Por Ernesto Tenembaum
El lunes pasado, luego de tres horas de reunión en la casa de Cristina Kirchner, Alberto Fernández debió enfrentar a un grupo de periodistas de distintos medios, que estaban ansiosos por novedades. Con el tono de quien intentaba ser cordial, se disculpó: “No hay mucho que contarles. Somos dos buenos amigos y no nos veíamos hace dos semanas. Solo eso ocurrió. Lamento que estén acá a estas horas. Pero no soy yo, son sus medios”. Es posible que solo haya sido una reunión de amigos que se necesitaban solo ponerse al día. Pero desde esa cumbre, muchas cosas cambiaron. Tantas, que obliga a pensar que -tal vez, quién dice, vaya uno a saber- la descripción que hizo el presidente electo sea una buena síntesis que deja afuera algunos detalles relevantes.
Entre esos detalles se destaca el encumbramiento de Máximo Kirchner como presidente del bloque de diputados del PJ. Esa decisión entrega a dos personas del mismo apellido -Kirchner- el control casi total del Poder Legislativo, pero no solo eso. Máximo es el jefe de una organización que ha cosechado rechazos evidentes en la última elección. En muchos lugares donde impulsó candidatos propios -La Plata, Mendoza, Lanús, Quilmes, Mar del Plata-, sus números quedaron dos dígitos por debajo de las lista que integraban. Donde el kirchnerismo duro fue solo, perdió. En cambio, donde se presentaban gobernadores más moderados, el PJ ganó.
Si Alberto Fernández dijo que el suyo sería el gobierno de los gobernadores peronistas, que ellos eran sus principales aliados, ¿dónde está eso representado en la distribución de poder de las Cámaras? ¿En qué lugar destacado están los hombres de Sergio Uñac, Gustavo Bordet, José Manzur o de Omar Perotti? ¿De qué manera es contemplada la opinión del presidente electo en estos temas?
El segundo detalle es la designación de Carlos Zannini como procurador del Tesoro. Zannini fue, y probablemente aun lo sea, un hombre que estuvo en las antípodas de Fernández: el conflicto, por momentos, adquirió ribetes personales. Un duro del kirchnerismo, Zannini fue el que manejó la Corte adicta cuando Néstor Kirchner gobernaba Santa Cruz y fue el designado para vigilar a Daniel Scioli desde la vicepresidencia, si es que llegaba al poder. Tal vez hayan cambiado mucho las cosas, pero una mirada retrospectiva concluirá rápidamente en que el futuro presidente no tendrá ninguna injerencia en la procuración del Tesoro, y que eso no será justamente porque en el organismo fue designado un dirigente insospechable de parcialidad.
Tal vez sea un exceso de suspicacia, pero muchas personas, poco a poco, se preguntarán si no funcionará allí una filial del Ministerio de la Venganza, una idea contra la que Alberto se expidió varias veces.
El tercer detalle es menor y parece salvado. Pero justo al día siguiente de aquella reunión, voceros del presidente electo difundieron en los medios que Alberto pretendía recibir la banda y el bastón en el Congreso de la Nación y no en la Casa Rosada. Esa pavada es irrelevante para el presidente electo pero no para su vicepresidente quien, en los últimos cuatro años, se refirió al papelón del 10 de diciembre del 2015 de manera obsesiva, una y otra vez. “Quisiera ver cómo van a hacer ahora....”, provocó en un acto en La Matanza el pasado mes de septiembre.
La comedia de enredos se resolvió, al parecer, con la decisión del Presidente actual de conceder los deseos del entrante: ¿realmente sería muy importante para Alberto el lugar de la ceremonia? ¿o fue otra -una más y van...- de las gestiones que debió emprender para calmar a su compañera?
En los días posteriores a la reunión empezaron a correr también fuertes rumores de que las personas designadas para conducir la economía del país no serían finalmente las encargadas de hacerlo. Es un tema de una sensibilidad extrema. Por diversas razones, la economía argentina camina por el borde de la cornisa. Se supone que el 10 de diciembre, el nuevo presidente designará a un hombre de confianza en ese área, quien dispondrá de un equipo articulado de gran nivel con un plan muy pensado desde que el 11 de agosto se supo quien sería el presidente electo. En las horas posteriores a la reunión entre Alberto y Cristina todo eso se pareció más bien a un castillo de naipes. Nadie sabe exactamente cual será su rol. Para colmo, desde el Instituto Patria le echaban la culpa de las versiones a Sergio Massa, a quien atribuían irritación por haber sido excluido del encuentro entre Cristina y Alberto, en el que curiosamente sí participó el hijo de la ex Presidenta. De nuevo: ¿quién decide la lista de asistentes a las reuniones cumbres?
Mauricio Macri y Alberto Fernández durante la reunión en Casa Rosada para hablar sobre la transición.
El lugar elegido para la reunión es otro motivo de curiosidad. Quizás tenga su lógica que el presidente electo haga todos los esfuerzos para evitar herir la susceptibilidad de quien lo designó en el cargo. Si Cristina cita a su domicilio, sería generar un conflicto plantarse. Pero, ¿qué decir de la actitud de Cristina? Una dirigente de su nivel sabe que su rol de anfitriona desmerece la autoridad del presidente electo. Al obligarlo a él a moverse, le niega uno de los atributos presidenciales y genera todo tipo de suspicacias en la prensa y en la estructura política. ¿Manda él o manda ella? ¿Por qué razón no se reúnen en la oficina del Presidente? ¿No sería un gesto de grandeza por parte de Cristina investirlo a Alberto Fernández del mayor poder posible? ¿Por qué no lo hace dado el evidente efecto que genera? ¿Cómo se explica que estuviera Máximo allí y no Santiago Cafiero, el jefe de Gabinete designado por Alberto?
Hay más datos. Alberto Fernández debería ser quien designe a su gabinete. Ningún jefe político cede esa prerrogativa porque, de otro modo, ministros con una fuente de poder que no sea él mismo pueden resistir sus órdenes, o solo proceder cuando reciben la conformidad desde otro lado. Sin embargo, en las cercanías de Cristina explican que fueron ellos quienes vetaron a Martín Redrado y a Florencio Randazzo, al primero porque ofreció testimonio en la causa de dólar futuro y al segundo porque le atribuyen una alianza espuria con Mauricio Macri. Las anécdotas de la noche del triunfo, cuando Cristina impidió a los gobernadores que subieran al escenario son cada vez más conocidas, y tristes.
Estas tensiones son naturales en cualquier proyecto político y, especialmente, en uno en el cual hay un desnivel de poder evidente entre la política más poderosa del país y el hombre que debe ejercer la Presidencia. Pueden ser bien manejadas o no. La tradición argentina registra muchos conflictos en la cúspide del poder que debilitaron seriamente a diversos proyectos políticos: Menem vs Duhalde, Duhalde vs Kirchner, Cristina vs Moyano, De la Rua vs Chacho Álvarez. Cada vez que la familia Kirchner le cedió el poder a alguien que no llevara su apellido, las cosas no salieron bien. Los ex gobernadores de Santa Cruz, Sergio Acevedo y Daniel Peralta pueden atestiguarlo: nunca tuvieron poder real, y sufrieron un permanente esmerilamiento.
Máximo Kirchner será el presidente del bloque de diputados del PJ
¿Se repetirá otra vez esta constante?
Gran parte del desenlace dependerá de la ex Presidenta. Hasta la elección de Fernández, Cristina fue una gran hacedora de derrotas. Una Cristina sectaria se sacó de encima a todo aquel que discutiera algo de su liderazgo, incluido a Alberto Fernández. Eso fue un factor fundamental en las derrotas del 2009, 2013, 2015 y 2017. En mayo de este año, Cristina finalmente registró ese límite: si quería ganar debía sumar a casi todos aquellos a los que había considerado traidores. Eligió a un candidato de trayectoria moderada, aceptó que ese candidato hiciera críticas a su gobierno en la primera fase de la campaña, y permitió la unidad con los gobernadores que la resistían. Fue su mejor gestión como líder política. Con aquel sectarismo, perdía. Con esta flexibilidad, ganó. Pero cada uno es quien es y, a medida que se acerca el 10 de diciembre, parece estar cada vez más claro que el recorrido de la ex Presidente será, como mínimo, ambiguo e impredecible.
¿De verdad intentará reflotar el proyecto del “vamos por todo”, llevándose por encima a su propio candidato y pese a los pésimos resultados que obtuvo? ¿O le dará aire a su mejor creación y entenderá, finalmente, los costos de la rigidez y la ambición desmedida?
En ese dilema, que contiene un evidente trasfondo psicológico, se juega gran parte del destino del Gobierno que arranca en apenas 15 días.
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