El “upcycling”, obras realizadas con basura rescatada del río, o con teléfonos viejos o con restos industriales.
Con 3.000 botellas de plástico, el artista italiano Michelangelo Pistoletto realizó una instalación en el Riachuelo, en junio pasado. Luego, se cubrió de camalotes. / Lucía Merle.
Teléfonos de dial. Bolsas. Plástico sacado del fondo de un río. Botellas. Ojotas sin su par. Pelotas de tenis desinfladas. Encendedores que no sirven. Juguetes rotos. Materiales descartados, desde vidrios y metales hasta maderas y latas. Pedazos de bicicletas, retazos de carteles. Esqueletos de paraguas perdidos. Papel de diario.
Son desperdicios, y también no. El concepto de qué es desecho varía según se lo mire. O use. Eso que muchos tiran, lo que se entierra, se esconde, se deja dónde no va, puede ser materia prima de algo más. Reciclar es la tarea de las últimas décadas y sucede también a la hora de hacer arte. Vivir de un modo sustentable puede dar como resultado, también, una obra. Tan activista como cultural.
Cuadros. Esculturas. Instalaciones. Piezas de arte hermosas hechas con ¿basura? Lo que fue residuo se reconvierte en un objeto con valor. Es una tendencia que crece desde hace algunos años y se llama “upcycling”. No es un gesto snob. Ni una obra que no se entiende, de esas que enojan a quienes gritan desde afuera de las galerías que el arte es solo para una elite que dialoga entre sí.
De arcilla, que se encuentra en el suelo, se llega a un bloque con el que se puede construir. Del barro al ladrillo. El ingeniero alemán Reiner Pilz usó el término “upcycling” en 1994 para explicar, con este ejemplo, cómo algo que parece un desecho se transforma en algo de valor. Trasladado al arte se refiere a lo mismo. Más corto: es usar la basura para hacer objetos de deseo. También se le dice “suprareciclaje”, “Junk Art” y/o “reutilización creativa”.
El inicio, la punta del ovillo, fue el Festival Drap-Art, que se celebra de modo itinerante todos los años desde 1995 para promover, a través del reciclaje creativo, la conciencia y el respeto por el medio ambiente. El evento nació en Barcelona y ya se hizo en Francia, Grecia, Israel, Estados Unidos, Italia, Alemania, Japón y Uruguay, entre otros países del mundo. El turno de la Argentina fue en 2017, en el Centro Cultural Recoleta.
Aunque el uso de materiales que podrían considerarse basura para hacer obras viene sucediendo desde hace más de un siglo, el upcycling como tal es algo nuevo, y tiene un costado, además de artístico, activista. Encuadrados en esta tendencia, hay creadores de todo el mundo, de diversas edades, y múltiples estilos.
Uno de los más renombrados, por dentro y fuera del upcycling, es el holandés Diet Wiegman. Sus esculturas de luz son figuras realizadas con vidrios o metales descartados. Proyectan sombras que dibujan en la pared una imagen diferente a la de la pieza. La novedad destacada dentro del Junk Art es la británica Jane Perkins, que hace retratos de íconos como Marilyn Monroe, Albert Einstein o la reina de Inglaterra con estética pop. Su material de trabajo son botones, broches para la ropa, piezas de Lego o muñequitos de plástico, entre otros.
También inglesa, la artista Michelle Reader hizo una obra-metáfora ambiental que se llama Bellyful of plastic (Panza llena de plástico). Son siete peces, fabricados con botellas, pelotas de tenis, ojotas sin par, encendedores que no andan y todo tipo de basura que rescató del río Támesis en Londres. Están, además, los franceses Bruno Lefevre-Brauer –que poco a poco va construyendo un ejército de robots con desechos de fábricas abandonadas– y Jean-Luc Cornec, autor de la instalación-rebaño TribuT, hecha con teléfonos viejos.
Otro artista del upcycling es el brasileño Vik Muniz, que realiza collages con fotos viejas, desechos electrónicos y hasta sobras de alimentos. El portugués Artur Bordalo, conocido por el nombre artístico de Bordalo II, hace murales 3D protagonizados por animales montados con chatarra, para concienciar sobre la contaminación y la vida silvestre.
La segunda vida de lo que pudo haber sido basura, reconvertida en obras, también sucede en la Argentina. Poco a poco se van sumando más artistas a la tendencia de trabajar con lo que otros consideran desperdicios.
En junio pasado, sobre el Riachuelo, se instaló la obra Terzo Paradiso (Tercer paraíso) del italiano Michelangelo Pistoletto: tres mil botellas de plástico pintadas con colores y que con el paso del tiempo crearon una suerte de isla de camalotes.
Entre otros artistas que se pueden encuadrar en el upcycling local está Haydée Acero, que dejó la abogacía para dedicarse full time a sus instalaciones, realizadas con viejos CD y DVD, vidrio y metal. Su obra, además de reutilizar desechos, juega con el reflejo y la luz. Paula Pons es una treintañera que se obsesionó con el papel y desde 2010 viene haciendo esculturas con bollos de diario y cinta adhesiva, que juegan con la dureza de la fragilidad, tanto en su formato como en la estética.
Elisa Insúa, que es licenciada en Economía, usa material de descarte, pequeños objetos ensamblados a veces encontrados; otros tantos donados, para hablar con su obra del consumismo y los efectos del capitalismo. David Klauser, que vive en el Delta, rescata objetos en desuso como chapas y maderas, pero también guantes de trabajo, o juguetes rotos, como materia prima para realizar sus esculturas.
El prejuicio reza que el arte es inaccesible. Tanto para entenderlo como para realizarlo. El upcycling también discute eso. No solo no hay que gastar en cerámicas, mármol, óleos o acrílicos. Promueve el reciclaje, concientiza sobre el cuidado del medio ambiente y hace una resistencia casi poética contra el consumo desmesurado. De ese modo las obras dialogan directamente, sin vueltas, con el presente y como quien no quiere la cosa instalan a las Bellas Artes como parte de la vida cotidiana.
Pero, aclaración, lo de usar desechos para hacer arte no es nuevo. Pablo Picasso y Georges Braque, por nombrar a dos grandes que son parte de la historia, hicieron collages con diarios, papel de revistas y hasta usaron retazos de viejas maderas. Los dadaístas –con Marcel Duchamp y su urinario a la cabeza– a principios del siglo XX crearon el ready made, sacando objetos cotidianos de su entorno habitual para resignificarlos.
El upcycling, antes de tener ese nombre, siguió presente a lo largo del tiempo. El pop art experimentó en los 60 y 70 con todo tipo de materiales. Y entre algunos de los hitos locales están los cientos de chicles masticados con los que Pablo Suárez hizo su antológica escultura El pibe Bazooka a fines de la década del 80.
Los rezagos de desechos ferroviarios de Carlos Regazzoni ya son parte de paisajes urbanos de varios puntos del país. Los retratos del grupo Mondongo, un clásico moderno, están hechos con plastilina, espejitos de colores y hasta fiambre ahumado. Hace años que Diana Aisenberg pone a quien se preste a enhebrar mostacillas y bijouterie olvidada o donada para seguir tejiendo su obra Paraíso, un cortinado en eterno crecimiento y movimiento. Y estos son apenas algunos de los antecedentes, tanto de la Argentina como del mundo, de la historia de una vanguardia artística y activista que hace arte con lo que otros tiran.
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