Los cambios producidos en el tablero internacional despiertan expectativas en el Kremlin y en los analistas. El experto Borís Kagarlitski sostiene que se trata de “la reacción tardía de la opinión pública, testigo de la política que llevó a la crisis y por la que responsabiliza a la clase política”.
Desde Moscú
Con el triunfo del No en el referéndum que convocó el primer ministro italiano Mateo Renzi, el Kremlin se encamina a cerrar un año de grandes celebraciones. El euroescepticismo que impidió una reforma política en Italia auspiciada por el establishment europeo, se suma al triunfo de Donald Trump; la salida del Reino Unido de la Unión Europea; las elecciones primarias en Francia, y los recientes comicios presidenciales en Moldova y Bulgaria (ambos antiguos satélites de la URSS, aunque el último fue una república soberana), que en Rusia son interpretados como un giro en favor de sus intereses.
El optimismo se constata entre las máximas autoridades de la nación. En su discurso de fin de año ante la Asamblea Federal rusa (el parlamento) y los millones de ciudadanos que lo miraban a través de la cadena nacional, el presidente Putin afirmó que las recientes elecciones en la Unión Europea mostraban la creciente “demanda de una política y economía independiente” de los Estados Unidos. Entre líneas, Putin se refería a la administración Obama, que impulsó a la Unión Europea a actuar contra Moscú por la guerra en el este de Ucrania.
Días antes, la influyente vocera del senado ruso, Valentina Matviyenko, afirmó exultante que se estaban produciendo “cambios tectónicos” en las relaciones internacionales, y que existía un interés creciente por escuchar a Rusia. Más optimista resultó uno de los asesores de la presidencia rusa, Sergei Glazyev, quien llegó a afirmar que con la llegada del magnate estadounidense a la Casa Blanca “por primera vez en la historia mundial existe una chance de lograr un nuevo orden económico global sin librar una guerra mundial.”
Los hechos parecen darle la razón. Además del No a Renzi, días atrás, el presidente de Francia, François Hollande, anunció dramáticamente que no buscaría la reelección el año próximo. Hollande fue uno de los más estrictos oponentes de Moscú en Europa. Junto a Barack Obama y Angela Merkel, impulsó las sanciones contra la economía rusa por la guerra en el este de Ucrania y la anexión de Crimea.
Con su negativa a buscar un segundo período presidencial, Hollande le despeja el camino a la derecha, representada por el exprimer ministro François Fillon, y a la ultranacionalista Marine Le Pen, ambos de relación cordial con Putin y opuestos a seguir el mandato de Washington.
En suma, los cambios producidos el 2016 en el tablero internacional despiertan expectativas por una nueva era, quizás más a fin a los interés del Kremlin. Según Alexander Rahr, presidente del Foro Ruso-Alemán e integrante del Club Valdai (un popular sitio de discusión cercano al Kremlin), “la situación será mejor para Rusia debido a que habrá un quiebre en Occidente con la visión de los líderes como Obama, Hollande y otros europeos, que priorizaban la política exterior basada en valores por sobre la real politik o la política en términos de intereses.” Desde su punto de vista, la canciller alemana, Angela Merkel, es “el ultimo líder occidental que persigue esos valores liberales dominantes.”
En un análisis diferente, el sociólogo marxista ruso, de amplia trayectoria académica y partidaria, Borís Kagarlitski, sostiene que no se trata de un viraje a favor del Kremlin, sino de “la reacción tardía de la opinión pública, que fue testigo de la política que llevó a la crisis económica y por la cual responsabiliza a la elite y la clase política.”
En su opinión, esa reacción no implica un cambio de tendencia en favor del Kremlin, ni cree que modifique sustancialmente las relaciones entre Moscú y el mundo. En realidad, Rusia “se está beneficiando, en parte, porque la elite liberal y los oligarcas de Occidente colocaron a Putin como el principal oponente del sistema en un nivel geopolítico; y como la gente está en contra del sistema, su reflexión es que quizás Putin esté haciendo lo correcto.”
El caso de Bulgaria y Moldova es elocuente sobre el modo en que Putin capitaliza el odio social contra el establishment. Según Kagarlitski, “los partido socialistas de Moldova y Bulgaria lograron mostrarse disociados de la política de los oligarcas (aunque no suceda realmente así) porque se asociaron con Rusia y eso prueba de alguna manera que están del lado opuesto”. En este caso, “la histeria sobre Putin” que expresa Occidente, “terminó jugando en las manos de los partidos socialistas de Bulgaria y Moldova.”
El editor de Russia in Global Affairs, Fiodor Lukianov, también hace mención a la “histeria” sobre Putin, pero en un sentido contrario. Mientras que en el mundo, la prensa y el establishment se alarmaban por la supuesta sintonía entre Trump y Putin, Lukianov sostiene que se trataba del discurso de “la máquina de propaganda de Hillary Clinton”. En realidad, “si se observa las nominaciones para el gabinete de Trump, existen solo algunas pocas señales de que esta administración podría acercarse a Rusia.”
El mismo escepticismo respecto de Estados Unidos guarda en relación a la salida del Reino Unido de la Unión Europea y un eventual triunfo de la derecha en Francia. “Algunos políticos rusos se imaginaron que podría haber algún cambio hacia Moscú, pero no hay razones para creer que haya alguna mejora porque los ingleses están totalmente confundidos por sus asuntos domésticos”. En cuanto a los comicios franceses, “si Fillon llegara a la presidencia y quisiera eliminar las sanciones contra Rusia, existe un funcionamiento interno en la Unión Europea que debe respetarse.”
Kagarlitski cree que “la Unión Europea en su forma actual camina a la desintegración. Pero en el caso de que cambiara drásticamente su forma de integrarse, debería hacerlo junto a Rusia. El problema es que ante la ausencia de ideas en Europa, “ni Putin ni los políticos rusos actuales pueden ofrecer nuevas ideas o un modelo nuevo.”
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