Por: Javier Calvo. Pocas veces como en esta semana que pasó podemos asistir a las dificultades de nuestro sistema democrático en un área esencial, como es el judicial. Justo cuando estamos entrando en el año en que se cumplen cuatro décadas de recuperación institucional, está clara que la mayor deuda es social, pero la jurídica no le va muy en zaga.
¿Para qué sirve la justicia? Básicamente, para decir qué es lo que no se puede hacer y penarlo. Por estos tiempos, y gracias a la exitosa película “Argentina, 1985”, rememoramos un ejemplo paradigmático, como fue el Juicio a las Juntas, inédito en la historia universal. Como dijo el protagonista de la ficción, Ricardo Darín, en una interesantísima entrevista de Carlos Pagni, el mensaje es “que hay cosas que se hacen y hay cosas que no se hacen. Que hay cosas que están bien y hay cosas que están mal”. Para eso está la justicia.
Está mal desviar fondos públicos en beneficio propio, sea para uso personal, familiar, amigos o de la política. Se llama corrupción. El menemismo inauguró esa práctica depredadora casi sin castigos, amén de los pocos meses que estuvo detenido Carlos Menem o de la condena a María Julia Alsogaray. Logró hacerlo gracias a una justicia venal, liderada por una reformada Corte Suprema impresentable, la de la mayoría automática.
Cristina Fernández de Kirchner acaba de ser sentenciada por primera vez por ese tipo de delitos, acaso como heredera de la maquinaria recaudatoria que armó su extinto marido, primero en Santa Cruz y luego desde el gobierno nacional. Quienes la rodean sostienen que nunca quiso saber ni meterse en lo que armaba su esposo. Tampoco desarmó esa estructura ni sus prácticas cuando fue presidenta o tras fallecer Néstor Kirchner.
Obviamente, los tribunales requieren de pruebas concretas para sus sentencias. La primera alerta debería ser tomar nota de que personas que ejercen funciones públicas desde hace años mejoran su patrimonio de manera inusual. Se llamen como se llamen: Kirchner, Macri, etc., etc., etc. (porque hay centenares de ejemplos a lo largo y ancho de todo el país). Ya eso no llama la atención. O peor aún, parece valer señalarlo para algunos y no para otros, en nombre de la doble vara.
Así, hemos visto en estos días cómo de un lado se ha ensalzado el fallo contra Cristina y escondido un escandaloso viaje al Lago ídem, del que participaron (¿o invitaron?) dos de los principales ejecutivos del multimedio más importante del país, varios jueces federales de peso de diferentes fueros, el fiscal general de la Ciudad, el ministro de Seguridad porteño, un ex jerarca de la inteligencia “stiusista” y un emprendedor publicitario. Otra obviedad: quienes resaltaron el caso de los magistrados viajeros creen que CFK es inocente, víctima de una persecución.
Pese a no ser hechos equiparables desde el punto de vista de la gravedad institucional o delictual (una posible dádiva a un juez no tiene la misma magnitud que un desvío de fondos de un funcionario, más si es durante el ejercicio de la Presidencia), se le debe exigir más a quien ejerce cualquier magistratura, porque debe velar por el cumplimiento de la ley.
Cuando la justicia permite que (alguno de) sus integrantes en vez de combatir el delito formen parte de él (encima sin jamás amagar con renunciar o rendir cuentas), o mira para otro lado cuando incumplen con sus deberes (por presiones o amistades políticas y empresariales), abre una canilla que contamina todo, no solo los procesos judiciales.
En ese envenenamiento han cumplido un rol clave los servicios de inteligencia del Estado, primero desde la SIDE y luego la AFI. Poco importa el nombre. La política se ha valido del espionaje legal e ilegal para innumerables maniobras con jueces y fiscales. Sobre todo federales. Sobre todo de Comodoro Py. Ahí siguen.
Los resultados están a la vista. El Judicial es el de peor imagen de los tres poderes del Estado, según estudios serios. Porque se ha sumado con entusiasmo al Cambalache discepoliano donde “resulta que es lo mismo ser derecho que traidor; ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Todo es igual, nada es mejor”.
Y no, no todo es igual. Parece, pero no lo es.
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