Rodeado por su esposa y unos pocos íntimos, Scioli sólo esperó acortar la diferencia
Las puertas estaban abiertas. Todas. Una mesa redonda guardaba las imágenes de la agónica espera sin sentido. El mantel blanco, manchado con las aureolas de las copas vacías, sólo era visible gracias al rayo de luz de un televisor que aún quedaba prendido. Así estaba el cuarto 854. Hacía minutos que Daniel Scioli lo había dejado para bajar hasta el escenario y ya no volver.
Apenas salió de esa fortaleza impenetrable, lo primero que hizo fue abrazarse a su hija Lorena, que lo esperaba un piso más abajo, en el séptimo, donde se montó una habitación para su familia. La joven lloraba. Las lágrimas le habían corrido el maquillaje. Él le pidió que se acomodara. "Quiero bajar ya", exigió, con cara seria. Karina ya estaba lista. No quiso saludar a nadie, las tomó a las dos y se fue a enfrentar el momento más duro de su carrera política. Hubo tenues aplausos.
Sin mucho que esperar, Scioli se aferró a su grupo de incondicionales para vivir en soledad las horas en las que los resultados le daban las peores noticias. Noticias que ya conocía de antemano, pero que se resistía a aceptar. "Esperemos que entren los datos de la tercera sección electoral", recomendaba él mismo a sus asesores, antes de ir a asumir la derrota. Quería achicar la distancia antes de despedirse del domingo electoral.
El gobernador se encerró desde que llegó, a las 19.30, en su cuarto, y no salió más hasta que aceptó que era el momento de hablar. Ahí lo acompañaron el empresario Lautaro Mauro, su asesor y amigo Oscar Campana (famoso por sus romances mediáticos) y sus secretarios privados, Diego y Julián.
Ajeno a su círculo, pero dentro del cuarto 854, sólo estaba Carlos Zannini, su compañero de fórmula por el Frente para la Victoria (FPV). Fue el único del universo puramente kirchnerista que accedió a esa intimidad de la derrota. De a ratos entraban Fernando Espinoza, Alejandro Granados, Sergio Berni y Gabriel Mariotto.
En la habitación de al lado se ubicó su jefe de gabinete y jefe de campaña, Alberto Pérez, con el equipo de comunicación, entre ellos Gustavo Marangoni. Ahí se seguía el ingreso de los resultados y pasaban los reportes al gobernador.
Irreversible desde temprano
Todos coincidían en lo mismo: Scioli estaba sereno, consciente de que la situación ya era irreversible desde temprano, pero esperanzado en acortar la distancia. "No habla", contaron quienes lo vieron en sus horas más complicadas y resaltaban que su espíritu de deportista de alta competición le forjó ese carácter en el que la expresión genuina de lo que piensa y siente pocas veces se le ve. No lloró. Tampoco Karina.
En la puerta de su cuarto en el piso octavo tres hombres de espaldas grandes impedían el paso. Nadie más que sus allegados compartieron su intimidad. Recién en el sexto se había armado un VIP para los invitados, no muchos, entre funcionarios provinciales, ministros nacionales y ya pocos famosos comparados a los que asistieron al Luna Park el 25 de octubre: sólo Moria Casán.
En el escenario se rodeó de su equipo. Sus dos hermanos, Nicolás y Pepe Scioli; el intendente de Almirante Brown, Mariano Cascallares, el único representante del sciolismo que quedó en pie; los dos representantes de La Matanza, Fernando Espinoza y su sucesora, Verónica Magario, y un puñado de sus ministros, entre ellos Ricardo Casal. A su lado se ubicó Zannini, el hombre que más poder concentró en el gobierno de Cristina Kirchner. Su cara lo decía todo. Apenas si aplaudió. Era tan chico el escenario, montado en la planta baja del hotel NH, que no entraba tampoco nadie más.
Scioli se mantuvo alejado de todos. Cuando por fin dejó el búnker, apenas cinco minutos antes de las 22, ordenó frenar la camioneta que lo trasladaba. Tres hombres entrados en edad esperaban en fila sobre la calle Bolívar. Eran Rafael Perelmiter, Miguel Bein y Mario Blejer. Los abrazó y, de manera sorpresiva, les dio ánimo. Ellos eran los que iban a manejar la economía del país.
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