan, el descontento mancillará las compañías que participaron." La conclusión no es difícil: sólo una tragedia imposible de imaginar puede impedir la victoria brasileña. Los grandes avisadores mandan, el negocio no se detiene. Desde esa perspectiva, el arbitraje del partido inaugural se puede leer casi conspirativamente. El empate funcionaba como derrota brasileña, y la derrota como catástrofe global. El réferi "enderezó" el partido, las cosas se terminaron por ubicar, el penal sólo puede ser penal, dado que garantizó el único resultado "aceptable". La visibilidad de semejante rajadura perturba la "fiesta del deporte", pero detenerse a mirar las manchas del sistema ni ayuda a la digestión, ni modifica el mercantilismo global. LA CRISIS CONTINÚA. La reciente abdicación del rey Juan Carlos puede interpretarse en dos direcciones no necesariamente opuestas. En una, la larga retahíla de desaciertos personales del elegido por el generalísimo Franco para sucederlo agotó la paciencia popular. La caída a pique del prestigio Borbón vuelve imposible sostenerlo en la cúspide del Estado español. En la otra, ese comportamiento que nunca resultó demasiado distinto ha dejado de ser escamoteado a la sociedad. La vasta red de complicidad voluntaria se ha quebrado, y un monarca mediocre, con poco autodominio personal, dedicado a la exasperante trivialidad, alcanzó patrones de comportamiento que no se distancian demasiado de Il cavaliere milanés. Silvio Berlusconi detentaba el título de caballero en virtud de la Ordine al merito del Lavoro, distinción que conlleva ese tratamiento. Lo obtuvo en 1977, para perderlo en el 2014. Este año tuvo que renunciar a tan agradable protocolo, antes de que la Federación Nacional de los Caballeros del Trabajo le desposeyera de su derecho. La lista de motivos es, era tan extensa –desde prostituir menores, hasta estafar al fisco– que Berlusconi prefirió dar un prudente paso al costado, después de que la Suprema Corte lo condenara a cuatro años de prisión por fraude fiscal.La diferencia entre Berlusconi y Juan Carlos salta a la vista: el monarca no puede ir preso por nada. La ley no lo toca. Está por encima de la ley. Sostener que un orden político basado en la ciudadanía de sus integrantes –igual delito, igual pena– puede admitir semejante excepción, equivale a mantener abierta una ventana que permite dañar la malla que lo protege. En rigor, todos los sistemas garantizan únicamente lo que todos reciben. Lo demás deviene teórico.Dos extremos quedan planteados. En uno emergen los marginados. Los que no reciben lo que los demás tienen. La calidad de un sistema se puede medir en la importancia porcentual de la marginación. Mayor importancia, menor calidad. En el otro extremo, los que gozan de todos los derechos sin contrapartida, sin obligación legal, los que tienen coronita, la monarquía. No existe mayor afrenta a un régimen democrático que la desigualdad ante la ley. Por eso, cuando alguien goza de semejante privilegio, igual que la mujer del César no sólo debe ser honrada, además necesita parecerlo. Dejemos esto en claro, Juan Carlos ni es ni parece honrado. La sociedad española lo sabe, y en medio de una crisis colosal, que dinamita el orden existente, debe decidir si se trata de cambiar un trasto viejo por otro sin uso, o de aprovechar la volada y poner fin a un anacronismo que gobierna la sociedad española de muy malos modos hace ya demasiado tiempo. Conviene no hacerse demasiadas ilusiones, en España la república es una idea derrotada en 1939.Amigos y enemigos. Las relaciones entre Daniel Scioli y el kirchnerismo de paladar negro nunca fueron amigables. La lista de reproches tiene larga data: haber ingresado a la política de la mano de Carlos Menem; parecerse más al Lole Reutemann que a Horacio González, disponer de un fraseo político donde la generalidad inespecífica y el buenísmo simplote llevan la delantera; en suma, ser un político promedio del siglo XXI con el horizonte intelectual de un intendente típico. Es a ojos vista un planteo malevolente. Precisamente porque ingresó de la mano de Menem lo incluyeron en la fórmula presidencial de 2003, para que facilitara una transferencia de votos de ese origen. Es cierto que no se trata de un militante, pero decir que un funcionario devenido ministro sí lo es sólo sirve para el autoengaño. Y nadie cree que la política actual está poblada de especialistas en filosofía de la praxis, o de cualquier otra, y muchísimo menos que el prestigio intelectual goce de buena prensa. En la década del 70 las modelos debían decir que leían a Julio Cortázar, y muchas lo leían, mientras hoy las botineras explican que con los intelectuales "todo mal".Y ahora el argumento supremo: Scioli no representa el modelo, no es ni Néstor ni Cristina. La prueba definitoria: aceptó el convite de Héctor Magnetto, el enemigo público número uno del gobierno, Daniel se sumó a la convocatoria de Clarín, mientras los fondos buitre esperan que la Suprema Corte de los EE.UU falle a su favor. Desde el momento en que Cristina Fernández no puede presentarse para otro turno presidencial, el oficialismo ingresó en zona de turbulencia. Es decir, ningún candidato termina de calzar. Si el modelo sólo puede ser representado por la propia Cristina, ganar las próximas elecciones no puede ser un objetivo K. Una pregunta inmisericorde queda planteada: ¿cuántos de los incondicionales actuales están dispuestos a acompañarla en la larga marcha hacia el 2019? En el peronismo, al igual que en las demás fuerzas políticas con posibilidad de acceder al gobierno, el éxito es la regla suprema. De los candidatos con chance, Scioli es hasta hoy el mejor parado dentro del PJ. Todavía falta para 2015; la apuesta opositora pasa por el fracaso estruendoso del gobierno. Esa debiera ser la percepción dominante, o al menos la duda hegemónica. Mientras tanto, la batalla de las encuestas prosigue su curso; como la sociedad argentina desconfía de los encuestadores, a los que observa como servidores a sueldo de políticos profesionales, piensa con el bolsillo. Y esa víscera sensible, así la llamaba el General Perón, marca la cancha. Por eso, en una sociedad cruzada por problemas acuciantes, en un mundo azotado por una crisis inmisericorde, casi nadie mira más allá de su alucinado interés.
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