Por Joaquín Morales SoláEl país vivirá un tiempo sin experiencia previa. Un gobierno kirchnerista haciendo y deshaciendo a su leal saber y entender. Sin una conducción concentrada y omnipresente.
El paréntesis abierto en su agenda política la sorprendió, además, con cruciales conflictos irresueltos. Uno de ellos es la resolución de la Corte Suprema de Justicia sobre la ley de medios. Presionar a esos jueces fue lo último que hizo Cristina antes de caer enferma. El viernes 4 de este mes habló por teléfono con un miembro de la Corte por la ley de medios y al día siguiente, el sábado, debió permanecer varias horas en la Fundación Favaloro. La Presidenta aspiraba -y aspira- a dos cosas: que el pronunciamiento del máximo tribunal de justicia se firme antes de las elecciones del próximo 27 y que, desde ya, sea favorable a las posiciones de su gobierno.
El primer pedido parece descartado. Después de la reunión de ayer del tribunal, el siguiente encuentro de los jueces para dictar sentencias será el próximo martes, apenas cinco días antes de las elecciones. La Corte había decidido mucho antes pasar esa resolución para después de los comicios con la intención de no intervenir indirectamente en los resultados de las elecciones. Esta decisión vaciló en los últimos días después de que dos de sus miembros, Enrique Petracchi y Eugenio Zaffaroni, promovieron un cambio radical de aquella posición. Sostenían que la resolución de la ley de medios debía salir antes de las elecciones.
El criterio de ayer de la mayoría fue confirmar su postergación hasta después del 27, pero no mucho después. El tribunal se pronunciaría entre el 5 y el 12 de noviembre. El contenido que tendrá esa resolución es un misterio. Funcionarios de la Corte aseguran que los votos de Petracchi y Zaffaroni confirmarán la constitucionalidad de la ley de medios. Pero son sólo dos. Faltan cinco votos. Los restantes jueces estarían elaborando sus respectivas posiciones en estos días. Es imposible, por lo tanto, pronosticar qué mayoría prevalecerá sobre la cuestión política más sensible que tiene la Corte en estos momentos.
No es el único problema del que la Presidenta deberá estar ausente. El primer desafío que tendrá que enfrentar es el cambio fundamental de su rutina. Olivos es casa y oficina para Cristina. Su residencia de descanso está muy lejos, en El Calafate, pero también tiene prohibido viajar en avión hasta una nueva indicación médica, cuya fecha probable no se precisó. Los médicos le aconsejaron que evite el estrés durante los próximos 30 días. Pero ¿cómo hacerlo cuando faltan apenas 13 días para las elecciones que marcarán los dos años finales de su mandato? ¿Cómo, cuando su equipo económico se divide entre halcones y palomas, entre los que promueven una relación distinta con el mundo y los que insisten en la vieja receta del aislacionismo?
El problema de la Presidenta es que, salvo su papel en el Gobierno, que está por encima de todo y de todos, abajo la línea de mando es horizontal. No hay un jefe claro. Nadie reconoce a nadie como un jefe. ¿Podrá Cristina preservarse lejos de los ministros, de la política y de los diarios por primera vez en 25 años de carrera en el poder? ¿Qué sucederá con su gobierno durante el intervalo que le impuso la enfermedad? ¿Se tomarán decisiones o todos los problemas se postergarán hasta su regreso? ¿Qué precio pagaría por esas postergaciones, si éstas ocurrieran?
Lo único comprobable es que ella estará ausente de la escena pública entre 30 y 45 días. No se escucharán discursos de Cristina. Los médicos le indicaron que durante ese período no podrá mojarse la cabeza, hasta que las heridas de la piel y del cráneo estén totalmente cicatrizadas. La propia Presidenta aceptó siempre que ella es una mujer muy cuidadosa de su apariencia. Entre la lectura de expedientes, informes y diarios, gasta varias horas por día en acicalar su imagen personal. Es probable que la enfermedad la haya cambiado en muchas cosas, menos en la necesidad de cuidar su figura pública.
En ese contexto de tantas limitaciones físicas, la campaña electoral se le complicó, en la Capital y en la provincia de Buenos Aires, por obra y gracia de otro de sus jóvenes dirigentes. El video que mostró a Juan Cabandié matoneando a una humilde agente de tránsito de Lomas de Zamora fue seguramente subido a la Red por un avezado conspirador. El hecho sucedió en mayo, pero se conoció quince días antes de las elecciones. El conflicto del oficialismo es que ni siquiera pudo explicarlo. Sobre un hecho real caben todas las instigaciones posibles. "Le hicieron una cama, pero cada uno elige la cama en la que se acuesta", razonaba ayer un dirigente del oficialismo.
El escándalo complicó las posibilidades de Daniel Filmus para conseguir la reelección como senador en la Capital, que ya estaba en seria discusión, y colocó a la defensiva a Martín Insaurralde, jefe político del municipio donde sucedió el atropello. No en vano los dos, Filmus e Insaurralde, gastaron las últimas horas en reprender públicamente a Cabandié, en pedir disculpas y en alejarse del caso.
Cabandié forma parte de una dirigencia kirchnerista, mayormente agrupada en La Cámpora, que hace política al revés. La soberbia en lugar de la seducción. La agresión donde debe haber amabilidad, aunque sea forzada. Cabandié no es el único. A Mariano Recalde lo grabaron despotricando contra senadores y diputados nacionales. A Andrés "Cuervo" Larroque lo filmaron cuando matoneaba a un periodista del canal oficialista, Juan Miceli. Digan lo que digan, lo cierto es que la agente de tránsito de Lomas de Zamora, Belén Mosquera, y Juan Miceli se quedaron sin trabajo poco después de que la vida los enfrentó con los jóvenes camporistas.
Esa generación de políticos es una obra personal de Cristina Kirchner. Es también, vistas ahora las cosas con cierta perspectiva, su error. Les dio a esos jóvenes el poder y el dinero sin exigirles ningún esfuerzo. Sin pedirles una periódica rendición de cuentas sobre sus gestiones. Contra la experiencia que indica que la política es un camino de constantes obstáculos, esos dirigentes crecieron a la sombra del poder. No fue Diana Conti la única que creyó en una Cristina eterna. También confiaron en su inmortalidad política los camporistas beneficiados del poder transferido. Y la propia Cristina, que no les enseñó que la política es la contracara de la arrogancia y la prepotencia..
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