Por Eduardo Van der KooyTrece años después de ocurrido, en apariencia, la Argentina se anotició de la existencia de un complot.
Consideraciones aparte sobre el fallo del Tribunal Oral Federal 3, podría convenirse una cosa: la denuncia del ex presidente de la Alianza se ajusta al clima de época, donde el espíritu destituyente o los intentos de desestabilización suelen dominar el relato kirchnerista. Un relato que, con frecuencia, dice una cosa por otra. Ahora mismo se advierte con la crisis energética y la cantidad de gente desamparada y sin luz.
De la Rúa reveló además una cuestión desconocida. Que la conspiración contra su Gobierno se inició, precisamente, con aquella denuncia sobre los supuestos sobornos. Es decir, poco más de un año antes de la derrota en las legislativas de octubre del 2001, en las que cosechó un magro 24% de los votos, y 14 meses antes de su renuncia. La sombra de la sospecha envolvía hasta ahora sólo los meses de noviembre y diciembre de ese año, cuando el peronismo impuso en la línea sucesoria a Ramón Puerta como Presidente Provisional del Senado. El ex presidente vinculó la salida quebradiza del vicepresidente Carlos Alvarez con presiones macabras del FMI para empezar a debilitarlo. Una compaginación digna de este ciclo kirchnerista.
En la exposición del ex presidente de la Alianza se pudieron comprobar omisiones. Alvarez se fue no bien comenzó a trascender con firmeza el episodio. La calidad de su decisión podría colocarse bajo juicio pero no el momento en que se produjo. La denuncia cobró vigor cuando Hugo Moyano, el líder de los camioneros, contó haber asistido a una cena en la cual el entonces ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, habría aludido a los sobornos. Por ese entuerto, se terminó quitando la vida en el 2008 de un tiro la entonces segunda máxima autoridad del Senado, José Genoud. El dirigente radical estaba procesado por las supuestas coimas.
Demasiadas cuestiones de volumen como para que todo el escándalo haya sido simplemente un invento, como sostuvo el veredicto del Tribunal. Es factible que las pruebas para una condena no estén y que el trámite de la investigación haya sido irregular y desprolijo. Pero la construcción de la idea del invento y del boicot pareciera estar apoyada sobre columnas flameantes.
El fallo, o al menos la difusión de su resumen, mostró entre varias dos cosas llamativas. El lenguaje utilizado por los tres jueces para descalificar, de punta a punta, lo investigado hasta el presente. La determinación de llevar a investigación a una parte de los que fueron, en su tiempo, denunciantes. El caso más significativo sería el del juez Daniel Rafecas, comprometido en el Consejo de la Magistratura a raíz del caso Ciccone que complica a Amado Boudou. En esa difícil situación de Rafecas por la investigación sobre Ciccone, no parece neutra la postura del radicalismo. Rafecas es también el magistrado que sustancia la causa por enriquecimiento ilícito contra el general César Milani.
Los jueces, más allá de sus válidos motivos jurídicos, no podrían estar ignorando el mensaje político implícito de su reciente veredicto. No asomaría cuestionable la absolución como sí la decisión de ordenar una persecución judicial a los denunciantes.
El fallo no alumbró sobre el planeta Marte. Cayó en la Argentina donde, a partir del desfonde del denominado modelo económico, ha comenzado a permear con firmeza sobre la administración de Cristina el problema de la corrupción.
Sobresalen los casos de Boudou, del empresario Lázaro Báez y de Ricardo Jaime.
En simultáneo, se advertiría una parálisis en la tarea de los fiscales, debido a dos razones. El amedrentamiento público que ejerce sobre ellos la procuradora general, Alejandra Gils Carbó y el montaje de fiscalías ad hoc que resultan funcionales sólo a los intereses coyunturales del Gobierno.
La corrupción no es un problema nuevo del sistema político argentino. Su recrudecimiento se produjo durante la dictadura aunque no paró de escalar con la reconquista democrática. Pareció atenuarse en tiempos de Raúl Alfonsín, pero se multiplicó durante el noventismo de Carlos Menem y la década del matrimonio Kirchner. Tampoco se trata de una endemia que afecta únicamente a nuestro país. Sobrevuela la región y, en general, el mundo. La cuestión radica en las respuestas que brindan los poderes políticos para intentar combatirla. Cristina Fernández se inclinó por la sujeción del Poder Judicial y por endilgar a propósitos destituyentes de la oposición y del periodismo no adicto cualquier referencia a la corrupción. En Uruguay, el ministro de Economía, Fernando Lorenzo, renunció al ser llamado a declarar por la quiebra de la aerolínea estatal Pluna. En Brasil, está detenido y condenado a 10 años José Dirceu, el ex jefe de Gabinete civil de Lula, por el pago de sobornos a la oposición para la aprobación parlamentaria de leyes clave. Aquel lugar que dejó vacante en su momento Dirceu fue ocupado por Dilma Rousseff, ahora presidente brasileña.
De la Rúa y Cristina parecieran converger, según sus puntos de vista, en una misma estación.
Las dificultades nunca surgirían de errores, impotencias o irregularidades propias sino de endemoniados confabuladores. La pretensión del ex presidente de explicar su derrumbe a través de un complot desnudaría tal obstinación. El caso del supuesto pago de coimas en el Senado ni siquiera, tal vez, mancharía su reputación individual. Habrá que reconocer que el ex presidente de la Alianza enfrentó el escándalo sin refugiarse en los fueros –como acostumbra a hacer la mayoría apremiada– ni saliendo del país. Pero el fracaso y la caída de su Gobierno se alimentó de gravísimos equívocos que fueron incubando el terremoto. Se podrían repasar tres razones, entre muchas, de orden estructural. La unión de la UCR y el Frepaso se produjo sólo por necesidad electoral acicateada por una mayoría de la sociedad hastiada del menemismo. Esa coalición hizo un pésimo diagnóstico de la situación económica local, heredada de Menem, y también de la internacional. De la Rúa nunca se atrevió a plantear la salida progresiva e imprescindible de la convertibidad para afrontar la crisis. Prefirió dejarse seducir por lo que indicaban las encuestas. Tampoco mostró temple en las horas aciagas ni supo ejercer la conducción del radicalismo, que terminó por dejarlo solo.
E l cristinismo ahora le echa la culpa a la ola excepcional de calor por los cortes de energía que no han ocurrido sólo en Capital y Buenos Aires. Y remite a situaciones similares en EE.UU. y Canadá, aunque por una tormenta polar. Nadie niega la excepcionalidad del clima tórrido: pero antes del 2007 el Gobierno empezó a recibir advertencias – que siempre soslayó– sobre el déficit de la matriz energética. El abastecimiento de energía se fue encareciendo a raíz de la necesidad importadora, pero las tarifas casi ni se movieron. La Presidenta autorizó luego de la victoria del 2011 una reducción en los subsidios de las tarifas que insumen $ 130.000 millones. Quedó trunco debido al temor por el impacto social.
Axel Kicillof, el ministro de Economía, y Jorge Capitanich, el jefe de Gabinete, retomaron esa idea luego de la derrota en las legislativas. Pero los desórdenes policiales y sociales volvieron a paralizarlos.
El Gobierno amenaza ahora cederle las concesiones de las empresas distribuidoras a Mauricio Macri y Daniel Scioli. Además, insinúa la posibilidad de una estatización. En Edenor hay cinco directores que representan al Estado que, aseguran, tienen dependencia política de Kicillof. En Edesur hay uno solo. ¿Puede ese Estado administrar un servicio que no sabe fiscalizar? ¿Por qué motivo nunca controló las inversiones que, aduce, no se produjeron y llevan a esta encrucijada?
Cristina no dijo una palabra sobre la crisis energética y el padecimiento de los usuarios. Contrastó ese silencio y esa distancia con las apariciones de Macri, Sergio Massa y Elisa Carrió. Su libreto fue recitado por Capitanich. Regresó con la monserga de que la seguridad es una responsabilidad de cada provincia; culpó a las empresas eléctricas por los cortes de luz; aseguró que no hay motivos económicos que justifiquen la inflación, salvo jugadas especulativas y una pobre conducta social. Todo increíble. La Presidenta barrunta que la acumulación de problemas desde que sufrió su enfermedad obedecería al propósito de interferirle el tránsito normal hacia el 2015.
Merodea inmutable el fantasma del complot.
Ese temor explicaría su apuesta por Milani al frente del Ejército. Por sospechas mucho menores a las que empañan al general por su comportamiento en la dictadura, centenares de militares fueron en estos años postergados o retirados de sus fuerzas. Milani es, por otra parte, especialista en inteligencia. Desde hace tiempo arrima información privilegiada al Gobierno. Datos sobre periodistas, empresarios y políticos opositores.
Casi el eje del mal.
El jefe del Ejército haría lo que habría dejado de hacer la SIE: ese organismo se bifurcó en varias cabezas desde que la Argentina firmó el pacto oscuro con Irán por el atentado en la AMIA.
Todo aquel largo derrotero aleja cada vez más los hechos del relato y franquea el paso de la cruda realidad.
Comentá la nota