Por Joaquín Morales Solá
Es el comienzo de una caza de brujas, de una expedición para encontrar algunos dólares y caer sobre algunos opositores o críticos
Puede ser un capítulo más del largo relato kirchnerista. O puede ser un síntoma de la desesperación de la facción política gobernante para hacerse de algunos dólares, cuando ya ni siquiera sabe si tendrá recursos para comprar el gas que se necesitará en el invierno cercano. Sea como fuere, los seguidores de Cristina Kirchner (es decir, la propia vicepresidenta) están horadando el secreto bancario y el secreto fiscal, cuya vigencia es un requisito básico para que el país reciba inversiones genuinas. El kirchnerismo ha demostrado que el problema del país que imagina no es que cuente con reglas malas o buenas. Es peor: no tiene reglas. Un mecanismo integrado por fiscales, jueces y medios periodísticos afines está usando recursos judiciales o legislativos para exponer como supuestos delincuentes a personas que tomaron decisiones con sus ahorros absolutamente legales. Es parte de la guerra perpetua del kirchnerismo con un sector de la sociedad. ¿Qué es eso, si no, la definición misma del lawfare que denuncia retóricamente el cristinismo? Más allá de todo ese camelo político, ¿qué inversor nacional o extranjero pondrá su dinero en manos de un país tan estrafalario e imprevisible?
Resulta que la propia Cristina Kirchner confesó en su momento que había cambiado ahorros en pesos por dólares porque no confiaba en la política económica de Mauricio Macri. Fue cuando la Justicia encontró cerca de cinco millones de dólares en una caja de seguridad a nombre de su hija, Florencia. Esos son dólares fugados del sistema financiero. No se necesita enviar dólares al exterior para ahorrar moneda norteamericana; solo se necesita sacar los dólares del sistema financiero. Por eso, los economistas serios no hablan de “fuga de dólares”, sino de “salida de dólares del sistema financiero”. El proyecto presentado por el bloque de senadores peronistas (con la aprobación explícita de Cristina Kirchner y del propio Alberto Fernández) es una estentórea decisión de fabricar humo. El humo suele ocultar las cosas que realmente importan. En ese proyecto se propone cobrarles un impuesto del 20 por ciento a los que hayan sacado dólares del país sin denunciarlos ante la AFIP (el impuesto subirá hasta el 35 por ciento si se demora la declaración). Es la confesión misma de la impotencia de la agencia recaudadora porque ya existen leyes para combatir la evasión impositiva. El aspecto más sorprendente de ese proyecto es que incluye al dinero producto del lavado. ¿Cómo? ¿Un simple impuesto resolverá un delito como es el lavado de dinero? ¿Y quién lavó y qué dinero lavó? ¿Acaso el dinero de la corrupción o del narcotráfico se penaría solo con el pago de un simple impuesto? Comparar los que llevaron fuera del país sus ahorros honestamente ganados y según las reglas vigentes en el país con el dinero producto de delitos es extremadamente injusto. O responde solo a la política de perseguir y castigar a sus opositores, sean estos reales o imaginarios.
No hay nada más patético que ver a políticos hablar con increíble irresponsabilidad de cifras que no se respaldan en ningún estudio serio. Los senadores hablaron de que existen 465.000 millones de dólares de argentinos en el exterior. Ningún economista serio está en condiciones de asegurar cuánta es la cantidad exacta, aunque cierta unanimidad establece que esa cifra es de entre 300.000 y 350.000 millones dólares en depósitos y bienes de argentinos que están fuera del país. Con la misma frivolidad señalaron que solo se blanquearon 65.000 millones de dólares. Error. Grave. Durante el blanqueo que rigió en el gobierno de Mauricio Macri se declararon, según la información oficial, más del 100.000 millones de dólares. Los senadores solo debían leer los diarios antes de cometer semejantes mendacidades. Muchísimos argentinos tienen sus depósitos fuera del país, además, perfectamente declarados ante la AFIP. No aciertan con el número de dólares de argentinos en el exterior, pero tampoco con el número de dólares de cuya existencia la AFIP sabe sin que nadie haya amenazado a nadie. El objetivo es muy claro: confiscar bienes de personas que cambiaron su domicilio fiscal el año previo al impuesto a la riqueza. Esa idea de Máximo Kirchner y Carlos Heller cambió en su momento las reglas del juego para demostrar que vivimos en un país sin reglas. Iban por el dinero blanqueado durante la gestión de Macri, que ya había pagado un impuesto excepcional cuando fue declarado. El aspecto más repudiable moralmente de ese proyecto senatorial es el que convoca a la delación con la promesa de que los delatores serán premiados con el 30 por ciento de lo que se recaude por la denuncia de cada uno. Es el comienzo de una caza de brujas, de una expedición de pesca para encontrar algunos dólares y caer sobre algunos opositores o críticos. La delación del otro, del vecino, del amigo o del cliente, es la herramienta más vieja del autoritarismo.
Como si fuera poco, en los últimos días trascendió una supuesta lista de personas que enviaron sus ahorros fuera del país luego de que Macri firmara su acuerdo con el Fondo Monetario. La operación era perfectamente legal y lo sigue siendo ahora, en tanto el que saca dólares del país no se los pida al Banco Central. Si alguien, por ejemplo, vende su propiedad en dólares puede sacarlos del país. Lo que no puede hacer es llevarle pesos al Banco Central para cambiarlos por dólares y depositarlos en el exterior. La lista surgió a partir de un reclamo de la jueza María Eugenia Capuchetti al Banco Central, que respondía a su vez a un pedido del fiscal cercano al kirchnerismo Franco Picardi, para que la autoridad monetaria le enviara la nómina de argentinos que depositaron dólares en el extranjero después del acuerdo de Macri con el Fondo. Ese acuerdo de Macri se convirtió en una denuncia penal que hizo formalmente el procurador general del Tesoro, Carlos Zannini, por orden del gobierno nacional (y por gusto propio, sin duda). La jueza Capuchetti debe saber que está hurgando en una causa vacía, porque es, buena o mala, una decisión política no justiciable. Si firmar un acuerdo con el Fondo Monetario fuera un delito penal, deberían responder ante la Justicia desde Raúl Alfonsín hasta Alberto Fernández, pasando por el mismo Néstor Kirchner. Más humo donde hay ya tanto humareda. La lista que trascendió incluye a varios jueces y fiscales importantes del país. La filtración tiene un aspecto más grave aún: ni la jueza Capuchetti ni el fiscal Picardi habían podido acceder al informe del Banco Central. “Yo no conozco ese informe”, aseguró la jueza. La magistrada no pudo acceder nunca al informe por computación que le envió la autoridad monetaria. Llamó, incluso, a técnicos del Banco Central, que fueron hasta el juzgado de Capuchetti y concluyeron que los sistema de computación del Banco Central y del juzgado no eran compatibles. Capuchetti dejó constancia escrita de todos estos avatares y, al final, formuló una denuncia penal por la filtración de una información extremadamente confidencial. La denuncia cayó en el despacho del juez Sebastián Casanello. En los tribunales se sospecha, sin pruebas todavía, de que la lista (difundida por medios adeptos al kirchnerismo) salió de las manos y de la cabeza de Zannini, que como querellante tiene acceso a todos los movimientos del expediente. Los cierto es que los amigos del kirchnerismo, de Cristina Kirchner y de Zannini no figuran en la lista que se filtró.
La misma jueza Capuchetti ordenó, también por pedido de Picardi, investigar las llamadas telefónicas del exasesor de Macri Fabián “Pepín” Rodríguez Simón. Lo hizo en una causa por presunta presión de la supuesta “mesa judicial” del expresidente de Juntos por el Cambio a la entonces procuradora general (jefa de los fiscales) Alejandra Gils Carbó, de ostensible cercanía con el kirchnerismo, para que dejara el cargo. El teléfono de Rodríguez Simón ya fue investigado y hurgado por orden de otra jueza, María Servini, en una denuncia de Cristóbal López y Fabián de Sousa también por presunta presión para que estos vendieran su canal C5N durante el gobierno de Macri. El teléfono de Rodríguez Simón es ya lo menos secreto de la política argentina, porque también el resultado de la pesquisa de Servini se filtró en medios kirchneristas. La privacidad de las conversaciones ha dejado de ser un derecho en el país de los Kirchner. Uno de los objetivos de trajinar ese teléfono es descalificar al juez de la Corte Suprema Carlos Rosenkrantz, porque este es amigo de Rodríguez Simón desde hace 30 años. En todas los informes de la oficina de escuchas telefónicas, que teóricamente depende de la Corte, aparece el nombre de Rosenkrantz. Sea como fuere, resulta extraño, para llamarlo de alguna manera, que López y De Sousa se hayan convertido en denunciantes cuando son ellos los que se quedaron con dinero del Estado, que recaudaban cuando vendían naftas. Durante los dos últimos años de gobierno kirchnerista, López y De Sousa se convirtieron en hombres inocentes y la AFIP les dio un generoso plan de pagos para que regularicen su deuda. La “justicia tributaria” de la que hablan los senadores peronistas en aquel proyecto estrambótico debería empezar por casa.
Un Gobierno que intenta quebrar el secreto bancario y fiscal, y que no duda en divulgar acciones y conversaciones privadas de ciudadanos, no está en condiciones de plantear un debate sobre regulaciones al contenido de las redes sociales. Las palabras del secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Beliz, anticipando ese debate, son francamente peligrosas para la libertad de expresión en la Argentina. Llama la atención que haya sido Beliz quien sembró la preocupación, el más moderado de los funcionarios albertistas y él mismo víctima en su tiempo de una injusta persecución. La respuesta a la oposición de la vocera presidencial, Gabriela Cerruti, quien señaló que se tratará de adoptar mecanismos para reprimir la divulgación del “odio y la ansiedad” en la sociedad, se presta para cualquier interpretación. Con ese argumento se persigue y se castiga en muchos países gobernados por el autoritarismo. No hay un proyecto de ley, sino la convocatoria a un debate, aclaró el Gobierno. El solo hecho de que la libre expresión de las ideas en las redes sociales esté en discusión entre los que tienen el poder es ya un hecho grave. Uno más, pero no menor, entre tanto humo sin fuego.
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