Por Jorge Sigal.Algún burócrata creativo ha decidido corrernos a los beneficiarios de la protección al consumo de energía con la culpa. La empresa se lava las manos.
Según parece, algún burócrata creativo, quizá de inspiración morenista –no de Mariano ni de Nahuel sino de Guillermo–, ha decidido corrernos a los beneficiarios de la protección al consumo de energía con la culpa. En sentido estrictamente freudiano. Esto, a pesar de que, al momento de restituir los subsidios, el 12 de agosto pasado, el ministro de Planificación Julio De Vido declaró que el Gobierno lo hacía "en defensa del interés de la gente y del derecho que le adjudica a los argentinos en una materia tan básica como la calefacción". Lo cierto es que el sobre que contiene la última factura de la luz advierte, en letras coloradas, hiriente: "Consumo con subsidio del Estado Nacional" e incluye un sugestivo cuadro comparativo de lo que esa misma cantidad de energía le cuesta a un cordobés, a un santafesino y hasta a un paulista, un montevideano y un habitante de Santiago de Chile. Las cifras, por supuesto, marcan una diferencia escalofriante. Tan es así que uno agradece a Dios que no lo haya depositado en otro sitio que no sea en la bendecida Buenos Aires. Yo, por caso, si fuera ciudadano paulista tendría que abonar por el último bimestre la friolera de 419,51 pesos. La empresa eléctrica, por su parte, se lava las manos: deja constancia de que renuncia expresamente a los derechos de autor aclarando que ejecuta el escrache por estricta orden oficial.
Alguna asociación de consumidores debería organizar la contraofensiva popular de los ciudadanos porteños y bonaerenses. Podría, por ejemplo, pedir que las patentes de los coches oficiales llevaran la siguiente inscripción: "Este auto cuesta 253,4 sueldos mínimos de trabajadores argentinos". O solicitar que, cada vez que un funcionario consuma en un restaurante, la cuenta especifique: "Usted acaba de comerse cuatro planes Trabajar".
La anécdota de las boletas no pasaría de tal si no fuera porque coincide con una lógica, pretendidamente clasista, que he escuchado últimamente en ciertos ámbitos del oficialismo más proclives a los artilugios ideológicos. "La sociedad argentina es una porquería –me dijo hace poco un colega que ocupa un cargo en un medio estatal–, no tiene ningún apego a las normas ni le importa el destino de su país; cada cual vive en la suya. Ése es el espíritu que impone la clase media individualista. Por suerte, de tanto en tanto, surge un grupo de jacobinos dispuestos a dar la vida por una causa justa. Si no, tendríamos sólo el destino mediocre que se merecen los habitantes de este país. ¿O no fue la sociedad la que sostuvo la dictadura y a Menem? –se preguntó exaltado. Y luego, dando una justificación que yo no solicité, remató: "Los Kirchner no serán un dechado de virtudes pero son un lujo inmerecido con respecto al promedio nacional. Estoy orgulloso de apoyar al Gobierno".
Al escapárseles el consenso de las manos, lejos de resignarse e intentar seducir nuevamente a la voluntad popular, fuente de la democracia, existen quienes se sienten tentados en abrevar nuevamente en las vanguardias esclarecidas. Hay un elitismo que se considera depositario de las causas justas y reacciona con notable desprecio a la voluntad popular cuando ésta no marcha en la dirección que se ha decretado como correcta. Expresiones como "este pueblo", "este país" o "esta clase media" no son más que resentidas admisiones de impotencia. ¿Con la fuerza de la razón o con la razón de la fuerza? ¿Eso piensan, quizá?
La humanidad ha producido kilómetros de texto sobre las clases sociales. El marxismo basó su teoría de la transformación social en la lucha de clases. La pequeña burguesía desveló a los filósofos, algunos incluso creyeron encontrar en ella la fuerza dinámica de la Revolución. Sin embargo, nadie había intentado, hasta ahora, incorporar la culpa como herramienta del cambio social. Quizá asoma un nuevo Iluminismo y no lo hemos considerado. Quizá, solamente, nos están advirtiendo que no habrá más subsidios y que las tarifas se irán a las nubes. Quién sabe.
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