Por Ernesto Tenembaum.
Cuando un corrupto es condenado, muchos militantes y funcionarios, que no robaron, lo defienden. De esa manera, la mancha se extiende.
A principios del 2012, Amado Boudou era un hombre muy poderoso, a punto tal que muchos kirchneristas creían que sería el sucesor de Cristina Kirchner. Boudou había sido el acompañante de la fórmula que, encabezada por Cristina, había obtenido el 54 por ciento de los votos apenas unas semanas atrás. Su partido tenía una mayoría muy holgada en ambas cámaras y entre los gobernadores provinciales.
Además, era un personaje muy popular. Se movía en motos de alta cilindrada, tocaba guitarra y cantaba con algunas estrellas del rock, aparecía en las revistas del corazón besándose con su joven novia, y se movía como pez en el agua entre los principales empresarios del país, especialmente entre los del sector bancario. Un rockstar con poder.
En ese momento, una mujer sola y angustiada, llamada Laura Muñoz, se animó a denunciarlo. Era la ex esposa de Alejandro Vandenbroele, hasta ese día un total desconocido. Muñoz contó que Vanderbroele era el testaferro de Boudou en distintos negocios que se tramitaban a través de una empresa llamada The Old Fund. Entre esos negocios, figuraban el cobro de mucho dinero por consultorías que no se realizaban, la impresión de las boletas de la fórmula Kirchner-Boudou y, finalmente, la compra de la empresa Ciccone Calcográfica. The Old Fund era una empresa sin estructura que, apenas inscripta, empezó a recibir millones a través de negocios vinculados al Gobierno de entonces.
A partir de ese momento, la vida de Laura Muñoz se transformó en un infierno: era una pelea de nadie contra el poder. El agresivo aparato de medios que respondía al gobierno de entonces la trató con un machismo despiadado: estaba loca y despechada, decían. El Poder Judicial mendocino se empezó a mover para separarla de sus hijos. Era constantemente amenazada, seguida en la calle. Eran amenazados también sus amigos personales y los padres de los amiguitos de sus hijos. Las personas que sostienen que Boudou es un perseguido político o denuncian con razón el accionar de los servicios de inteligencia después del 2015, deberían tomarse unos minutos para escuchar lo que Muñoz tiene para contar sobre todo lo que le ocurrió desde que denunció al poderoso Boudou, que no es el mismo de ahora.
El poder impresionante del entonces vicepresidente se manifestó semanas después de la denuncia, cuando el juez Daniel Rafecas decidió allanar su domicilio. Boudou convocó a una conferencia de prensa que, en realidad, fue un discurso bravucón y patotero, en el que despotricó contra Rafecas y contra el procurador general de la Nación, Esteban Righi, que había sido designado por Nestor Kirchner, no por las corporaciones mediáticas. Ese discurso tuvo respaldo, a punto tal que fue Righi, y no Boudou, el que debió renunciar a las pocas horas: el mundo al revés. No era un perseguido. Era un intocable. Ningún dirigente del oficialismo, ministro, senador, diputado o lo que sea, habló para decir lo obvio: que eso estaba mal.
La decisión que tomó la Corte el jueves pasado es el final de aquella historia que arrancó en el 2012. Boudou fue condenado luego de un largo debate judicial que atravesó distintos períodos políticos: en todos ellos, todos los funcionarios que revisaron el caso, concluyeron que merecía ser procesado o condenado. Eso sucedió en primera instancia, en la Cámara Federal, en el Tribunal Oral, en la Cámara de Casación y, finalmente, todo fue convalidado por los ministros de la Corte, cuando, por unanimidad, resolvieron rechazar los recursos presentados por los abogados del reo. Ninguno de los fiscales que lo acusaron o los jueces que lo procesaron o condenaron fue sometido a juicio político por alguna irregularidad.
En medio del largo debate sobre la conducta de Boudou, opinó mucha gente. Uno de los más categóricos fue el actual presidente Alberto Fernández: “Su desconocimiento sobre la persona de Alejandro Vandenbroele quedó desbaratado en el mismo momento en que se descubrió que era la misma persona que pagaba todos los servicios de su departamento en Puerto Madero. La distancia que tomó respecto de The Old Fund desapareció cuando se descubrió que ese mismo fondo pagó viajes de placer a sus parientes más cercanos.
Hasta el administrador federal de impuestos lo desmintió haciendo pública una misiva firmada por el mismo Boudou en su condición de ministro de Economía en la que le solicitaba flexibilidad en el cobro de una deuda impositiva de Ciccone. Tan solo el sinnúmero de mentiras con las que pretendió defenderse bastaría para poner en crisis la honorabilidad del vicepresidente (…) Ya es imposible aceptar que todo lo que hoy se conoce sea tan solo el resultado de un impresionante accionar mediático”.
El viernes, después de la sentencia definitiva, Boudou acusó al presidente de la Corte de haber sido “empleado” de varias corporaciones. Se refería a Carlos Rosenkrantz quien, en realidad, fue abogado de algunas de las empresas más poderosas del país. Si Rosenkrantz se hubiera abstenido de votar, la condena a Boudou también estaría firme: habría perdido 4 a 0. Días antes de la confirmación de su condena, murió Jorge Brito, el dueño del banco más poderoso de la Argentina. Boudou fue uno de los políticos más cariñosos al despedirse de él. No todas las corporaciones le irritan de la misma manera.
El proceso a Boudou fue manchado por la detención que sufrió el acusado en otra causa, cuando no estaba condenado, y por la difusión de su foto esposado, en pijama, que nunca debió haber ocurrido y que contó con la complicidad de funcionarios del gobierno de Mauricio Macri y la celebración de muchos periodistas. Los procedimientos utilizados por algunos jueces durante esos años transformaron a algunos corruptos en víctimas, pero no en inocentes. En este caso, el fondo de la cuestión fue dirimido una y otra vez en un largo periplo en el que Boudou tuvo todas las garantías. En una sociedad golpeada por la impunidad, este juicio, y el que se sigue por la tragedia de Once, han adquirido rasgos realmente trascendentes.
Sin embargo, el Gobierno reaccionó con incomodidad. El presidente Alberto Fernández podría haber dicho: “Cualquiera que lea lo que yo escribí sobre el tema, recordará que siempre creí que Boudou era culpable. Hay miembros de mi coalición que se enojan cuando digo esto. Pensamos distinto, y esa es nuestra riqueza. Pero sé que entenderán, a la larga, la importancia de que en un país quien las haga las pague, y que los militantes honestos no tienen por qué cargar con el peso de quienes no lo son”.
Hubiera sido la postura de un hombre coherente, decidido a establecer un antes y un después en algunos temas. Pero ese es el presidente que podría haber sido, o en todo caso el que podría ser, no el que es. Su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, cuestionó en cambio a la Corte Suprema, y distintos funcionarios, entre ellos el gobernador Axel Kicillof, agitaron la coartada del lawfare. Desde La Cámpora hasta Eduardo Valdés repitieron la queja. Otra vez el mundo al revés. En un caso, tenía razón Boudou y no Righi. Ahora, tiene razón Boudou y no la Corte. ¿No hay uno solo que se atreva a dar el debate?
Esa respuesta revela dos problemas que enfrenta el kirchnerismo. Uno de ellos es práctico: si Boudou fue condenado, si la causa de los cuadernos fue respaldada esta misma semana por otro tribunal, ¿cómo siguen los procesos por corrupción contra los funcionarios de Cristina Kirchner, incluida ella misma? El Gobierno no le encuentra salida a ese laberinto porque la Justicia, por una vez, se comporta sin obedecer linealmente a los cambios políticos. Fernández prometió no indultar a nadie. Y el kirchnerismo le reclama una solución imposible. La tensión irá creciendo desde dentro del Frente de Todos.
El segundo tema es más profundo: ¿qué opina el kirchnerismo de la corrupción? En un texto publicado cuando estaba en el llano, Alberto Fernández utilizó el caso Boudou para explicar la manera en que la corrupción dañó a los movimientos progresistas en América Latina. Sin embargo, cuando un corrupto es condenado, muchos militantes y funcionarios, que no robaron, lo defienden. Prima la solidaridad con “el compañero Amado”. De esa manera, la mancha se extiende.
En cualquier caso, Boudou está condenado.
No es el primero.
No será el último.
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