Por: Roberto García.
Debilidades de Sade que ni el sufriente Marqués se permitía: como no le alcanzan al Gobierno los alborotos en la economía y en la política, los peores tumultos desde que empezó su mandato, se infligió un daño adicional al anunciar con un año y medio de preaviso la partida del titular de Diputados, Emilio Monzó, y su escudero Nicolás Massot. Una autoflagelación prematura y, tal vez, innecesaria, cuando la opinión general suponía que estos dos legisladores eran legionarios eficaces para defender a Macri en la Cámara.
Se le atribuye esta ejecución anticipada al verdugo Marcos Peña (y al que le sostiene el hacha, Jaime Duran Barba), pero la historia no suele registrar nombre ni apellido del encargado de la pena: más bien inscribe a los Pilatos o Robespierre de turno. Se menciona la distinción para evitar una ambigua conjetura: la salida de Monzó no obedece a su pleito personal, cierto y reiterado con el jefe de Gabinete, responde al arbitrio de otra autoridad. Obvio, Mauricio Macri. Como el apartamiento de Alfonso Prat Gay o Melconian, el enfriamiento de Rogelio Frigerio, la contumacia por sostener a Caputo o a Aranguren o los ascensos funcionales de Lopetegui y Quintana. De ahí la advertencia: no confundir a un alumno aplicado con el maestro en las sombras. Como en todos los gobiernos.
Para muchos, ante la tromba marina que lo azota, el Presidente tomó las riendas de la gestión, se endurece y unifica mandos. Como si el personalismo, el tradicional “pechito argentino”, fuera suficiente para modificar la inclemencia climática. Más cuando parte de las tormentas provienen del exterior (suba de tasas en EE.UU., modificación tributaria, recomposición del dólar en el mundo) y la mayor cantidad de desertores financieros de la Argentina son clientes del JP Morgan, quizás el banco que más funcionarios había aportado al Gobierno desde sus filas. Una decepción, dejà vu del Juan Carlos Pugliese, ministro que se lamentó cuando los mercados le contestaron con el bolsillo. Y pensar que esta juvenilia administración del PRO siempre entendió que aquel noble radical era un idiota por su confesión.
En su resignación por la expuesta zozobra económica de hoy, Macri –dicen– realizó consultas externas bajo su cuenta y riesgo, tarea que al inicio de su gestión realizara conRoberto Lavagna. Ahora, entre otros, le vuelve a prestar el oído a Melconian y a su repetido “peligro de gol”, otros juran que convocó a Domingo Cavallo para un té con masitas. Nadie se ha alarmado en su entorno: el ex ministro tropieza con problemas de salud, tiene pendiente una operación delicada y su vocación de servicio sarmientino se ha diluido por los excesivos costos que pagó en tiempo y dinero. Versiones, claro. Pero hay una certeza: hace más de dos meses el mandatario le reclamó a su responsable de Hacienda –Nicolás Dujovne, al que en ocasiones recibe a solas para molestia de la Jefatura de Gabinete– que realizara intercambios técnicos con profesionales de la actividad, mediáticos mejor, sea para vender el producto o incorporarle refacciones. Por lo que se vio en la semana, no hay garantías de esos resultados y el desorientado Macri, con el catalejo en una mano y el timón en la otra, ya previno a su entorno: “Miren que si en mayo no baja la inflación como pregonamos, el damnificado soy yo, no ustedes”. Un mensaje preventivo, una advertencia.
Datos. Una fecha, un plazo fijo, tal vez. Macri no solo se irrita al ver el costo de vida o la cantidad de activos externos baratos que liquida el Banco Central, más se indigna cuando esos números engendran otros en las encuestas: los que señalan mermas inquietantes suyas ante la consideración popular, incluyendo en ese ejercicio la novedad de que también retrocede una imbatible de la cúpula oficialista: María Eugenia Vidal. Un atónito resultado ya que la gobernadora era incombustible al extremo de que la oposición cristinista, como última variante ofensiva, había optado por cuestionarla por “buena”. En el record de la política no se inscribe ningún antecedente tan ridículo. De ahí que Vidal y Macri, de repente, invadieron cuanto programa de la tele exista, como si estuvieran en campaña. Siempre con red y cierta conformidad: finalmente la plata en votos, el capital que ellos pierden en la opinión pública, no hace rico a nadie, no se traslada a ningún contrincante, apenas se desliza en un fregadero desesperanzado.
Ni tiempo ha tenido Macri para descubrir los componentes de la inesperada fusión nuclear argentina, de la que todavía no se ha visto el hongo atómico. Evita incluir a sus socios en la refriega, pero le encantaría recordarles: “No somos napolitanos, no colgamos la ropa en las ventanas o balcones”. Consejo inútil para Carrió, quien convirtió a los medios en su territorio y desde ellos se distanció del aumento de tarifas y desestabilizó a Dujovne y a Aranguren. Ahora se calla, tiene sus propios problemas. Pero en su estela se anotó el radicalismo, invocando la democracia dentro de la coalición oficial, en especial el mendocino jefe Cornejo, bastante cascoteado en su provincia por replicar hábitos kirchneristas de Santa Cruz. Al menos, por los demócratas que acompañan a Macri. Ya ha conseguido incrementar el número de los miembros de la Corte Suprema merced al apoyo del cristinismo camporista, lo que valió un comentario de la reconocida jurista Aída Kemelmajer: ¨Huelo cierto tufillo a Corte adicta¨.
No es la única imposición de poder de Cornejo, quien promovió la revisión del tarifario nacional pero sin que su provincia acepte reducir los impuestos locales que se incluyen en la boleta. Igual parece que su verborragia se ha detenido con el anuncio develado por Peña de que Monzó dejará la Cámara de Diputados al epilogar 2019, justo cuando Cornejo ya no sea más gobernador y venga a la Capital como diputado. Una especulación, claro, que garantiza un seguro de vida político. Y la certeza de que el verdugo Peña no pasará a la historia por la ejecución sino por haber cumplido con la instrucción de su mandante. Eso sí: con indudable placer.
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