El fallo contra Cristina Kirchner no solo expone la manipulación judicial del gobierno, sino que también refleja su creciente autoritarismo. En su intento de consolidar un modelo económico regresivo, Milei avanza sobre derechos constitucionales, mientras la oposición, atrapada en luchas internas, no logra frenar un proceso de empobrecimiento político y social que afecta al país.
Por. Edgardo Mocca
El juez de la corte suprema Juan Carlos Maqueda adelantó que la ratificación definitiva del fallo contra la ex presidenta Cristina Kirchner llevará todavía un tiempo importante: deberán ser considerados por el tribunal, en ese lapso, los argumentos de la defensa y será el propio tribunal supremo el que decida la suerte del proceso. La rápida aclaración del cortesano no es una innovación especial para el caso, pero tiende a poner en orden los tiempos: la prohibición de la actividad política de la ex presidenta no tiene actualmente vigencia jurídica alguna y llegará -seguramente- cuando la ciudadanía se haya expedido sobre las decisiones de Cristina acerca de su futuro político. ¿Qué posibilidad existe a favor de la revocación de la condena? La experiencia dice que la respuesta no está en los códigos de derecho sino en la política. Los mismos que aplauden un fallo vergonzoso, carente de todo sustento probatorio y precedido por una intensa campaña periodística a favor de la proscripción empiezan ahora el operativo dirigido a incentivar la promoción “social” de la condena. Todo indica que la saga que empezó con el derrocamiento de Perón en 1955 y duró hasta su regreso al centro de la escena política dieciocho años después se repetirá, aunque no pueda asegurarse cuál será su lugar en la historia. Por lo pronto hay que olvidarse de que la ruta iniciada por Cristina a partir de su decisión de encabezar el Consejo Superior del Partido Justicialista sea frustrada desde los estrados judiciales.
En estos días el país político está recorrido por enormes tensiones. La principal fuente de ese estado de cosas es la interpretación que desde las cercanías presidenciales, y desde el propio Milei, comienza a establecerse sobre el tiempo político actual: el presidente actúa como si la deseada proscripción ya fuese una realidad, como si rigiera la arbitrariedad absoluta propia de los tiempos del derrocamiento de Perón. Así es como cree el presidente que la disposición sobre los derechos -en este caso, jubilatorios- de Cristina están “a tiro” de un decreto presidencial. No es otra cosa que un poder de facto disfrazado de legalidad constitucional. En la práctica funciona como una interpretación de la Constitución Nacional que dice que es el gobierno de turno el que tiene el derecho exclusivo de ejercerla. Puede pensarse que el avance sobre la legalidad democrática se puso en acción desde el comienzo mismo de la experiencia de gobierno de la ultraderecha en nuestro país. La insólita detención de numerosos manifestantes en las acciones de protesta en contra de las decisiones económicas y sociales hace unos pocos meses fue el primer aviso de algo que hoy, con la decisión arbitraria sobre los derechos jubilatorios de Cristina toma una forma cada vez más definida: la de poner la decisión presidencial por encima de cualquiera de los derechos consagrados por la Constitución. ¿Qué otra cosa puede inferirse de los hechos inmediatamente posteriores al fallo contra la ex presidenta?
Naturalmente, el giro autoritario del gobierno de Milei viene acompañado por su obsesión en demostrar que la Argentina ya salió de su situación crítica y ya ha emprendido el camino de su recuperación. Para cualquiera que quiera formarse un juicio sobre el estado real de la economía nacional queda claro que se trata de una manipulación extrema por parte del gobierno. Y de una manipulación imposible de hacer perdurable en el tiempo. Milei necesita un clima de recuperación económica para sostener autoridad política en tiempos de extraordinario retroceso social. Y el sueño de esa “recuperación” tiene que venir de la mano de un endurecimiento contra la protesta social y una intensa presión sobre la propia base política del gobierno. Como no podía ser de otro modo, Macri duda sobre su apoyo a este artificial “cambio de clima”.
La pregunta principal, en este contexto, es la que atañe a la principal fuerza de oposición, es decir al peronismo y sus aliados. Contra lo que parecía indicar el termómetro del humor político en ese cuadrante, no ha habido grandes deserciones en su interior: cada ley o decisión importante del gobierno está inmersa ha suscitado un debate parlamentario tenso, incómodo para el gobierno, obligado como está a las concesiones, que hubieran parecido innecesarias en sus tiempos inaugurales. Sin embargo, de modo bastante sorpresivo, el peronismo ha agregado a este incierto panorama una fuerte tensión interior, concentrada en lo que podría llamarse su base más sólida de sustentación. De modo muy sugestivo, las maneras más visibles y públicas de esa tensión vienen desde su principal fortaleza política territorial: la provincia de Buenos Aires. Las luchas internas son parte constitutiva -necesaria- de la política. Pero la que se viene desarrollando hoy se caracteriza más por la chicana -y a veces por la provocación- que por la claridad de la diferencia política. Nadie explica claramente cuáles son los puntos de la diferencia, pero ésta se exhibe de modo entusiasta en los momentos y las formas menos convenientes. La referencia -grave en sí misma- de la “traición” de unos u otros no es acompañada de ninguna referencia política concreta, lo que incrementa la confusión y produce estados de ánimo exactamente contrarios a lo que serían necesarios.
En ese contexto, la recuperación de institucionalidad en el interior del peronismo, con la rehabilitación del Consejo Superior del PJ tiene que vérselas con declaraciones de una y otra de las partes de este extraño litigio tan duras con el adversario interno como completamente alejada del centro de gravedad social y político que vive nuestro pueblo. Si esta inexplicada contienda no encuentra carriles necesarios de conversación y aclaración puede ponerse en riesgo la estructura de acciones coordinadas que vienen desarrollándose en el Congreso y en la calle. Sería el caso de lo que se llama “narcisismo de las pequeñas dirigentes”, tan apto para ocupar espacio periodístico-político como vacío a la hora de acumular recursos políticos de poder.
Lo real es que, si el diálogo no se abre y se desarrolla, los prejuicios no serán de tal o cual dirigente, de tal o cual sector, sino de la fuerza en su conjunto con el consiguiente debilitamiento de la posibilidad de dar batalla a este proceso de envilecimiento político y empobrecimiento del país en todas sus dimensiones en el que estamos inmersos.
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