Políticamente incorrecto

Políticamente incorrecto

Por: Jaime Duran Barba. Si uno de los objetivos de las reformas que se plantean actualmente es atraer inversión extranjera, hay que calcular si los grandes empresarios del mundo estarán entusiasmados para invertir en un país, en el que dicen que el Congreso es un nido de ratas, los gobernadores operadores inmorales, y el Presidente un insano. 

Todos los que difunden mensajes negativos instalan injustamente que Argentina es una basura. Pasará mucho tiempo hasta recupararnos de la errónea imagen que hemos construido con nuestro fanatismo.

Cuando era ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, pude compartir con ese gran ser humano que es Esteban Bullrich y con Ray Kurzweil, una cena en la casa de Mauricio Macri. El maestro dijo que en 2045 va a nacer una nueva especie que reemplazará al homo sapiens y su premonición se va cumpliendo.

La vieja política agoniza. La Tercera Revolución Industrial coincidió con la caída del socialismo real, que acabó con el paradigma de la política tradicional. Las brújulas que ordenaban el pensamiento de las élites volaron en pedazos, la gente común se hizo de un poder que llegó desde el mundo virtual. Acabado el siglo de las ideologías, pasamos al de los likes, los principios ordenadores de la actividad humana no llegan con textos, los traen  mensajeros y emojis. Los templos milenarios de los dioses fueron reemplazados por pantallas que duran poco. Algunos creen que viene el Juicio Final anunciado por los Textos Sagrados, otros están tranquilos porque James E. Webb no detecta meteoritos peligrosos.

Pero nuestra mente está alterada, las ideas que parecían incuestionables son políticamente incorrectas.

Se debe dialogar. Es una frase prohibida en la sociedad de la red. Los algoritmos nos manejan. Vivimos en burbujas armadas por máquinas que nos conectan con otros individuos que comparten nuestros gustos y supersticiones. No son redes de ideas, sino acumulaciones de sentimientos fanáticos. Nos identificamos con grupos  virtuales que nos parecen portadores de la verdad. Amamos a Milei o lo detestamos, idolatramos a Maduro, Ortega o Bukele, o a cualquier pai umbanda que parece sobrenatural.

Se ha instalado que el líder no debe oír a nadie, no debe ceder. No se busca que sus ideas sean buenas, sino que sea inflexible en su ignorancia. Cuando Milei plantea la necesidad de llegar a un gran acuerdo en torno a los temas trascendentes, la mayoría ni siquiera sabe cuáles son sus propuestas. Discuten quién es el flojo que cede, y cuál el guapo que se impone en el truco, aunque use señas falsas.

La filosofía judía desarrolló con Levinas el concepto de alteridad, que supone que el otro es valioso, porque es distinto, porque puede interpelarme y poner en cuestión mis ideas. Eso está en desuso. En las pantallas demonizamos al que piensa distinto, le endilgamos cualquier epíteto y nos empantanamos en nuestra propia mediocridad. Matamos al mensajero sin leer el texto que trae.

Sobran las ideas. La lucha política se convirtió en un intercambio de insultos. No hay espacio para discutir ideas. Como lo dijimos en varios de nuestros libros, las elecciones se ganan con imágenes, sentimientos, actitudes. Los programas y las propuestas no interesan a los votantes, pero son indispensables para hacer política en serio.

Cuando mencioné esto en mis escritos, algunos me han acusado de que promuevo una sociedad superficial, de que no creo en la necesidad de discutir. Si esto fuese cierto, no me dedicaría a escribir, y menos en PERFIL. Simplemente describo la realidad en la que vivo y trato de comprenderla. Me gustaría que los electores, antes de votar, lean el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, pero eso es imposible. Cualquier meme influye más en quién será el nuevo presidente norteamericano, que toda la obra de mi filósofo favorito.

Desgraciadamente las propuestas  fueron desplazados por descalificaciones éticas. Los miembros de todas las sectas dicen que sus adversarios son corruptos, inmorales. La marea de calumnias ensucia a todos y la gente llega a la injusta conclusión de que todos los políticos son una basura.

Esto es falso. A lo largo de mi vida traté con políticos y seres humanos que creen en distintas ideologías y religiones, encontrando en todos lados gente valiosa, de la que pude aprender mucho y también ignorantes colosales. Idealistas comprometidos con su causa, de izquierda o de derecha, devotos que rezan a sus dioses, algunos comerciantes de creencias y otros con muchos matices, en un mundo en el que hay poco en blanco y negro, casi todo tiene colores.

Los políticos colaboran para su propia destrucción con un discurso negativo, que ha podrido al sistema. El tema lo estudió a fondo Stephen Ansolabehere en su texto Going Negative, donde demostró que esa actividad destructiva no ayuda finalmente a ningún candidato, pero hace daño a la democracia.

Si uno de los objetivos de las reformas que se plantean actualmente es atraer inversión extranjera, hay que calcular si los grandes empresarios del mundo estarán entusiasmados para invertir en un país, en el que dicen que el Congreso es un nido de ratas, los gobernadores operadores inmorales, y el Presidente un insano. Todos los que difunden mensajes negativos instalan injustamente que Argentina es una basura. Pasará mucho tiempo hasta que recuperemos la errónea imagen que hemos construido con nuestro fanatismo.

Las descalificaciones se dirigen también hacia los periodistas. Cuando algunos políticos hablan de “periodistas ensobrados”, dañan a la democracia. No es popular decirlo, pero es bueno que los gobernantes ayuden para que exista una prensa plural, aunque sea fastidiosa. Sin una prensa robusta no hay democracia.  

El debate político quedó desplazado por una discusión supuestamente ética sin sentido. No se discute si lo que propone Milei o lo que propone el peronismo, es bueno o malo para el país, sino si los unos o los otros, son locos o corruptos.

No somos tan pobres. Uno de los carteles más prósperos del país es el que comercia con la pobreza. Hay muchas organizaciones cuyo negocio y razón de ser es asistir a los pobres. Para que el dinero del Estado fluya a esas instituciones, es bueno que digamos que vivimos en el país más pobre del continente.

Según los estudios de la Universidad Católica hay un 60% de pobres, y uno de cada cinco argentinos no llega a fin de mes desde hace varios años. Extraña que siendo así, aparezcan siempre a decir que, ahora sí, no llegarán a fin de mes.

Sería políticamente correcto decir que la pobreza crece, que muchos argentinos mueren de hambre, que somos más pobres que Haití, pero esa es otra mentira. Algunos, durante los primeros cien días de un gobierno lo dicen para atacar al gobierno saliente. Después, sus opositores dirán que la pobreza crece por culpa de Milei y terminaremos de acuerdo con que somos un país famélico.

Algunos datos contrarían al relato de la pobreza. En el reciente feriado de Carnaval, el dialecto argentino inundó Miami y La Florida. Había más argentinos, que los mexicanos y brasileños sumados. Cuando se jugó en Río de Janeiro un partido de fútbol, 120 mil argentinos fueron a apoyar al equipo, más de los que podían entrar al estadio. La mayoría de ellos no llegaba a fin de mes, pero pagaba su transporte, comida y los gastos con un dinero inexistente. Lo mismo pasó en el Mundial de Qatar. Viajaron a Medio Oriente decenas de miles de argentinos menesterosos, pero no se supo que dejaran sus huesos en el desierto.

Gastar en cultura no es despilfarro. Algunos dicen que el Estado no debe gastar en festivales, que mientras exista un niño pobre es inmoral promover la cultura con fondos públicos. Aplicando esa idea, Brasil debería clausurar su Carnaval para siempre, porque siempre habrá pobreza y nadie debe bailar mientras haya hambre. Extendiendo el concepto, se deberían clausurar los teatros de Nueva York, porque hay muchos pobres en los Estados Unidos, y en la propia Gran Manzana, en las puertas de los teatros. Desde luego habría que encerrar en la Torre de Londres a Carlos III, rey de Inglaterra, por gastar cien millones de libras en un día para celebrar su coronación.

El Papa, siguiendo el ejemplo de su santo favorito, San Francisco, debería botar por el balcón la fortuna del Vaticano, vender los 5 mil inmuebles que posee, y enviar el dinero a los comedores escolares de Argentina, para que los niños coman caviar durante una década. Después podría emular al santo de Asís, salir desnudo a recorrer los caminos de Italia mendigando un plato de comida. Felizmente la realidad no es así. En el colegio, fui alumno de un célebre jesuita que decía que si la psicología hubiese existido en la Antigüedad, la mayoría de los santos habrían terminado en hospitales psiquiátricos y no en los altares.

Algunos candidatos quedaron fuera de combate en las últimas elecciones, cuando organizaron eventos tristes, porque hay muchos pobres en el país. Es un prejuicio de ricos amargados. Los pobres también se ríen, también de los ricos demagogos. Los eventos de la campaña de Milei supieron contagiar alegría y esperanza, no tenían un ambiente de velorio. Conservar ese espíritu en el Gobierno, a pesar del ajuste, es el mayor desafío para su equipo.

Cuando estuve en países lejanos como Pakistán, Nepal o Sri Lanka al identificarme como latinoamericano, me preguntaron siempre por Buenos Aires, y no por ciudades más grandes como México o San Pablo. Mencionaban siempre el tango, la librerías, la cultura, o a Messi, que también es parte de nuestra cultura. Nunca me topé con alguien que diga quiero conocer Buenos Aires porque su presupuesto tiene déficit cero.

Los gobiernos de Macri tuvieron enormes aciertos, aunque algunos de sus exfuncionarios estén dedicados a decir que fue un fracaso. Uno de ellos fue la política internacional, conducida por el expresidente, con el soporte de cancilleres de lujo, como Susana Malcorra y Jorge Faurie, y el equipo de Fulvio Pompeo.

Gracias a la coordinación entre el gobierno nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires, la reunión del G20 fue impecable, se congregaron los gobernantes de los veinte países más importantes del mundo. Culminó con un recital en el Teatro Colón, que nos emocionó hasta las lagrimas al propio expresidente y a varios de sus colaboradores.

Alguien pudo argumentar que Macri había dilapidado cien millones de dólares reconstruyendo el Teatro Colón, y que era el colmo que artistas pagados por el Estado participen en un acto en homenaje a los mandatarios visitantes. Habrían preferido una celebración de república bananera, con Bukele de presidente, exhibiendo cómo se tortura a delincuentes tatuados en la cárcel más grande del continente.

Felizmente pertenecemos a una sociedad más compleja que el país más pequeño del continente, que aloja a una de las bandas criminales más grandes del mundo. Con el acto que organizó Macri, los poderosos de la Tierra se fueron admirando a la capital cultural de América. Ufanándonos de la tortura nos habrían despreciado, incluso varios de los presentes, que también torturan y asesinan a sus opositores. La tortura es un delito de lesa humanidad y espero que los políticos que lo cometen terminen condenados por los tribunales internacionales.

Es bueno que paguen bien a las autoridades. Está de moda perseguir a los políticos. Cuando el Congreso subió los salarios de los legisladores a dos mil dólares, en un país que está más caro que los demás del continente, se provocó una ola de protestas. Como referencia cabe mencionar lo que ganan los de otros países. Los que menos ganan son los de Bolivia, con 3.300 dólares, y los de Guatemala que reciben 3 mil. En Brasil senadores y diputados ganan 6.400, en Chile 7.424, en Colombia 7.647, en  Costa Rica 6.356 y en Ecuador 6.500. ¿Será cierto que somos más pobres que todos ellos? ¿Cuántas villas miseria pobladas por argentinos existen en los demás países de la región y cuántas de inmigrantes de países vecinos hay en Argentina?

Es deseable que todos los funcionarios ganen bien. Si eso no es así, la mayoría tiene acceso a mecanismos para enriquecerse más allá de la ley. Pagar mal a las autoridades es empujarlos al delito. Los poderosos siempre pudieron enriquecerse, desde los reyes, hasta los próceres.

Para cosechar aplausos, sería correcto pedir que los diputados ganen lo mismo que quienes trabajan en los comedores populares. De pronto algunos mejorarían su situación y podrían predicar en contra de la pobreza en palacios fastuosos, pero es mejor que todos tengan ingresos adecuados para cumplir con su trabajo.

* Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.

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