Asistimos en la actualidad a un fuerte embate contra la actividad industrial fueguina desarrollada al amparo de la ley 19.640. Un proceso gradual pero sostenido de apertura de las importaciones de productos electrónicos parece marcar la política del Gobierno de la alianza del PRO, la UCR y el partido de Elisa Carrió.
Por Fabio Seleme
Esta acción de política económica, decidida en contra de la principal actividad productiva de nuestra isla, ha comenzado a mostrar las consecuencias en un aumento significativo de la desocupación a partir del freno impuesto a la actividad y es sustentada con una acción ideológica de gran intensidad que se concreta en los últimos tiempos, casi de forma diaria, en artículos y declaraciones mediáticas a nivel nacional que apuntan a mostrar el llamado “costo fiscal” de Tierra del Fuego.
Este discurso, financiado por el lobby importador, que amenaza con destruir la matriz económica de Tierra del Fuego y con ello el estilo de vida de los fueguinos se articula sobre por lo menos tres mentiras frecuentemente repetidas con irreflexiva naturalidad. Sin embargo, un rápido análisis crítico permite mostrar el engaño y advertir los intereses que esconde.
La primera mentira consiste en afirmar que del desmantelamiento del polo industrial de Tierra del Fuego devendría un ahorro gigantesco para el fisco a partir de que éste dejaría de asistir a las empresas electrónicas con los dólares que se requieren para la importación de insumos. Esto resulta falso porque el fin de la manufactura nacional de los productos electrónicos no implicará de ninguna manera el fin del consumo de los mismos. Es decir, sino fabricamos los productos habrá que importarlos fabricados para que la gente pueda acceder a ellos y eso implicará también un costo en divisas que tendrá que solventar en última instancia, de manera idéntica, el Estado nacional con sus dólares. Si se desmantela el polo productivo de Tierra del Fuego lo que sucederá simplemente es que los dólares que hoy se ocupan en importar insumos se aplicarán para importar productos terminados en otros países. Se trataría sencillamente entonces de una transferencia millonaria del sector industrial nacional al sector comercial importador. De tal suerte, el Estado argentino tiene dos alternativas: subsidia la industria electrónica o subsidia la importación de esos productos. Es absurdo pensar que el fin de la industria fueguina implica poner fin al costo fiscal en torno al consumo de bienes electrónicos basados en tecnología que no producimos. Todo lo contrario, el costo aumentará porque la dependencia tecnológica será mayor.
La segunda mentira se encuentra atada a la primera y se estructura argumentando que es más económico importar el producto terminado que importar los insumos para manufacturarlo aquí. Esta mentira parte de homologar la industria fueguina a una actividad de mero ensamble, con baja calidad y nulo agregado de valor. Esto además de ser falso resulta ajeno a cualquier paradigma de ingeniería que permita entender la producción industrial actual. Por empezar, pensar que hoy es factible en alguna parte del mundo un proceso productivo sin dependencia de otros mercados es sólo posible desde la ignorancia. En segundo lugar, dimensionar un proceso productivo valorando económicamente las partes con las que se compone una mercancía es poco menos que una tontería, ya que se deja afuera de la cuantificación, nada más y nada menos, que el conocimiento tecnológico, el recurso humano y los servicios que directa o indirectamente forman parte del valor incorporado al producto. En este sentido, lo cierto es que teniendo en cuenta insumos, ingeniería y servicios requeridos en el proceso productivo, la industria fueguina sustituye hoy entre el 25 % y 30 % del proceso productivo.
Este porcentaje de sustitución es muy similar en magnitud a la diferencia en menos que guardan los precios de los productos terminados en mercados externos puestos en relación a los producidos aquí, tal y como surge simplemente de observar las tasas arancelarias que en promedio se han impuesto en los últimos diez años a la entrada de productos importados. En consecuencia, si el porcentaje de sustitución es equivalente al arancel de importación, la diferencia de precios entre el producto importado y la importación de insumos para su fabricación local resulta una cuenta de suma cero. Es decir, que los porcentajes de competitividad a favor de la industria extranjera se compensan en los porcentajes de incorporación genuina de valor que se realizan en la isla ya que lo que se paga en más es un volumen económico exclusivamente interno y sin fuga que podemos considerar como riqueza nacional.
La tercera mentira consiste en sumar dentro del costo fiscal de la industria fueguina las exenciones impositivas de las que gozan las empresas amparadas por la ley 19.640, como si fueran pagos efectivos que realiza el gobierno nacional y no impuestos no recaudados. La falacia se incrementa cuando con ejercicios de imaginación delirantes se da por sentado que de desmantelarse el área aduanera especial de nuestra provincia el estado pasaría a recaudar esos impuestos que hoy no cobra. Es fácil darse cuenta que esto resulta una abstracta y ridícula expectativa ya que la industria electrónica en Argentina es posible exclusivamente en un esquema sustitutivo, razón por la cual, de salirse de ese esquema las empresas dejarán la actividad y no habrá ningún impuesto que cobrar. Bien mirado tal vez, el desmantelamiento de la industria fueguina lejos de reducir el déficit fiscal podría incrementarlo, ya que el Estado en vez de cobrar una parte de los impuestos y cargas sociales pasaría a recaudar nada, pero debiendo suministrar, como ya mostramos, los dólares que igualmente serán necesarios para comprar en mercados externos los productos terminados.
Finalmente y para terminar, hay que destacar que estas tres mentiras que se articulan con frecuencia contra la industria fueguina van montadas sobre el ocultamiento de una enorme verdad respecto del llamado “costo fiscal”. Efectivamente, lo que no se dice es que el desmantelamiento de la industria fueguina no solo no alivianará las cargas del Estado sino que impondrá gastos significativos. Costará dinero ya que indudablemente pasará factura por la vía social. Es decir, la desaparición de un complejo fabril que ocupa más de 12.000 personas de forma directa no resultará algo gratuito como pretenden hacernos creer desde el gobierno nacional. Hace unos días Enrique Szewach, devenido de excolumnista de Bernardo Neustadt a vicepresidente del Banco Nación, se animó a decir alegremente que “Con el costo fiscal de Tierra del Fuego se podrían pagar $50.000 por mes a todos los trabajadores de las empresas y ahorrar $15.000 millones año”. Este dislate teórico que menosprecia violentamente el trabajo de los fueguinos y nuestra existencia como sociedad, de un cinismo increíble para un funcionario público, no requiere mucho análisis. Todos sabemos, porque ya lo sufrimos, que la desocupación tiene consecuencias muy distintas a cobrar 50.000 pesos mensuales. Tiene consecuencias sociales traducibles en graves deterioros de todo tipo, de los que deberá hacerse cargo el Estado, más tarde o más temprano, de una manera u otra y por el medio que sea. En el mejor de los casos el costo será pagando asistencia social, subsidios de desempleo y salud pública, en el peor de ellos, será gastando en recursos e insumos para la represión: policías, cascos y balas.
Secretario de Cultura y Extensión de la Facultad Regional Río Grande de la Universidad Tecnológica Nacional
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