Un equipo de periodistas investigó la red de microtráfico que creció en los barrios más vulnerables de Córdoba y el rol que juegan los adolescentes y los jóvenes -“los perros”- en estas estructuras criminales. Es una realidad muy parecida a la que atraviesan algunos barrios de Santa Fe, que están cooptados por el narcotráfico.
“Meto ‘caño’ desde los 17. Crecí viendo a gente que robaba y si vos robás te metés en la droga, porque es lo mismo. Como ellos mandaban en el barrio, de chico decías ‘voy a ser como ellos para que me respeten’”.
Germán pudo haber terminado el secundario, vender pollos, hacer un terciario. Pudo haber tenido una relación cotidiana con la madre de sus dos hijos, conocer a su padre.
Pero no hizo nada de eso. “Mete caño” desde los 17. Conoce cada rincón de los correccionales de menores. Participó en ajustes y se cagó a piñas para ganar respeto. Vive “calzado”, tiene una colección de armas. Te vende la droga que quieras y tiene tres que trabajan para él.
Su casa es una vivienda descascarada en un barrio de la ciudad de Córdoba ubicado a cinco minutos en auto desde el centro, donde, en la vereda, un grupo de cuatro o cinco chicos fuma porros y hace chistes. Rondan, a ver qué les tiran. Germán es transa, apenas uno de los múltiples actores de las economías del microtráfico de drogas o narcomenudeo -que es el más visible en las calles de Córdoba-, con organizaciones familiares o con esquemas y estructuras no muy complejas.
Los jóvenes suelen ocupar puestos de menor relevancia en el sistema: dan aviso de movimientos extraños en el territorio, trasladan mercancías, a veces venden. Si son mujeres y tienen hijos, es más habitual verlas en los puntos de ventas o “quioscos”, como se los denomina. Los jóvenes muchas veces tienen vínculos inestables con estas estructuras, van y vienen, las usan para complementar ingresos o para financiarse el consumo de estupefacientes. En la jerga se los conoce como “perros”.
Sólo en casos de microtráfico, las estadísticas de la Justicia provincial muestran que el 40,10 por ciento de los imputados tienen entre 26 y 40 años; y el 27,5 por ciento tienen menos de 25. En 2011, antes de que en Córdoba la Justicia Federal cediera a la provincial la investigación de microtráfico, el 16 por ciento de los condenados en uno de los dos tribunales orales federales tenía menos de 26 años.
Son las últimas estadísticas oficiales disponibles que se hayan difundido y muestran que los adolescentes y jóvenes no suelen ser detectados por el sistema judicial en proporción a su participación.
En la Justicia explican la situación con este razonamiento: o bien en las organizaciones familiares los adultos asumen las responsabilidades para dejarlos a salvo de las condenas y mantener el emprendimiento familiar; o bien porque como no suelen dedicarse a la venta, sino a roles complementarios (vigilar, custodiar) no aparecen bajo la lupa de investigaciones centradas en los “quioscos” de venta.
Aunque no trabajen para los transas, muchos jóvenes comparten lazos familiares o conexiones con estas economías paralelas que introducen sus propias reglas de convivencia, bajo la aceptación directa o indirecta de la Policía y del Estado, según comenta una decena de fuentes especializadas consultadas para este trabajo.
El mapa narco
El barrio de Germán es uno de los 23 de Córdoba con calles controladas por las redes de tráfico y microtráfico de drogas para que no se interrumpa el negocio, según el Observatorio de Seguridad Ciudadana. Esto quiere decir que hay un alto nivel de tráfico de drogas, con pocos y pequeños dealers, pero organizados, con un control del espacio público y de la violencia para que la actividad se reproduzca sin problemas.
Hay otros 40 sectores que tienen negocios narcos en transición o aún desorganizados. El año pasado, de los 84 homicidios ocurridos en la ciudad, 68 se produjeron en alguno de estos 60 barrios, donde la droga parece actuar como un “permisor delictivo”, un desinhibidor de las soluciones violentas a los conflictos, según entiende Alejandra Monteoliva, la directora del Observatorio y ex ministra de Seguridad de la provincia.
Se intentó contactar al actual secretario de Seguridad provincial, Matías Pueyrredón, para incorporar su visión y cotejar con sus datos, pero no hubo éxito.
El miembro de una asociación civil que trabajaba en uno de estos barrios desde hace 20 años organizando talleres y apoyo escolar pinta el panorama: “Hay marihuana, pero en especial cocaína.
Muchos pibes empiezan vendiendo y eso les reditúa más que cualquier trabajo. Hay madres que admiten que no pueden darles nada mejor a sus hijos, es una práctica que se tolera. Casi siempre son chicos que ven cómo la economía familiar se mueve alrededor de la droga: vende el padre, vende el hermano...”.
El profesional, que habla bajo condición del anonimato por una simple razón de supervivencia, tiene una relación cotidiana con los chicos: “Los narcos van comprando casas contiguas para hacer cocinas, se comunican por los patios traseros. Muchos chicos empiezan en esos lugares armando los paquetitos. Les pagan con droga, para que a su vez ellos la vendan”.
En los barrio, siempre hay una relación tirante con los que tienen los puntos de venta. Dentro del complejo Esperanza, el predio donde funcionan los antes llamados correccionales de Córdoba, Carlos (17), con 26 causas y desde el bando de los choros, describe: “Los transas están cada dos casas: un transa acá y dos casas más allá, otro transa. Un poquito al frente, otro transa. Los transas calzan a los perros: los perros están todos con fierros, esperando la acción. Los perros, la mayoría, son menores, 17, 18 años. Andan ‘prestados’ en la gilada”.
El consumo
El consumo está presente entre los protagonistas del mundo narco. En hospitales, en la Justicia, en especialistas en adicciones, predomina el consenso de que los jóvenes se pasan a trabajar en estas economías porque consumen y necesitan asegurarse la provisión. Otras fuentes vinculadas a la asistencia de los jóvenes cuestionan esa mirada y señalan que, en realidad, hay que tener en cuenta que las motivaciones pueden ser múltiples como obtener recursos, integrarse a grupos, ganarse respeto.
Más allá de los matices, el consumo es un factor de peso en este sistema y hasta hay datos que muestran que incluso son un problema para las familias que están en el negocio. A Marcelo Fenoll, uno de los fiscales del fuero Antidroga provincial, hay una imagen que lo quiebra: “Resulta desgarrador volver a casa después de un allanamiento en un lugar donde en la misma mesa en la que se estaba fraccionando droga había niños haciendo las tareas escolares”.
Las estadísticas del Hospital de Niños de Córdoba señalan que hay un grupo etario de 8 a 15 años que ha probado alguna sustancia ilícita, una vez al menos. En los primeros cinco meses de 2014, los casos positivos ya superaban a todos los de 2013.
Gabriel Martín, secretario de Niñez y Familia de Córdoba, que tiene bajo su órbita el complejo Esperanza, describe la situación: “Lo que vemos como fenómeno es que ha bajado la edad en que los chicos cometen actos delictivos graves, con uso de armas de fuego. Hay una relación más clara entre el delito grave y el consumo de alguna sustancia o la posibilidad de acceder a algún tipo de circuito de comercialización de drogas en organizaciones de narcomenudeo”.
Economías paralelas
“No podés venir acá a vender de un día para el otro. Somos 6 o 7 que hacemos lo mismo. Pasa que yo desde chico ya estoy en este ambiente. Tengo antecedentes: no me van a meter el pecho si saben que les voy a retrucar peor. Si sos cualquiera, olvidate”. Lo dice Germán, el transa que arrancó de adolescente en el negocio.
En los territorios de la actividad narco hay un código propio. “Cambiaron las reglas del barrio. Y eso cambia las formas en las que uno puede acercarse a los chicos”, se lamenta Lucrecia González sobre su experiencia en el territorio desde la militancia política de Barrios de Pie.
En esas economías, en esos juegos con reglas propias, ya sea por una acción deliberada o por omisión, se crea la zona liberada para que funcione el sistema, con complicidad o aceptación pasiva de las fuerzas de seguridad.
Las familias de los narcos conocidos son intocables: todos las conocen, pero nadie se mete. Son, además, grandes sostenes de las economías hogareñas y no hay nadie que no les deba un favor: plata para un remedio, juguetes para los chicos, camisetas para el equipo de fútbol... Uno de ellos es famoso porque en su cumpleaños corta la calle e instala grupos de cuarteto para la fiesta. Todo el barrio está invitado. Se come, se toma, se fuma.
En barrio Müller, el padre Mariano tiene un taller de herrería para construir una alternativa a la inclusión económica que ofrecen los narcos. Así describe el contexto en el que crecen los jóvenes: “El narcotráfico ha ido ocupando un espacio muy fuerte. Los narcos grandes buscan a uno para que venda, a otro para que guarde, otro que cuida la cuadra (“tero”)... y a la gente que no pueden captar le van haciendo favores para captarla: le pagan la fiestita de 15 a la chica, les instalan un bañito. Pasó de ser simplemente un mercado a ser una red social”.
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