Por Eduardo Van der Kooy
Macri está obligado por su propio electorado a empezar a remover de a poco la cultura del piqueterismo. Una tensión inocultable atravesó al macrismo antes de resolver el desalojo de la autopista Riccheri.
La calle. Ese constituye el desafío político mas acuciante para Mauricio Macri en vísperas de Navidad. Los trabajadores en conflicto de la empresa avícola Cresta Roja completaron ayer seis días de ocupación, total o parcial, de la autopista Riccheri. El ingreso al aeropuerto de Ezeiza se transformó en un calvario. El kirchnerismo hizo desde el 10 de diciembre tres movilizaciones: una en la Plaza de Mayo, la otra en el Congreso y la última en Parque Centenario, el domingo pasado, para escuchar a Axel Kicillof.
El paisaje desangelado se empezaría a extender sobre algunos puntos del interior. Milagro Sala lleva en Jujuy ocho días de acampe frente a la sede de Gobierno, que ahora conduce el radical Gerardo Morales. Al principio se trató de un bloqueo liso y llano. Trabajadores estatales prepararían un escrache contra el Presidente en Villa La Angostura, adonde irá a pasar unos días de vacaciones.
Macri enfrenta esta situación con un hándicap. Pero también con una desventaja. Tiene todavía la flamante legitimidad de su poder. Pero es la cabeza de un partido, el PRO, y también de la mayoría de un electorado que no posee preferencia por la presencia callejera. A lo sumo, para protestar cuando las cosas superan los límites o exacerban el espíritu. Podrían recordarse, a propósito, algunos de los cacerolazos que supieron conmover a Cristina Fernández. Pero esa clientela estaba, por entonces, en la oposición. Excepto en la Ciudad de Buenos Aires.
El presente sería diametralmente distinto. Macri está obligado a empezar a remover, de a poco, la cultura del piqueterismo que se insinuó a finales de los 90 y se convirtió en práctica cotidiana, luego de la crisis del 2001, durante el kirchnerismo. Forma parte de una de las demandas, entre una parva, de su propio electorado. Tal desarticulación no encerraría pocos riesgos.
Macri no podía quedar convertido en pasivo actor del pleito con los trabajadores de Cresta Roja, que cerraron uno de los tres principales accesos a la Ciudad, sin sufrir mella en su autoridad. Se trata de una condición que lo obsesiona por un motivo lógico y sencillo: no debe dejar ninguna duda sobre la gobernabilidad. Ese fue un fantasma que el kirchnerismo se encargó de agitar en la campaña. Y que aún mantiene en alto. Tratando de remitir siempre a la fracasada experiencia de la Alianza de Fernando de la Rúa. Los ultra K estarían sufriendo, al menos hasta ahora, una primera decepción: no estalló el caos que pronosticaron tras el levantamiento del cepo. No se avizoró tampoco la presunta desesperación social. No se registraron cimbronazos en los bancos. La cotización del dólar fluye, incluso, en torno a valores menores que los esperados.
Pero una fuerte tensión, sin embargo, atravesó al macrismo desde el fin de semana por la irresolución del conflicto en Cresta Roja y el recrudecimiento de los piquetes. “¿Hasta cuando vamos a dejar que la cosas siga así?”, preguntó el Presidente a un par de sus ministros influyentes. El bloqueo tenaz de la autopista conspira también contra otro de sus objetivos iniciales: sellar la impresión en la opinión pública acerca de que el cambio de época no quedaría circunscripta a medidas económicas o a los repetidos gestos de convivencia política.
El macrismo navegó por horas en aguas de una contradicción muy familiar también para los kirchneristas. El impacto de la comunicación y el papel del periodismo. ¿La inacción frente a los piquetes no dañaría prematuramente la imagen presidencial?, interrogaron algunos ministros. ¿Las imágenes de los gendarmes desalojando a los ocupantes de la autopista, instaladas por horas en la TV, no daría pasto a los argumentadores de la supuesta represión?, contratacaron otros.
La reposición del sentido del orden es una materia pendiente en la sociedad y en la democracia. El relato kirchnerista de una década larga no ayudó en nada para comenzar a saldarla. Todo lo contrario. Se asoció aquella tarea inevitablemente sólo al desprecio del poder y la brutalidad. Hasta el macrismo se sintió rozado en la administración porteña. En abril del 2013 intervino para desocupar el hospital psiquiátrico Borda. El resultado fue negativo por la impericia policial. Esa acción valió una causa judicial contra Macri y María Eugenia Vidal, la hoy gobernadora de Buenos Aires, de la cual resultaron sobreseídos recién este año. Desde entonces el macrismo exhibió también reparos para actuar en situaciones problemáticas. Vale recordar, por ejemplo, la toma de terrenos en el Parque Indoamericano.
El Gobierno se tuvo que hacer cargo, en el caso de Cresta Roja, de un prolongado conflicto que heredó del kirchnerismo. Las anomalías se remontan al 2014. La empresa tiene plantas base en Ezeiza y Monte. Daniel Scioli recurrió primero como gobernador a una intervención, con aval de la Justicia, por 120 días que no dió ningún resultado. El gestor fue el quilmeño Daniel Gurzi, ligado al ex jefe de Gabinete Aníbal Fernández. Tampoco sirvió un salvajate millonario que ensayó la misma administración sciolista. Fueron sólo parches que ayudaron a sobrellevar la campaña electoral. Aunque salieron de cauce incluso antes del balotaje. La ocupación de la Riccheri había tenido estaciones previas en el Obelisco y en la zona del Congreso.
Macri decidió finalmente asumir riesgos. Patricia Bullrich, la ministro de Seguridad, resolvió cumplir una orden judicial de desalojo con instrucciones de extrema prudencia para el jefe de los gendarmes. La transmisión corrió por cuenta del secretario del área, Eugenio Burzaco. El operativo sucedió en simultáneo con las negociaciones que encaró Jorge Triaca, el ministro de Trabajo.
Pero la política metió su cola. ¿Que sucedió?. Según el Gobierno y representantes de los trabajadores en conflicto, algunos supuestos militantes del Polo Obrero se habrían mezclado entre los manifestantes y provocado la refriega que, por un rato, estalló con los gendarmes. Habrían sido expresiones periféricas, pero suficientes para alterar los ánimos. Vilma Ripoll, la representante del MST (Movimiento Socialista de los Trabajadores), participó en cambio del diálogo para un acuerdo y desalojo pacífico. Finalmente una salida provisional al pleito se habría logrado con la declaración de la quiebra de la empresa avícola por parte de la Justicia.
La verdadera meta alcanzada por Macri, mas allá del problema puntual, fue no haber salido derrotado de la pulseada callejera. De hecho anoche los trabajadores levantaron el acampe. Resultó casi su primera prueba en ese campo. Pero llegarán otras. Hay un reclamo sindical por un bono navideño que podría detonar protestas relámpago. Se avizora además el horizonte de las complicadas paritarias. El Gobierno, por ese motivo, está acelerando la reglamentación de las marchas callejeras. Se trata de una cuestión que abordan ahora Bullrich, el ministro de Justicia, Germán Garavano, y la ministro de Desarrollo Social, Carolina Stanley. La letra tiene un esbozo. Pero esa letra podría carecer de sentido sin una coincidencia adecuada con el comportamiento de los jueces. Tal universo está altamente politizado, producto de la era K. Desmadejar ese ovillo tampoco resultará tarea fácil.
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