Por: Joaquín Morales Solá. Solo Alberto Fernández puede salvar al último gobierno kirchnerista de convertirse en un mamarracho peor del que ya es.
En efecto, una vez que Cristina Kirchner logró que el Senado se alzara contra la Constitución, resta ahora que el Presidente firme el decreto por el que designará nuevamente a la exjueza Ana María Figueroa en el lugar del que la Corte Suprema de Justicia la echó hace menos de un mes. ¿Y si no firmara ese decreto? ¿Y si le pagara a Cristina Kirchner con la misma moneda que usó ella? La vicepresidenta destrató al Presidente cuando ignoró el pedido de acuerdo para el juez Daniel Rafecas, viejo amigo de Alberto Fernández, como procurador general de la Nación. Cristina Kirchner suele ser cruel cuando hace ostentación de poder: el pliego de Rafecas ni siquiera fue tratado por la Comisión de Acuerdos cuando el kirchnerismo tenía una mayoría más holgada en el Senado, durante los primeros dos años de Alberto Fernández. Simplemente, ella nunca se dio por enterada de que existía el pedido de acuerdo para Rafecas. Si el jefe del Estado dejara dormir ahora la designación de Figueroa en algún cajón olvidado durante los pocos más de dos meses que le quedan de mandato, tal vez la historia lo recuerde mejor por ese último acto de dignidad. ¿Dirán que debe firmarlo porque él envió al Senado el pedido de acuerdo de Figueroa? Es cierto; podrán decir eso. Pero el Presidente podrá responderles que él mandó al Congreso el pliego de Figueroa en tiempo y forma, y que fue el Senado el que no lo aprobó en tiempo y forma. O no pudo aprobarlo por la estrecha relación de fuerzas que le dejaron a esa cámara las elecciones legislativas de 2021, devastadoras para el peronismo. Alberto Fernández, quien siempre recuerda que es hijo de juez y él mismo profesor de la Facultad de Derecho, es el único que puede frenar la escalada de la crisis. Sin su decreto de designación, la bravuconada del Senado durante la tarde del jueves infiel se disolverá en la nada. Habrá sido un intento de alzamiento contra la Constitución que se reducirá solo a eso: a un pobre intento fallido. En cambio, si Alberto Fernández firmara el decreto de designación de Figueroa, llevará la actual colisión de poderes hasta cimas aún inexploradas, a pesar de todas las crisis que su vicepresidenta le descerrajó a la Justicia. Serán en ese caso dos poderes, el Ejecutivo y el Legislativo, contra el Poder Judicial, el más débil de los tres y, por eso, también el más necesitado de independencia.
Si se leen bien los artículos 116 y 117 de la Constitución, la Corte Suprema tiene la misión de asegurar la supremacía de esa ley de leyes, ser su intérprete final y custodiar los derechos y las garantías enunciados en ella. La Corte ya se pronunció sobre la jueza Figueroa: dijo que ella cumplió los 75 años establecidos por la Constitución como límite etario para ejercer la magistratura y que, por lo tanto, ya no es jueza. El máximo tribunal lo escribió de esta manera en una resolución del 6 de septiembre pasado: “Declarar que la doctora Ana María Figueroa cesó en sus funciones a partir del 9 de agosto del corriente año en virtud de lo dispuesto por el artículo 99, inciso 4, tercer párrafo, de la Constitución nacional”. ¿Alguien necesita que le aclaren lo que quiere decir ese párrafo? ¿Necesita Cristina Kirchner una declaración de certeza sobre lo que dijo la Corte? ¿Alberto Fernández necesita algo más para saber lo que puede hacer y, sobre todo, lo que puede evitar? Si existiera el decreto presidencial, la exjueza Figueroa podrá recurrir a la Cámara de Casación, que ella integró y presidió hasta aquella resolución de la Corte, o podrá ir al Consejo de la Magistratura, que es la institución que liquida los salarios de los jueces. En verdad, la Cámara de Casación no necesita ni siquiera pedirle autorización a la Corte Suprema para rechazar la reincorporación de Figueroa; los jueces que integran la más alta instancia penal del país ya nombraron al magistrado Mariano Borinsky como presidente del cuerpo en reemplazo de Figueroa. Y nadie está dispuesto a dar marcha atrás solo por un berrinche vicepresidencial. A la Casación le bastaría con citar la resolución del máximo tribunal del 6 de septiembre para denegar la eventual pretensión de la exjueza. Es probable que si la Casación le pide una opinión a la Corte esta se limite a enviarle una copia de aquella resolución que echó a Figueroa de la Justicia. Sería suficiente. Basta ya de tanto conflicto falso en un país donde sus ciudadanos chapotean en un mar de inseguridades económicas y personales.
¿Por qué Cristina Kirchner le da la espalda a la sociedad? ¿Por qué ignora el vasto sufrimiento social? El rumor que más recorre la Corte Suprema señala que la vicepresidenta está obsesionada con ese tribunal y que solo busca una gresca cuerpo a cuerpo con los jueces supremos. “Quiso cambiar la Justicia con la comisión Beraldi; quiso cambiar la ley que establece las condiciones para nombrar al procurador general de la Nación, que integra la Corte; quiso cambiar el número de jueces de la Corte, y, cuando nada le salió bien, le inició un juicio político a la Corte, que es otro adefesio político y jurídico. Ahora aparece con esta nueva tontería que tendrá el mismo destino que las anteriores”, se escuchó pronosticar cerca de los despachos más empinados de la Justicia. Sin embargo, hay también quienes sostienen que ella está enviándoles un mensaje a los jueces que quieran ayudarla a salir de su laberinto judicial. El mensaje consiste en que la lideresa peronista protegerá a esos magistrados improbables hasta el último instante, hasta cuando ya todo esté perdido. Los jueces saben que se trata de la jefa política de una facción que definitivamente se extingue.
Los senadores han construido sus propios disparates. Sobresale la senadora neuquina de Juntos por el Cambio Lucila Crexell, que está en Bonn conferenciando sobre las energías renovables. Tal vez Cristina Kirchner no habría tenido los votos necesarios para desafiar a la Constitución si Crexell hubiera estado en el recinto el día de la votación. Energías renovables suena a pretexto, mal que le pese a Crexell. Ella no podía ignorar que todos los senadores de Juntos por el Cambio –y hasta varios diputados– estaban esperando el zarpazo de la vicepresidenta a la Corte. Pero Crexell viajó, nomás. Algo raro sucedió también con la senadora misionera Magdalena Solari (massista, cuándo no), que extrañamente se ausentó en el momento de la votación. ¿Es cierto lo que dice su jefe político, el exgobernador misionero Carlos Rovira, de que fue una orden de él, y que Solari se ausentó para demostrar que Rovira es aliado de Massa y no de Cristina? ¿O fue, como dicen otros, un acuerdo con el kirchnerismo para exhibir las incoherencias de Juntos por el Cambio? Sin ella, la votación terminó en un empate. Debió desempatar la presidenta provisional del cuerpo, Claudia Ledesma Abdala, esposa del gobernador de Santiago del Estero y amiga incondicional de Cristina. El oficialismo cristinista no tuvo un solo discurso que merezca ni siquiera un apéndice en la historia del Senado. La senadora hipercristinista Juliana Di Tullio se envolvió en la bandera del increíble Me Too local para denunciar el supuesto machismo que persigue a la exjueza Figueroa. La Constitución no hace diferencias entre hombres y mujeres: todos los jueces deben jubilarse a los 75 años. El senador formoseño José Mayans, que pasó de segundo de Miguel Ángel Pichetto en el bloque disidente del cristinismo a presidente del bloque fanáticamente cristinista, es uno de los peores oradores que haya tenido el Senado. Su retórica incoherente y deshilvanada se paseó por todas las conspiraciones conocidas, y también desconocidas. No se escuchó en esa tarde de tanta gente extraviada un solo argumento jurídico consistente. Tampoco hay explicación posible para las deserciones de otros senadores, que votaron como quería Cristina. Ejemplos: Guillermo Snopek, heredero de una histórica y derrotada familia peronista de Jujuy; la puntana María Eugenia Catalfamo, seguidora de los Rodríguez Saá, que ya perdieron San Luis, o Edgardo Kueider, representante del peronismo de Entre Ríos, donde su partido perdió las primarias del 13 de agosto.
¿Qué hará Alberto Fernández? ¿Frenará o acelerará el escándalo institucional que creó su vicepresidenta y espoleó, sobre todo, su infinito rencor? En fin, ¿seguirá el Presidente cultivando el olvido que será?
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