Cuando el cardenal de Buenos Aires salió al balcón de la Plaza San Pedro, el 13 de marzo de 2013, en su primera aparición como papa Francisco, pocos podían imaginar que tomaría el rumbo que finalmente trazó.
Un buen ejemplo fue la respuesta que el cardenal hondureño Oscar Rodríguez Maradiaga, el coordinador del C-8 –el grupo internacional de cardenales nombrado por Francisco para que lo asesore en el gobierno de la Iglesia– dio al periódico alemán Koelner StadtAnzelger cuando le preguntaron acerca de algunas definiciones del cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), el alemán Gerhard Ludwig Müller. Este arzobispo, que también fue nombrado por Bergoglio, había clausurado prácticamente la discusión sobre un eventual acceso a los sacramentos para los católicos divorciados y vueltos a casar. Rodríguez Maradiaga dijo: “Creo que lo entiendo. Es un alemán, hay que decirlo, es sobre todo un profesor de teología alemán, en su mentalidad sólo existe lo verdadero y lo falso. Pero yo digo: mi hermano, el mundo no es así, tú deberías ser un poco más flexible cuando escuchas otras voces. Y no sólo escuchar y decir no”.
Esta es, sin duda, también la perspectiva de Bergoglio. Francisco sostiene que en el ejercicio del gobierno hay que equilibrar “la ternura” con “la audacia”. Algunos traducen: comprender y acoger, pero sin conceder. El Papa –como también lo demostró en la Argentina– sabe ejercer el poder y cuando cree que ha llegado el momento lo hace sin hacer concesiones y sin que le tiemble la mano. Mientras tanto, mantiene la disposición al diálogo, aunque este intercambio siempre se da en las condiciones y con las circunstancias que él mismo impone. Es y ha sido siempre su estilo, que tampoco ha sufrido cambios ahora.
Rodríguez Maradiaga representa, de manera precisa, el espíritu que Bergoglio le quiere dar a su pontificado. Por eso fue elegido por Francisco para coordinar el C-8. “¿Quién soy yo para juzgar?”, dijo el Papa hablando con los periodistas en el vuelo que lo llevaba de regreso a Roma tras su baño de multitudes en Río de Janeiro. Pero esa frase fue pronunciada en el marco de una conversación en la que Francisco ya había ratificado la doctrina católica respecto del aborto, la homosexualidad y la negativa del acceso de las mujeres al sacerdocio ministerial.
“Soy pecador” suele decir antes de pedir que “recen por mí”.
El cambio
La “música” tiene que ver con una actitud que, junto a la austeridad en su vida privada y pública, intenta dejar de lado la pompa pero también la soberbia que muchos eclesiásticos –también antecesores en el pontificado– han ejercido considerándose a sí mismos como los únicos poseedores de la verdad y, en consecuencia, en condiciones de establecer reglas universales para propios y extraños. Hay quienes señalan un quiebre entre Francisco y el cardenal Bergoglio que los argentinos conocieron al frente del arzobispado porteño. Dicen que aquí Bergoglio era mucho más irreductible de lo que ahora es en el ejercicio del pontificado. También que ya no se aprecia el gesto adusto que tenía en Buenos Aires, y el mismo repite que está feliz como Papa, y se lo ve hasta suelto y distendido en el ejercicio de su función.
Nadie podría decir que Bergoglio es un revolucionario. Por el contrario: en términos doctrinales es claramente un conservador. Pero puede afirmarse en cambio, sin temor a errar, que es un hombre inteligente, estratega y estadista, sensible a lo que la sociedad le está demandando a la Iglesia y capaz de generar gestos que lo aproximen, a él y a la institución, al sentir popular.
Una año no suele ser demasiado para el ejercicio de un pontificado y para lo que significa una Iglesia que representa a aproximadamente mil millones de católicos (la mayor colectividad religiosa del mundo seguida por los musulmanes), pero que al margen de ello ejerce un poder real y simbólico de primer nivel en el escenario mundial.
Sin embargo, en este tiempo se han dado algunos pasos que resultan indicativos de lo que puede venir en los próximos años.
En primer lugar queda claro que Bergoglio quiere cambiar la imagen de la Iglesia, sacarla de las sacristías y ponerla a dialogar con la sociedad. Es consciente de que mirándose a sí misma y sin diálogo con la sociedad, si no atiende a la agenda que los actores sociales van marcando, el catolicismo seguirá perdiendo fieles en todo el mundo. Este fue el planteo que Bergoglio sostuvo con éxito en el encuentro latinoamericano de obispos en Aparecida (Brasil), en 2007.
En su reciente documento, Evangelii Gaudium, el Papa aseguró que prefiere “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades”. Antes había dicho, en más de una ocasión, que quiere una “Iglesia pobre y para los pobres”. Y por el mismo motivo les pidió a los obispos que se “acerquen a las ovejas” para que sean “pastores con olor a ovejas antes que príncipes”. Bergoglio ha dicho también refiriéndose a los obispos que “la Iglesia no necesita apologistas de las propias causas ni cruzados de las propias batallas, sino sembradores humildes y confiados de la verdad que saben que cada vez les es nuevamente confiada y que se fían de su potencia... Hombres pacientes porque saben que la cizaña no será nunca tanta como para llenar el campo”.
De la misma manera, Francisco entiende que antes que esperar que los pobres vayan hacia la Iglesia es la institución la que tiene que salir al encuentro de los pobres. El mismo pretendió dar el ejemplo: su primer viaje fue a la isla de Lampedusa, para encontrarse con los inmigrantes ilegales que intentan ingresar a Europa.
La resistencia
Mientras la popularidad de Francisco crece en la sociedad y su prestigio es reconocido por católicos y dirigentes políticos de todo el mundo, también aumenta la resistencia del “núcleo duro” y conservador de la curia romana. La Fraternidad San Pío X, que reúne a los ultratradicionalistas seguidores de Marcel Lefevbre, lo acusa de “destruir” la Iglesia. Los curiales, mayoritariamente italianos, que hasta hace poco hacían y deshacían en el Vaticano, aceptan que están perdiendo la batalla, pero están muy lejos de resignarse a la derrota. Saben que no es el momento y que no pueden contraatacar con Bergoglio en pleno ascenso de popularidad y ejercicio del poder. Pero están al acecho en espera de cualquier traspié u oportunidad que se presente.
Francisco también lo sabe y hace todo lo posible por recortar el poder de estos grupos, incluso generando reformas que se traduzcan en instancias institucionales que trasciendan su propio mandato. Hábil en el juego político, Bergoglio se dio “un baño de masas” en su visita a Brasil el año anterior. Tan consciente es de la importancia que tuvo su participación en las jornadas cariocas que hasta se dio el lujo de bromear con el nuevo cardenal de Río, Oraní Tempesta, a quien le dijo hace pocos días en Roma: “brasileños ladrones... me robaron el corazón”.
En Brasil, en forma presencial pero también virtualmente en otras partes del mundo con su discurso y sus gestos, Bergoglio se fortaleció en popularidad con la base eclesial y social, y de esta manera acrecentó sus posibilidades de ganar la batalla con los más conservadores en las propias filas.
Los progresistas, incluidos algunos teólogos de la liberación, están entre desconcertados y deslumbrados con el Papa. Varios son los que a la vista de los antecedentes de Bergoglio-obispo no terminan de confiar en Francisco-papa. Otros, como el brasileño Leonardo Boff –quien dejó su sacerdocio a raíz de la persecución de Ratzinger a causa de su Teología de la Liberación– están sencillamente encandilados con Francisco. A quien quiera oírlo, Boff le asegura que con Francisco se inició una “nueva era” en la Iglesia. Y el Papa, que no deja de producir gestos, se entrevistó personalmente con el otro gran teólogo latinoamericano de la liberación, el peruano Gustavo Gutiérrez.
Mientras tanto, Francisco se sigue reconociendo “pecador” y pide que recen por él. Y uno de sus intérpretes, Rodríguez Maradiaga, dice que “se puede criticar al Papa, pero con amor. Como quien critica a su madre o a su padre”.
En lo que lleva al frente de la Iglesia Católica, Francisco ha logrado construir, con sus gestos y su modo de vida austera, una forma de magisterio. Hay quienes lo alaban por esto y quienes lo acusan de sobreactuar. De la misma manera que mientras unos destacan la “valentía” y la “audacia” de su actuación como Papa, otros no dejan de recordar las acusaciones que sobre él pesan en relación con la desaparición de los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Yorio, y sus posturas políticas y eclesiales en la Argentina reciente, algunas de las cuales entrarían en franco conflicto con las posiciones dialoguistas, abiertas y comprensivas del ahora Pontífice.
Más de uno se ha preguntado: ¿qué diría el cardenal Bergoglio del papa Francisco?
Podría decirse que esto recién empieza. Seguramente queda mucho por verse en la gestión de Francisco.
Pero a la hora de arriesgar pronósticos se puede aventurar:
- que en su proceso de reforma de la Iglesia el papa Francisco podría llegar a convocar a un Concilio (una asamblea de los obispos de todo el mundo) de características similares al Vaticano II, celebrado en la segunda mitad del siglo pasado;
- que no sería de extrañar que, siguiendo el ejemplo de Benedicto XVI, Bergoglio renuncie al papado cuando considere que su misión está cumplida o que no tiene las energías suficientes para continuar con la tarea;
- que, en el caso de que esto último ocurra, su lugar de retiro será en la Argentina, a la que regresará con su pasaporte nacional en la mano para llamarse a silencio y alejarse del Vaticano.
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