"El que centraliza el poder y lo hace pasar por el ojo de un embudo no sufre el poder. Por el contrario, disfruta de esa ubicuidad tan propia de las divinidades. No hay mandato de la gente, ni del partido; no hay muertos ni vivos que sostengan en el poder a quien no quiera ejercerlo y esté dispuesto a tomar las medidas necesarias para conservarlo".
Hace muchos años, Julio Elichiribehety iba seguido por Nueva Era. Se sentaba en el escritorio del fondo, al lado de la expendedora de café, donde tenía su desgastada IBM Guillermo Gentile. Habitualmente, le hacíamos notas sobre la desatención de niños y jóvenes en riesgo, la falta de prevención, la falta de profesionalismo en Desarrollo Social. Nos juntábamos en ese rincón y analizábamos la gestión de Julio Zanatelli. “Atrasó la ciudad 50 años por lo menos”, decía Julio. Coincidíamos. Al menos yo. En ese tiempo pensaba que ser militar era cualidad suficiente para ser un autoritario. Y que ser autoritario ya era, de por sí, “atrasar” más allá de las decisiones puntuales. Reconozco que estaba equivocado. También se puede ser autoritario sin traje verde.
Eran épocas donde el Julio que no era Zanatelli andaba con el proyecto de zonificación de la ciudad. Los comienzos de las “medialunas” ricas y pobres. Las estadísticas y los coloridos powerpoint. La idea era de una autonomía barrial, un presupuesto participativo y una comunidad más involucrada en las decisiones diarias. Ese proyecto fue el que le presentó a Miguel Lunghi, al candidato a Intendente que había combatido en la interna, el proyecto que le valió el lugar indiscutido de secretario de Desarrollo Social pese a venir del pugliesismo. Era un buen proyecto. Ambicioso y modernizador: descentralizar, consultar, prevenir, apostar a los jóvenes que estaban quedando al borde del camino, apostar a las ONG su expertiz y a los referentes sociales, armar un frentismo social para transformar desde el territorio.
Por ese entonces la idea era descentralizar todo lo posible. Es decir, todo lo contrario de lo que sucede hoy en Tandil, donde todo pasa por un solo despacho: desde los colores de los juegos de placita, los afiches, hasta las proyecciones de la ciudad a 20 o 30 años. Todo pasa por ahí porque las encuestas -otras muy distintas a esas de 2003- dicen que al votante medio de Tandil, al mediotandilín o al tandilínmedio, le gusta que lo rigoreen, que le hagan sentir la autoridad del jefe. “Paternalismo” dicen sin ruborizarse quienes hacen del diagnóstico un axioma y lejos de combatirlo, lo profundizan.
Hoy Lunghi es más Zanatelli que Zanatelli. Lejos de abrir el juego lo cierra. Sigue los concejos de un padre fallecido, su propia percepción y la intuición de que nadie mejor que él sabe lo que quiere la ciudadanía. Cerró las sociedades de fomento para abrir centros comunitarios del Municipio, infiltró todo lo que pudo las comisiones de los clubes y organizaciones civiles, le marcó el terreno a Raúl Troncoso con una alianza con las iglesias evangélicas, cambió las pequeñas fiestas de los barrios por los megaeventos, monopolizó la agenda para que nada de lo que suceda deje de rendir examen, antes, en las oficinas de calle Belgrano. Según los propios, “peronizó” la forma de ejercer el Gobierno como una forma de exorcizar la imagen del helicóptero tomando altura desde la Casa Rosada.
Pero a diferencia del teniente coronel Zanetelli, que mandaba sin remordimientos, porque en el Ejército el que no manda es mandado, o ambas cosas al mismo tiempo, a Lunghi le “duele” el poder. Zanatelli asumía que estaba ahí porque era su voluntad. Su voluntad era el poder. Sin embargo, Lunghi dice -para que todos lo escuchen- que ejerce el poder pero le duele. Como si no le quedar otra.
Lejos de tratarse de un trastorno de “masoquismo”, como el mismo define en una entrevista, lo que hace el Intendente es asumir el rol del sacrificado por el bien de su pueblo. La posición es más vieja que “el ñaupa”. Si no está en el poder por su propio deseo, si lo que está haciendo es un terrible sacrificio, por eso mismo exige el doble del sometimiento.
El que centraliza el poder, y lo hace pasar por el ojo de un embudo, evidentemente, no sufre el poder. Por el contrario, disfruta de esa ubicuidad tan propia de las divinidades. No hay mandato de la gente, ni del partido, ni de la familia, ni de los muertos que cada uno carga que pueda con eso. No hay muertos ni vivos que sostengan en el poder a quien no quiera ejercerlo y esté dispuesto a tomar las medidas necesarias para conservarlo. Maquiavelismo de primer grado. Esa versión del cordero sacrificado la vienen esgrimiendo otros hace 2 mil años por lo menos y nada se va a inventar al respecto.
El que centraliza el poder, como hace Lunghi, disfruta de ese desequilibrio de las oportunidades y la satisfacción de otorgar. Lejos está de ser el único en su categoría. La Política está repleta de esas versiones de todopoderosos que terminan confundiendo la felicidad del pueblo con su propia felicidad y colocando su vida en un plano casi místico. El Peronismo tiene para hacer dulce en ese sentido, pero el Radicalismo si no lo ha hecho es por inoperancia, no por principios. Entre los jefes comunales radicales, los “Lunghi” no son pocos. Eseverri o Gorosito desafiaron cinco veces la alternancia de poder, hasta que la muerte o la enfermedad los sacaron de juego.
Si el poder duele, pregúntele al que sufre el desamparo, el hambre o la marginación por estar, justamente, en el lado opuesto del subibaja. No hay masoquismo en la batuta. A su sumo se hace presente el pudor de asumir esa ambición que lejos de apagarse, con los años, se acrecienta.
Sin excepción, todos los que se negaron a dejar el poder tras cumplir dos, tres o cuatro mandatos, incluso todos los que saltaron la tentadora cerca de la tiranía, empezar por creer que no estaban allí por su propia felicidad sin por la felicidad de los demás. Sin excepción, todos empezaron por creer que estaban allí por un deber mayor que no era el inconfeso placer de dar agua y alimento constante a su propio ego.
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