El gran actor defiende el debate. Dice que no coincide con ningún fanatismo. Y que prefiere ver siempre todo con distancia. Hacer Truman, la película que estrena, lo puso ante una experiencia dura: pensar en la muerte de su papá. Lloró al leer el guión. Y entendió cosas pendientes.
La película que vas a estrenar es formidable. Interpretás a un hombre muy enfermo y que tiene lazos muy fuertes con un amigo y con Truman, el perro que da nombre a la historia. Allí hay una escena en la que abrazás a tu hijo. Tu rostro –los ojos, la mirada, esa mezcla entre mueca de llanto y sonrisa– parece contener miles de cosas. ¿Qué historias estarán en la cabeza de Ricardo en ese momento?
Es imposible quedar fuera del espectro de alcance que pueda tener alguien de mi edad, que tuvo tantas pérdidas. El dolor acumulado, enmascarado y edulcorado de alguna forma, porque la dinámica de la vida hace que uno tenga que seguir adelante. La acumulación de ese dolor, de esas muecas que se van produciendo... si uno está enfocado en el trabajo, no hay nada que se note más. Sobre todo en el cine, que tiene ese nivel potente de aproximación al alma. Mentiría si dijera que es algo consciente: uno puede preparar el trabajo y trazarse un objetivo junto a la dirección. El método de trabajo en cine es perverso porque está muy atomizado. Es difícil conservar una línea conductiva. Cuando uno adquiere cierta experiencia, encuentra un sistema para conectarse con su equipaje en los momentos requeridos. Eso es lo más difícil en el cine.
Además no tiene la progresión temporal del argumento.
No respeta cronologías, saltás de la escena 27 a la 140. Uno debe tener un mapa interno. El director puede tirar tu personaje en la escena 8, sacarlo y pasarlo a la 120, y vos tenés la obligación de saber dónde cae parado tu personaje.
¿Costó tu personaje de Truman?
Este es un trabajo que hizo el español Cesc Gay, un amante de la argentinidad. Sus dos íntimos amigos son argentinos, tuvo una mujer argentina. El nacimiento de esta historia está relacionado con una cuestión muy personal. Decidió mandarse por ese camino y lo convirtió en una relación muy amistosa entre dos tipos que nacieron en distintos lugares. Tiene que ver con su estructura de pensamiento. Es un tipo muy abierto, un viajante: las líneas de construcción de esta historia y los personajes convergían en que los teníamos que hacer Javier Cámara y yo. En Truman se profundizó mucho nuestra amistad porque toda la conexión con el personaje fue realmente dolorosa.
¿Cómo resonó estar en ese personaje? Te metiste con una persona a la que le toca tratar de entender algo que parece imposible: la muerte.
Está relacionado con lo anterior: se me ha muerto tanta gente querida.
¿Pérdidas importantes?
Muy importantes, muy dolorosas, profundas y no resueltas. La muerte de un afecto es muy difícil de resolver.
El duelo no se termina nunca.
Claro, y a veces lo reverdecés, como en este caso. Esta película reverdeció muchos dolores que tenía.
Cargó ciertas huellas que tenían que ver con dolores y con duelos.
También esclareció muchas cosas. Siempre trato de salir de los trabajos con la sensación de haber aprendido algo. Es curioso porque, a cierta edad, todos esperan que vos enseñes las cosas, no que aprendas. Y siento que no tengo mucho para enseñar, pero sí mucho para aprender. En este caso empecé a tratar de entender el camino que mi viejo hizo próximo a su muerte anunciada.
¿De qué murió tu papá?
De cáncer.
¿Sabía que se moría?
Sí. Yo tenía 30 años. No sólo sabía, sino que me llamó mucho la atención y siempre me taladró el cerebro tratar de entender su posición frente a su muerte anunciada. Fue una posición muy hermética, intransigente, casi que no se podía mencionar el tema. Coincidió con que mi mujer estaba embarazada de nuestro primer hijo, el Chino, y mi papá elegía hablar sólo del embarazo. Por un tiempo me peleé con esa idea: me había negado –entre comillas– a poder trabajar sobre eso y a sacarlo para afuera.
Y a poder despedirte.
Claro, también. Yo necesitaba desacralizar esa situación y él no lo resolvió. El rodaje duró tres meses y pico, pero discutimos mucho el guión. Una película siempre lleva alrededor de diez meses y una de las cosas que me imprimió ese trabajo fue cierto camino de aproximación al entendimiento de lo que mi viejo había planteado frente a su muerte.
Le pudiste hacer decir a tu personaje de la película (Julián) palabras que hubieras podido escuchar de tu padre. Por ahí te permitiste descubrir lo que quedó mudo en él, pero vivo adentro. Es lo que no pudo decir.
Cuando leí el libro que me ofreció Cesc Gay, lo primero que se me planteó fue mi viejo. La construcción del personaje tiene el punto del sentido del humor ácido de mi padre. No tuve opciones: me sentí adentro de la película desde ese momento. La noche en la que terminé de leer le escribí un mail y traté de expresarle lo que había pasado. El no lo podía creer: ¡lloramos los dos por mail! No podía creer que iba a tener esta oportunidad: estoy seguro de que muchas de las cosas que dice Julián podrían haber sido anunciadas por mi viejo.
Quizá dentro de un tiempo tengas más conciencia de este tema.
El trabajo se termina cuando se produce el circuito. Cuando aparece la audiencia, esa energía vuelve y se resignifica. Me ha pasado en muchas ocasiones.
De lo que vas a tomar conciencia plena es del diálogo de tu papá.
Yo tengo un diálogo permanente con él.
Le diste vida a un aspecto del que tu papá no pudo hacerse cargo.
Probablemente. Yo estoy seguro de que mis dos hermanas, Alejandra y Daniela, cuando vean esta película se van a deshidratar. Porque sé que no van a poder superar la situación.
Por un lado, se van a deshidratar; por el otro, te van a decir gracias.
Les va a hacer bien.
¿Tuviste una relación linda o complicada con tu papá, en general?
Reveladora. Fue mi maestro, en todo sentido. No en la actuación, nunca se relacionó conmigo a partir de eso.
Y era actor. ¿Nunca docencia?
Al menos no era una docencia consciente y voluntaria. Yo vivía pegado al pantalón de él y lo acompañaba a todos lados. El programa más entretenido de un chico de 10 años, como yo, era tener al lado a un tipo como mi viejo: muy creativo, muy de choque, con una alegría de vivir muy contrastante con su alma, que era muy pesada. Era muy raro y adorado por sus amigos, un gran conversador. Hoy estoy seguro: su máximo objetivo conmigo era la libertad de pensamiento.
Tal vez, al no hablar de su muerte, quería darte esa libertad.
Cuando estaba internado y muy grave, yo llegaba y le decía: “Hola pa, ¿cómo estás?” Contestaba: “Muy bien, ¿y usted?¿Cómo está la pancita?” No quería que a nuestras vidas y a nuestro embarazo los amenazara nada. Hizo un gran esfuerzo para llegar al nacimiento de mi hijo, porque él falleció el 5 de enero de 1989... por segunda vez en su vida.
¿Cómo “segunda vez en su vida”?
Ya había fallecido otra parte de él un 5 de enero de 1969. Mi hijo nació cuatro días antes de que él muriera. Es la demostración de hasta qué punto mi viejo hizo un esfuerzo por llegar a conocerlo. Su máxima aspiración era ésa. Mi hijo se llama Ricardo por él, no por mí: Ricardo Mario, como los dos abuelos. Paradójicamente mi padre se iba y Mario, el papá de Florencia, mi mujer, es el obstetra que lo trajo al mundo.
¿Por qué murió un 5 de enero antes?
Cuando se separó de mi mamá. Fue un 5 de enero. Ese día algo de él murió: no se hubiera separado nunca. Yo los separé.
Es un poco pretencioso pensar así.
No, te lo juro que es así. Se iban a separar de alguna forma, pero ninguno estaba habilitado a tomar la decisión: se llevaban muy mal y se querían mucho.
¿Y cómo los ayudaste a hacerlo?
El 5 de enero del 69, cuando yo tenía 12 años. Sobrevino una de las situaciones tan repetidas en esos tiempos y producto de una inestabilidad económica, problemas internos y otras cosas secretas de ellos dos que habían enrarecido el ambiente familiar. Era noche de Reyes y en esa época se les daba importancia a los regalos. Mi viejo estaba pelado, no tenía un sope, y generó una gran discusión a la noche cuando llegó a casa. Fue aumentando todo, me paré enfrente de él y le dije: “Vos sabés que te tenés que separar”. Me miró, se le llenaron los ojos de lágrimas y me respondió: “¿Estás seguro?” Me acuerdo que le contesté que sí, que no fuera boludo. Después le pedí perdón: en esa época la palabra tenía peso, hoy es hasta cariñosa. Cerró la puerta y nunca más volvió. Siento que los separé, aunque no lo hice. Lo confronté.
Le diste un permiso.
Hay muchos matrimonios que no se separan por los hijos y yo era la voz cantante de los dos hijos que no pegábamos un ojo hasta que ellos se durmieran.
Lo que hiciste fue protegerlos...
Quise proteger a mi hermana. Dormíamos en esas camas que eran una arriba de la otra. Mi hermana era más chica, tenía 6 o 7 años, y dormía en la de abajo y yo en la de arriba. Cuando se generaban esas situaciones, lo primero que hacía era mirar para abajo a ver si mi hermana estaba dormida. Siempre la encontraba despierta: le estaba pasando lo mismo que a mí, pero con otra edad. El día en el que sucedió lo que te conté, eso me hizo salir de la cama y encararlo. Después pagué un precio bastante alto en la relación con mi vieja. Cuando atravesamos ese umbral, sobrevino un período hasta mis quince, que fue cuando empecé a trabajar y a aportar en la casa, en el que había cierto reclamo de mi vieja en el sentido de que, si yo no hubiese hecho eso, tal vez ellos podrían haber seguido.
Cuando salí de ver tu película, pensé en qué nombre le podría haber puesto: la hubiera llamado Despedidas.
Es una serie de despedidas. En mi vida, me la he pasado despidiendo.
Tuviste que despedir a tu padre en su momento, pero antes permitiste la despedida entre tus padres. Fue saludable para ellos.
Supongo que la mejor versión para pararse frente a ello es así. Y es lo positivo. Yo no soy optimista, yo soy positivo.
Te hacés cargo: algo va a dolernos pero, si no lo tenemos en cuenta, nos vamos a enfermar mucho.
Me hice un gran separatista a partir de ahí, tanto con mis amigos como con todo mi mundo. Siempre me pasó que cuando me dicen que les pasa tal cosa, sugiero que tomen distancia. Lo apliqué en mi vida: cuando tuvimos problemas con Flor, en un momento ya superado de la relación, nos separamos como un año y medio y después nos volvimos a juntar. Nos llevamos muy bien y nos reímos mucho.
¿A qué edad te casaste?
A los 31, mi único matrimonio. Lo digo con orgullo. Es como si nos hubieramos casado dos veces. Lo nuestro fue raro.
¿Te llevás bien con tus hijos, Clara y Ricardo?
Sí. Con Clara tenemos un juego: probamos cómo llevarnos mal. Nos gusta decirnos cosas pesadas y medio pasadas de tono. Nos reímos después, es una especie de catarsis. Son dos chicos fabulosos.
¿Siempre quisiste ser actor?
Nunca quise ser actor, no tuve opción. Nací en un matrimonio de actores y me crié en ese ambiente. Lo mío fue como en el circo: un día falta el volante de los trapecistas y vas vos. Y resulta que sabías hacerlo desde antes. Ocurrió eso. Y, con la separación, trabajé desde muy chico. Tenía que aportar en mi casa y aparecía una cosa no buscada, pero de pretendido reemplazo de figura masculina. Mi vieja me empezó a tratar medio como si fuera su marido. La frenaba y le decía que era su hijo. Ella me contestaba: “Ya sé, no digas estupideces”. Porque hacía falta. No teníamos la mejor posición económica, tampoco éramos indigentes.
La vida te llevó a protagonizar eso.
Sí, quería ser otras cosas. Por ejemplo, veterinario, soy enfermo de los animales. Y quise ser psiquiatra.
Te lo cambio por un rato...
Dale (risas). Me he permitido el atrevimiento de fantasear mucho sobre eso. También quise ser abogado, pero me duró unas semanas nada más.
Tu formación actoral fue casi instintiva y genética.
Y por ósmosis, yo no tengo ningún tipo de instrucción académica. Al tener que lidiar con este juego de traspaso de fronteras permanente, algunas cosas se deben trastocar. A los 8 años ya trabajaba como actor en un canal de tevé. Y, en Radio El Mundo, era hijo de Norma Aleandro y Alfredo Alcón en el radioteatro. Además hacía publicidades, doblajes.
Fuiste un actor joven conocido, alrededor de los ‘80.
La primera vez que me di cuenta de que alguien me miraba en el colectivo y decía “esta cara la conozco” fue en 1975. Trabajaba en una telenovela de Alberto Migré, Los que estamos solos, con Arnaldo André y Nora Cárpena, en Canal 13.
¿Cuándo te dieron un rol en el que sentiste un compromiso actoral significativo y una exposición?
Eso fue en 1982. Diana Alvarez peleó por mí para que integrara un grupo de actores prestigiosos, entre ellos Miguel Angel Solá, Ana María Picchio, Rodolfo Ranni. Hicimos un ciclo maravilloso: Nosotros y los miedos. Hacía una reunión de actores para tratar, en una mesa y con café de por medio, lo que opinábamos sobre el tema del día. Después vino Compromiso, también muy fuerte y bueno.
¿Vos no fuiste actor de telenovela?
Sí. Lo que pasa es que me asignaban el rol del galán y me reía mucho con los textos. Sólo no me reía con los de Migré, ahí era un galancito. Hice varias novelas, más de lo recomendable. Por reírme, me acusaban de payaso. Con las únicas con las que no tuve problemas fue con Alicia Zanca, gloriosa y hermana mía que está en el cielo, y con Andrea del Boca, en Estrellita mía. No subestimaba al género, subestimaba lo que nos querían hacer decir.
¿Te llevás bien con tus colegas?
Sí. Y tengo amigos.
Tuviste una dificultad cuando hiciste una opinión sobre el Gobierno.
Lo tuve que explicar hasta el hartazgo. Todo empezó con una charla en la que yo preguntaba qué esta pasando que no podemos hablar de política entre amigos. Planteé que lo teníamos que solucionar. Se calentó un poco el tema y dije que quería que alguien me explicara el crecimiento del patrimonio de los funcionarios públicos. Me repreguntaron: “¿De la familia Kirchner, también? Dije que sí. Obvio que no aparecieron los funcionarios públicos, sí la familia Kirchner: parecía un ataque hacia ellos.
Respondió la presidenta en Twitter.
Así es. Hoy queda como anécdota. Pero, como ocurre en esta época, quedé colocado en que tenés que estar de un lado o del otro, no podés tener otra posición. Ya que lo mencionaste –si hay un tema sobre el que no quiero volver es ése–, respecto a la contestación, se armaron dos bandos, otra vez. Me preguntaron cómo me había caído que respondiera y dije la verdad: humanamente, la entiendo. Se debe haber sentido agredida y habilitada a darme una contestación humana, no desde el rol de la funcionaria. Ese funcionamiento en mí es característico.
No parecés una persona capaz de guardar rencor.
No tengo capacidad de acumulación de rencor. Es más, tengo anécdotas graciosas. Le decía a Florencia si invitábamos a tal persona y ella me replicaba: “¿No te acordás de lo que te hizo?”. Le decía que no y ahí me recordaba lo que había pasado. Es una mezcla de dos cosas: por un lado, una defensa; por el otro, algo que implementé desde muy chico, que es ponerme en el lugar del otro. Me cuesta mucho lapidar, sentenciar: “Este es un hijo de puta por tal cosa”. Siempre me pierdo y navego en qué habrá llevado a esa persona a decirme o a hacerme eso.
Dirías “puedo perdonarte, pero sabé que no coincido”.
Ojalá todo fuera así. Soy un defensor de la discusión y del debate. No me gusta la pelea. Eso te lleva a terrenos de los que son díficiles de volver. Por eso soy acusado de tibio. Los fanáticos, que dicen que las cosas son blanco o negro, han inventado una nueva categoría de calificación que es la tibieza. No deben saber que el agua muy fría y el agua muy caliente daña al organismo. No estamos preparados para eso, nosotros tenemos 36.6 de temperatura media. Deberíamos consumir nuestros alimentos en forma templada.
La tibieza es el resultado de haber experimientado muchas temperaturas frías y calientes.
Sí. Posibilita un mejor análisis, mirar con un espectro más amplio.
Sabés tomar distancia y observarte como protagonista de la escena.
Exacto, es lo que más me persigue.
Por eso, tu tibieza es fuerza.
Creí que era una deformación profesional, como si tuviera una cámara sobre mí, pero no me estoy viendo. A veces hago el ejercicio de observar desde afuera y mantener una distancia que me permita ver todo el panorama y no el primerísimo primer plano en el que ves un corte.
Es despegarte del narcisimo de un modo sano.
Te digo otra cosa: me tengo bajo sospecha permanente.
Si no te perseguís, es fantástico.
No, no me persigo.
Sos un detective que está bajo sospecha, pero sos también cariñoso.
Yo soy cariñoso y muy permisivo. Si no, no podría haber llegado hasta acá. Pero permanentemente me divierto mucho mirando para atrás y revisando cosas.
Es lindo ser historiador de uno.
Por eso les dije a mis hijos desde chicos: no existe el aburrimiento. Eso es un invento. Es bajar todas las palancas. Si tenés todas arriba, es imposible aburrirte. Me contestaban que no tenían con quién jugar. Ese es el momento ideal para pensar, observarte y ver lo que te pasa.
Como actor, el nivel de densidad y de creación que les otorgás ahora a tus personajes es impresionante.
Al carecer de instrucción académica, con una caja de herramientas tan limitada, no me queda más que aprovechar lo que sé que tengo. Yo tengo pocas cosas pero en las que confío: las que pongo arriba de la mesa a la hora de trabajar.
Estás diciendo: “trabajo con lo más auténtico que tengo, que soy yo”.
Reconozco y admiro a los actores que tienen una ductilidad y una caja de herramientas como para pedirles lo que quieras. Yo me manejo bien en algunos terrenos; en otros, hago lo que puedo.
¿Tenés algún referente actoral?
Sí. Tengo referentes en mi vida que me apasionaron desde que tengo uso de razón. Uno de ellos es Carlos Carella. Otros dos, Ernesto Bianco y Lautaro Murúa. Son de distintos estilos.
¿Internacionales tenés?
Un montón.Hay pibes que me matan, como Edward Norton. Alguien que quiero y admiro, pese a que él se castiga, es Javier Bardem. Javier Cámara, también: un actor increíble y una persona maravillosa, compañero en Truman.
¿Tenés algún deseo o sueño pendiente importante?
Si existe una verdadera posibilidad de que la vida me ofrezca la chance de continuar en este camino, me gustaría conocer a mis nietos.
Los vas a conocer.
Ojalá.
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