Por: Ernesto Tenembaum. El estallido del humorista fue interpretado por muchos como un síntoma del hartazgo social. ¿Quiénes están hartos? ¿De qué están hartos?
En 1976, una película sobre el poder de la televisión deslumbró al mundo. Se llamaba Network. Aquí en la Argentina el título fue traducido como Poder que mata. La película contaba la historia de un presentador de noticias que era despedido porque el rating de su programa caía. En la última emisión, en lugar de decir adiós de manera amable, el hombre explota de furia y grita a las cámaras su hartazgo por vivir en la sociedad en la que vivía. Cuando la seguridad está a punto de sacarlo del aire, la máxima ejecutiva del canal descubre que el rating había comenzado a trepar. Entonces, lo deja seguir. El rating sigue subiendo.
En pocos días, nuestro hombre conduce su propio show donde desparrama sus angustias. Lo que parece un éxito es un drama. Porque es evidente que se trata de un derrotado que va camino al abismo. Un viejo editor de noticias advierte lo que pasa. Pero nadie lo escucha. El protagonista está aferrado a su nuevo rol de profeta. Y la gente de la televisión, qué decir de esas almas bellas, está encantada con los niveles de audiencia de su nueva estrella. En el momento más impresionante de la película, el presentador de noticias le pide a la gente que salga a la ventana para gritar: “¡Basta! ¡Esto no se aguanta más! ¡Estamos hartos!”. Millones le obedecen.
Esta semana, la sociedad argentina fue testigo de un episodio que, de alguna manera, se emparenta con aquella gran película. Como se sabe, Alfredo Casero tuvo un altercado al aire con el periodista Luis Majul. En medio de la escalada entre ambos, Casero golpeó la mesa con fuerza, se levantó y gritó sus verdades: “Todos ustedes son una manga de.... todo lo que están haciendo en este país, todo lo que vienen haciendo, lo están haciendo absolutamente sabiéndolo (sic). Los periodistas, los políticos, lo saben, saben lo que están haciendo y se están llevando todo”.
El escándalo tuvo una gran repercusión en ese boca a boca que son las redes sociales, donde cientos, tal vez miles, de personas respaldaron a Casero. Unas horas más tarde, Casero hizo un monólogo frente a un teatro lleno en el que cientos de espectadores lo ovacionaron. Con el correr de los días, fue desplegando su enojo contra muchas personas a las que insultaba de manera muy agresiva: Marcelo Tinelli, Jorge Rial, Mario Pergolini, Mauricio Macri, El Dipy, Juan Di Natale, Javier Milei, María Eugenia Vidal, Máximo Kirchner, también contra el autor de esta nota. Se trataba de una lista más bien heterogénea e inconexa, integrada aparentemente por cómplices de “todo lo que está pasando”, que recibirían su merecido una vez que la gente de bien se rebele.
Algunas personas optaron por centrar el episodio en un supuesto desequilibrio del humorista. Así lo sugirió, por ejemplo, Di Natale. “Alfredo, creo que necesitas ayuda profesional. Leer con un poco más de detenimiento. Escribir un poco más despacio. Y rodearte de gente que te quiera”.
Alfredo Casero
El periodista Gustavo Noriega intentó razonar con suavidad e ironía sobre los peligros de encolumnarse con cualquier mensaje supuestamente crítico de algo. “Todo el mundo tiene el derecho de enojarse si no te gusta cómo te están entrevistando y hacerlo explícito en el mismo momento. Sin embargo, la diatriba pública que arrancó con el golpe sobre la mesa fue extraordinariamente imprecisa, mezclando irritaciones particulares con malestares generales. Como un test de Rorschach, los internautas lo interpretaron a piacere como una justísima expresión de hartazgo que confirmaba su posición a priori: contra el kirchnerismo, contra la cuarentena, contra el periodismo, contra el calor, el frío o la humedad”. Ciertas figuras públicas, por otra parte, expresaron solidaridad con Casero, interpretaron su grito como un catalizador del hartazgo social, o se conmovieron con su histrionismo.
La verdad es que el episodio sería menor si no estuviera rodeado de algunos elementos de contexto. El primero de ellos es la lógica de la televisión. Invitar con frecuencia a Alfredo Casero obedece a un impulso natural en ciertos círculos televisivos: la necesidad de rating. En el periodismo político, la “búsqueda del número” está vinculada en estos tiempos a dos fenómenos muy emparentados: el histrionismo en las formas y el extremismo en los contenidos. Alguien que grita “¡Basta! ¡Estoy harto! ¡Esto se tiene que terminar!”, probablemente mida, porque grita y porque grita cosas terribles.
El personaje puede expresar algo que de verdad siente. O no. Pero del otro lado hay alguien que está pensando en otra cosa: en medir a lo que dé. Hay un debate muy sensible allí sobre el rol del periodismo, que excede, en mucho, a Alfredo Casero y que no se está encarando en la magnitud que merece. ¿No habría que empezar a discutir cómo se hace televisión política en la Argentina? ¿Está bien lo que está pasando, que el modelo Casero se aplique tan impunemente? ¿No es hora de preguntarse si todo no está yendo demasiado lejos?
El segundo elemento es que Casero no está solo. Con toda su desmesura, Casero es un personaje genuino. No parece especular. Siente algo. Lo dice. Y explota. Pero su estallido -en forma y en contenido- es muy parecido al mensaje que repiten cada día periodistas exitosos y políticos que encuentran en esa repetición su propio espacio. ”¡Estamos hartos! ¡Basta! ¡Hay que terminar con todo esto!”. Lo de Casero puede ser un grito de hartazgo respetable -o no. Pero él no gana nada con eso. Muchos otros que gritan lo mismo cada día, que utilizan un micrófono para insultar, vuelven a sus casas más tranquilos, sin hacerse ningún problema con el ambiente que crean. ¿Quiénes están hartos? ¿De qué están hartos? Como dice Noriega, es un test de Rorschach: cada uno atribuye un supuesto hartazgo social a causas que son las que incomodan al intérprete de ese cansancio.
Pero tal vez, la pregunta más inquietante de todo este episodio es cuánta gente siente o piensa como Casero: está harta y quiere que “todo esto” termine cuanto antes, sea lo que fuera “todo esto”. Unos días antes del episodio que protagonizó Casero, Susana Gimenez convocó a una insurrección popular contra el Gobierno. “Esto no puede ser, que la Constitución no se respete. Todo el mundo está pensando que algo tiene que pasar. Anoche te vi que estás armando una especie de revolución. Y sí, que el pueblo se levante y diga`¡no, basta!´, eso me gustaría porque no puedo ver a la gente así”.
¿Habrá mucha gente que siente como Casero, o que piensa como Susana, que está esperando un estallido? Tal vez no. La Argentina es una sociedad democrática y tolerante, donde todo el mundo se manifiesta en paz. La convocatoria reciente más dura contra el Gobierno fue el tractorazo. Algunas miles de personas fueron a plaza de Mayo y agitaron banderas argentinas de manera pacífica y serena. No pasó nada raro. Por ahora, la repercusión del episodio se limitó a las redes sociales, que siempre están enardecidas, pero son un nicho. Sin embargo algunos fenómenos políticos, como el rutilante surgimiento de Javier Milei, obligan a pensar que hay una sintonía entre los mensajes extremos (“¡Basta! ¡Esto se tiene que terminar!”) y las búsquedas de soluciones en los márgenes por parte de un sector social de dimensiones respetables.
Quién sabe: si es así, estaríamos ante una situación complicada, porque los saltos al vacío no suelen ser buenas recetas para la solución de los problemas. Además, en las insurrecciones muere gente.
Finalmente, hay algo muy disruptivo en la manera como se arman las listas de los responsables de “todo esto”, que deberán pagar cuando les llegue el momento. Casero arma la suya: incluye desde Javier Milei hasta Máximo Kirchner y todo el elenco del canal de noticias donde se produjo el griterío, al que Casero acusó de estar “pasteurizado”. Otros escribirán las propias, donde Casero tal vez figure como uno de los culpables. El problema de las listas es ese: quien las escribe cree que es el único dueño de la lapicera. Pero no. Una vez que se instala el método de las listas, ya nadie lo domina.
Network -Poder que mata- no es una película que termine bien.
Ojalá, la furiosa respuesta de Casero a Majul haya sido apenas una reacción individual y nada más que eso.
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