Tras el golpe en Bolivia y en medio de los procesos de inestabilidad política en la región, el presidente electo analiza un programa de 3 ejes centrales para las Fuerzas Armadas.
Alberto Fernández tiene, ahora, un problema más. Cuando asuma el gobierno, el 10 de diciembre, no solamente deberá ordenar la ecuación macroeconómica desvencijada, atender a las urgencias de una sociedad que extremó su paciencia durante dos años de estanflación macrista y negociar nuevas condiciones para el pago de la deuda externa más grande de la historia. A su lista de preocupaciones acuciantes debe agregarle, a partir de los sucesos de la última semana, procurar que no lo derroquen. El golpe de Estado en Bolivia no resulta sorpresivo ni novedoso; pero sí llama la atención la reticencia de un sector del establishment político y mediático a llamarlo por su nombre y condenarlo. Lo que está en cuestión, por primera vez desde 1983, es el consenso del Nunca Más. El contexto regional, en el que Bolsonaro y sus aliados protagonizan un crescendo de violencia y violaciones de los derechos humanos, aviva el riesgo. El presidente electo tomó nota de estas circunstancias y se dispone para actuar en consecuencia.
El derrocamiento de Evo Morales por parte de la ultraderecha boliviana no fue, como asegura la narrativa conservadora, un hecho aislado en la historia reciente de América Latina. Aunque menos numerosos que durante el siglo pasado, en los últimos diecisiete años la región fue escenario de ocho golpes de Estado, prácticamente uno cada dos años. El episodio que dio comienzo a esta serie fue el intento de destituir a Hugo Chávez en Venezuela en 2002, sofocado después de 48 horas. En 2004, el presidente de Haiti Jean-Bertrand Aristide tuvo que dimitir después de un ultimatum del ejército. En 2008, Morales había enfrentado otro alzamiento en su contra por parte de los sectores ricos y blancos del oriente boliviano. El ecuatoriano Rafael Correa estuvo secuestrado por un motín policial durante varias horas en 2010. En Bolivia como en Ecuador fue crucial la intervención de Unasur para sostener el orden constitucional y preservar la paz. A partir de entonces, los métodos que adoptó la derecha se volvieron más sofisticados y efectivos.
En 2012, el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido tras un juicio político express que duró menos de 48 horas y no cumplió con las garantías mínimas para la defensa. La coalición que lo había llevado al gobierno, amplia y heterogénea, estalló en el Parlamento, dejándolo a la merced de los conspiradores. Algo parecido le sucedió a la brasileña Dilma Rousseff, en 2016, cuando a fuerza de reacomodamientos parlamentarios fue depuesta en un impeachment construido sobre una irregularidad administrativa. Ese día saltó al estrellato un ignoto diputado y ex militar que dedicó su voto al torturador de Rousseff durante la dictadura. Su nombre: Jair Bolsonaro. En ese caso, el golpe se completó con la persecución y proscripción de Lula en las elecciones que llevaron a ese diputado al poder, dos años más tarde. Así como en Paraguay se puso a prueba el método de golpe institucional que luego se perfeccionó en Brasil; la elección fraudulenta de Bolsonaro sentó las condiciones para lo que está pasando ahora en Bolivia. Todavía no conocemos el último eslabón de esa cadena.
A partir de la llegada al poder del exmilitar brasileño las Fuerzas Armadas comenzaron a ganar peso en las decisiones políticas de varios países de la región, un fenómeno que quedó en evidencia recientemente, cuando en el lapso de pocas semanas protagonizaron el golpe contra Evo Morales; oficiaron como árbitros en el conflicto constitucional entre el presidente Martín Vizcarra y el parlamento peruano; formaron parte de los enormes operativos de represión montados por Lenin Moreno, en Ecuador y Sebastián Piñera, en Chile, donde además fueron denunciados por la comisión de asesinatos extrajudiciales, secuestros y torturas, algo que ahora se repite en Bolivia. En Uruguay, el partido Cabildo Abierto, con el exjefe del Ejército Guido Manini Ríos a la cabeza, obtuvo el once por ciento de los votos y un puñado de bancas legislativas en las últimas elecciones. Esto no pasó desapercibido para Alberto Fernández, que ya le pidió al exministro de Defensa Agustín Rossi que trabaje ese tema con una consigna: la cuestión militar vuelve a ser de alta prioridad para la política Argentina.
Aquí, la marca que dejó la última dictadura todavía pesa sobre la sociedad de una manera que no tiene equivalencia en otros países de la región. La marcha que hizo retroceder el fallo de la Corte Suprema que beneficiaba con una reducción de pena a los culpables de delitos de lesa humanidad es una muestra de ese límite. Pero también es cierto que los límites se desdibujan a velocidades que no hubiéramos imaginado hace pocos años. Todos los días los títulos de las noticias se encargan de recordarlo. La decisión de Mauricio Macri de no reconocer ni mucho menos condenar el derrocamiento de Morales no solamente rompe una larguísima tradición multipartidaria sino que abre la puerta de la política argentina a hipótesis que parecían desterradas desde hace mucho tiempo. El acompañamiento de esa posición por parte de bloques significativos en el Congreso manifiesta que Macri y el exiguo canciller Jorge Faurie no están solos. Al negar que haya habido un golpe de Estado admiten esas prácticas en su menú. Desde diciembre serán oposición.
El debilitamiento del consenso del Nunca Más por ahora alcanza a un espectro minoritario del arco político: además del peronismo y la izquierda, casi toda la UCR, el Partido Socialista, algunos legisladores y dirigentes del PRO y muchas fuerzas provinciales respaldaron a Morales, al igual que la CGT, los diplomáticos de carrera, los trabajadores de varios medios cuya línea editorial corre en otro sentido y amplios sectores de la sociedad civil que volcaron su apoyo a través de solicitadas y manifiestos. Pero eso no significa que el discurso negacionista no haya vuelto a instalarse en la Argentina. Sin ir más lejos, en los debates presidenciales dos candidatos de los cinco que participaron hicieron reivindicaciones abiertas de la última dictadura y un tercero, por pescar entre los votos de aquellos, acercó su discurso peligrosamente a esas orillas. A treinta y seis años de la recuperación de la democracia y mientras Argentina cursa su cuarta alternancia democrática consecutiva, el huevo de la serpiente parece estar incubando otra vez.
Acuciado por las urgencias de la sociedad argentina y una economía al borde del colapso, Alberto Fernández deberá hacer equilibrio en una situación crítica. La precariedad social de la Argentina es el caldo de cultivo ideal para estallidos sociales, espontáneos o planificados, sobre los que luego se pueden montar intentos de desestabilización. Si no reduce de forma rápida y permanente el hambre en el país, le resultará difícil oponer resistencia a cualquier ataque contra su investidura. La experiencia boliviana indica, sin embargo, que ni siquiera una brutal mejora de las condiciones de vida de la sociedad te exime de ser víctima de un golpe de Estado. Tampoco te salva adoptar las políticas que sugiere el Departamento de Estado o el FMI: el bruto ajuste que aplicó Dilma Rousseff en su segundo mandato no solamente no la salvó de ser depuesta menos de dos años más tarde sino que colaboró (junto con el lawfare) en el divorcio entre el PT y la sociedad, que luego pavimentó la llegada al poder de Bolsonaro.
No existe una vacuna ni una fórmula que sirva para prevenir los derrocamientos. Pero el gobierno entrante actuará sobre tres pilares para fortalecer el Estado de Derecho. En primer lugar, consolidar la conducción civil de las Fuerzas Armadas, reconstruyendo el entramado legal que Macri deshizo. Por caso: se repondrá el decreto de Raúl Alfonsín que le quitaba a la jefatura castrense facultades políticas sobre ascensos y traslados y que fue derogado a comienzos del último gobierno. El segundo eje pasa por reorientar la Defensa para alejarla de la agenda que se diseña en Washington. Ni el presidente electo ni el futuro ministro dudan de que Estados Unidos ha colaborado con cada uno de los episodios de interrupción de la institucionalidad en la región. Será un desafío endurecer el vínculo en este asunto sin comprometer la negociación por la deuda, pero resulta imprescindible encararlo. El tercer punto: darle a los militares un rol claro y activo en el desarrollo del país, a partir de un trabajo enfocado en la defensa de recursos naturales, el desarrollo científico y la producción.
Las mismas precauciones deberán tomarse respecto al accionar de las Fuerzas de Seguridad, protagonistas de muchas de las asonadas en los últimos años, asumiendo un rol de vanguardia represiva mientras los militares muchas veces se repliegan a tareas estratégicas. Los planes para un Consejo Federal de Seguridad siguen en marcha aunque el ánimo reformista del nuevo organismo puede haber perdido algo de impulso en el marco de las novedades regionales. En paralelo, surgió con fuerza en los últimos días la hipótesis de que el cargo más importante en esa materia quede en manos de Diego Gorgal, un hombre de vínculos muy estrechos con la DEA, la agencia de lucha contra el narco de los Estados Unidos, que muchas veces funciona como tapadera de otra agencia. Es difícil que el Presidente electo ponga una fuerza como Gendarmería, mejor pertrechada que el Ejército, bajo la zona de influencia del Departamento de Estado. No por razones ideológicas, sino más bien por todo lo contrario.
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