Por: Ernesto Tenembaum. Recurrir a insultos es uno de los rasgos dominantes de la personalidad del candidato libertario. Sin embargo, no es el primero que revolea carpetazos para impugnar disidentes. Es hijo de la cultura política que tanto repudia.
El miércoles pasado, apenas regresado de los Estados Unidos, Javier Milei volvió a la campaña. Trató de delincuentes a todos los empleados del Banco Central; de terrorista, montonera y pone bombas a Patricia Bullrich; de cobardes, corruptos y pequeña cosa a los doscientos economistas que advirtieron sobre los riesgos de la dolarización, a los que ya horas antes había calificado como fracasados. Semejante derroche de adjetivos calificativos fue coronado por la noche cuando, mirando a cámara, y sin ninguna ironía, remató: “Desde que yo me dedico a la política ya no insulto a nadie”.
Ese episodio -Milei insultando en lugares- ya es parte del paisaje. Uno de los rasgos dominantes de la personalidad de Milei es ese: el insulto. Cuando alguien dice algo que no le gusta, inmediatamente pasa a la categoría de zurdo, zurdo de mierda, ensobrado, casta, parásito, cucaracha o alguna de las tantas variantes o combinaciones. O sea que, si llega a ser elegido Presidente, habrá que convivir con ese agradable detalle. Para colmo, cada vez que alguien se lo señale, dirá que él nunca insulta, que en todo caso él es el insultado y el ofendido y, por si todo esto no bastara, que los demás son más agresivos que él.
-¿Cómo es? ¿Si Hebe de Bonafini dice que hay que matar al Papa no hay ningún problema pero si yo digo algo mucho menos grave sí? ¿A los propios se les tolera todo y a nosotros nada?
Quienes se espantan -y tienen serios argumentos para sentirse espantados- ante la alta probabilidad de que Milei llegue al poder, critican su estilo autoritario. Calificar de cucaracha, burra o comunista de mierda a otra persona no es, exactamente, algo que distinga a un ser humano sino todo lo contrario. Pero lo incómodo, lo verdaderamente incómodo del asunto, es que hay un punto en el que el insultador serial tiene razón. Cuando Milei dice que sus insultos no son más graves que los de otros es algo bastante cierto. Como en tantas otras cosas, y quien no quiera verlo está en todo su derecho, Milei es hijo de la cultura política que tanto repudia. Hijo no reconocido, tal vez. Hijo que odia a sus padres, quizás. Pero hijo al fin. Y, quien dice, el producto más refinado de una familia ciertamente disfuncional.
Para entender esto ayuda mucho la palabra montonera. La respuesta de Bullrich a la acusación es muy sólida. Ella fue de la Juventud Peronista, dice. En un momento, creyó en la revolución como tantos otros. Pero fue, hace 50 años. Desde entonces, como Pepe Mujica o Dilma Rouseff, reflexionó sobre el tema y llegó a la conclusión de que los problemas se resuelven por vía democrática.
Movilización por el desafuero de CFK (Nicolás Stulberg)
Es inobjetable salvo por un detalle. Durante la última década y media la persona más acusada de haber sido montonera no fue ella. Fue Cristina Kirchner. Bullrich no participó de ese disparate. Pero sí un enorme sector social y político que la rodea. Insultar a Kirchner, durante 15 años, fue un deporte al que periodistas y políticos se dedicaron alegremente y con más desenfado a medida que ella perdía poder.
Pero la historia no termina ahí. Antes de eso, fue Kirchner, durante su gobierno, quien estimuló que se revoleara el mote de cómplice de la dictadura a cualquier disidente. La apoteosis de esa escalada se produjo en los juicios públicos contra periodistas, las escupidas contra figuras del espectáculo y la acusación injusta sobre el robo de sus hijos a los desaparecidos contra Ernestina Herrera de Noble y todos los que trabajaran para ella. Milei, entonces, no es el primero que revolea carpetazos sobre un incierto pasado lejano para impugnar disidentes.
Con sus virtudes y defectos, Cristina Kirchner y Patricia Bullrich son dirigentes muy destacadas de la democracia argentina. Desde hace una década y media se maltratan sin piedad. Seguro que cada una de ellas cree que tiene razón y ambas que no tienen nada que ver con Milei. Pero también es posible que otras personas vean solo una diferencia marginal entre el estilo Milei y lo que han vivido como un rasgo habitual de la democracia argentina: gente que se dedica a lastimarse.
Escrache a periodistas en Plaza de Mayo
Entonces, tiene su lógica que cuando Milei acusa de cualquier cosa a cualquiera todo pase como una mancha más, en un cuerpo social anestesiado por tantos estímulos similares. Lo mismo ocurre ante sus vínculos con un personaje como Luis Barrionuevo. ¿Está mal? Pero, ¿no era el amigo de Wado de Pedro hasta hace 10 minutos? ¿Dónde habrá aprendido tan bien el recién llegado a disociar entre relato y realidad?
En el caso de Milei, su fuente de inspiración no se agota en la cultura política de sus adversarios . También abreva en el mundo de las redes sociales, donde el insulto es impune y suele ser un camino fácil a la popularidad. Allí y de esa manera es donde se hizo fuerte. Los jóvenes libertarios lo confiesan divertidos: lo que garpa en ese universo virtual es insultar políticos y, sobre todo, periodistas. No basta con ser simpático, carismático o locoide. Hay que ser además muy malo.
Esa lógica le permitió conseguir el milagro de salir primero en una elección casi sin fiscales, ni locales partidarios, sin alianzas y con poco dinero. El mundo virtual le ganó por primera vez a la política real. Veremos si eso alcanza en el caso de que le toque gobernar.
Claro, para seguir siendo quien es será dependiente de esa patología de origen. No podrá parar de insultar. Si las cosas son como suelen ser, tarde o temprano eso jugará como un búmeran. Son las reglas. Pero falta mucho para eso. Por ahora, puede seguir argumentando que la diferencia entre un loco y un genio radica en la cantidad de votos de ambos: esas tonteras que alguna gente dice en el ratito en el que se siente bendecida por los dioses del Olimpo.
Esta semana, la principal editorial de The Economist arrancó con esta descripción:
“Un fantasma recorre Europa: el fantasma de una creciente extrema derecha. Alternativa por Alemania se ha transformado en el segundo partido más popular. Su éxito está polarizando a la política local y parece que va a triunfar en las próximas elecciones estatales en el Este. En Polonia, el partido oficialista Ley y Justicia lidera las encuestas para la elección de octubre, y gira aún más a la derecha ante el surgimiento de un nuevo partido, Confederación. Marine Le Pen puede ganar las elecciones francesas en 2027. Si lo logra, Francia será el segundo gran país de Europa en ser gobernado por la extrema derecha, después de Italia, donde Giorgia Meloni y sus Hermanos de Italia tomaron el poder el año pasado”.
No se trata de fenómenos pasajeros, por raros y disruptivos que parezcan.
Esto recién empieza.
Mejor armarse de paciencia.
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