Narrativa argentina. En su segunda novela, Diego Erlan consigue hacer el retrato de una generación por medio del cine, la lectura y, sobre todo, el rock.
POR LEONARDO SABBATELLA
La literatura de Diego Erlan pareciera ser un proceso de reconstrucción. Su nueva novela, La disolución, da forma a través de una lengua coloquial y propia a un momento particular de la experiencia y un estado de la memoria. Simón, el protagonista, piensa y recuerda la breve e intensa relación que tuvo con Monserrat, una especie de mujer fatal con remera de Velvet Underground que hace arder todo lo que toca. El tercer personaje que articula el dispositivo de la novela es Ramón Avila, artista-bonzo y fotógrafo delirante que se encuentra en una fuga continua y con el que nadie logra dar.
Erlan llama a las cosas por su nombre. El libro traza referencias de toda índole y entra de forma oblicua en el juego del realismo. La disolución no solo es una novela que transcurre en Buenos Aires sino que usa de forma explícita sus materiales culturales. Ahí está Rafael Cippolini como un personaje más, las menciones a Caldini y Grossman, las visitas a la librería Club Burton y al Cine Cosmos, los recitales en Unione e Benevolenza. La potencia del nombre y su condensación de sentido es, quizá junto al uso del habla, la clave central de la novela. Erlan hace de cada nombre no solo una pieza de la identidad del personaje sino la gramática que la novela reclama para ser leída.
Las referencias que se multiplican con cada página generan un efecto doble. Por un lado, expone el sistema que conforma el consumo y la apropiación cultural de Simón. Y por otro retrata la sensibilidad de una generación. El perfil del protagonista está perfectamente delineado, casi como si se hiciera un inventario de sus discos, libros y películas. Y habla de las operaciones que hace sobre la cultura en sus diferentes dimensiones (pop, masiva, letrada, académica). Simón podría ser el tipo puro de una generación y el retrato de una clase de habitante que camina la ciudad de noche.
Para Erlan el rock es el yacimiento del cual extrae la materia prima de sus textos. Desde el título de su primera novela ( El amor nos destrozará , traducción del tema de Joy Division, “Love Will Tear Us Apart”) el lector podía adivinar que la música es un elemento constitutivo de su narrativa. En La disolución vuelve a ser así, al punto que no solo el texto se encuentra minado con citas de canciones de Charly García (figura vital para el libro) y menciones a bandas de rock (desde Arcade Fire hasta Cat Power) sino que especula con la idea de “que la música se convierta en la única memoria posible”.
Monserrat y Avila, los dos personajes que Simón persigue –a ella en su cabeza, al fotógrafo a través de la ciudad–, son modelos de vitalidad, de una vitalidad a la que el protagonista no puede terminar de acceder.
La disolución puede leerse como el proceso por el que Simón trata de conservar un fragmento de su pasado junto a Monserrat, una temporada de recorridas nocturnas, bares, sexo, música y confesiones que se autoconsumió. Simón busca materializar esa memoria con ella, imprime mails y junta pertenencias de todo tipo. Monserrat es una chica indolente e impulsiva, la hija de la lágrima podría decir Charly García, que tiene la capacidad de afectar a los otros y convertirlos en avatares o satélites de sí misma.
Erlan trabaja con formas de vida y con la sensibilidad de la cultura rock. La tríada de personajes parecieran hacerse cargo, cada uno fiel a su estilo, de la frase que Simon Reynolds le adjudica a Allen Ravenstine: “los Sex Pistols cantaban ‘no future’ pero hay un futuro y nosotros estamos tratando de construirlo”. La escritura de Erlan es anfibia, capaz de transformarse según lo exija el relato. Puede ser analítica y descriptiva, puede sobrevolar temas o elaborar pequeñas teorías pero en todos los casos es directa y efectiva (pero no efectista, Erlan sabe cuándo detenerse). La novela encuentra un modo de decir y arma un vocabulario propio para los personajes.
La disolución podría encontrar sus antecesores en la narrativa de Fogwill, Puig y Bolaño, de quienes Erlan toma dimensiones y elementos puntuales (el uso de los correos y el habla, los movimientos del realismo, o el grupo de artistas marginales) para conjugarlos en un relato que avanza casi sin la necesidad de tensión narrativa.
El libro entabla vínculos indirectos con ciertas películas de Cassavetes que exploran la noche o filmes como Alta fidelidad o Los soñadores, de donde sus protagonistas podrían haber salido. Ya sea a partir del uso de procedimientos de la escritura de guión (se lee: “Fundido a negro y el plano se abre con una imagen de ella”), como con el modo visual de componer las escenas, la novela produce efectos cinematográficos; no sería absurdo pensarla como un largo plano secuencia en la cabeza del autor.
También puede trazarse una línea de tiempo, y un modo de entender la novela, a partir de Charly García. El arco temporal de la narración podría tenderse desde la primera internación del autor de Clics modernos hasta el llamado “concierto subacuático”. Es decir, García está como principio y como fin. Pero también el modelo de vida del cual Avila pareciera ser su doble anónimo, el educador sentimental de Monserrat y el artista que transformó en obra su destino. La de Diego Erlan es una novela sobre la soledad y la búsqueda de la experiencia vital que en su proceso de disolución parece fundir arte y vida.
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