Editorial
Como la norma que pretende favorecer a los artistas fue elaborada mal y muy rápido en busca de rédito político, acarreará más trastornos que beneficios
Para alimentar una de sus habituales y kilométricas cadenas nacionales, la Presidenta anunció la ley del actor en medio de aplausos fervorosos y lágrimas emocionadas de conocidas figuras del espectáculo. El trámite legislativo fue rápido y por unánime consenso del oficialismo y de la oposición. El texto ya fue sancionado y sólo falta promulgarlo y reglamentarlo.
No hay duda de que la intención es loable porque pretende resolver un tema que hasta hoy sigue siendo una asignatura pendiente: quienes durante tantos años nos han hecho reír, emocionar y reflexionar desde un escenario, un programa de TV, una película o un radioteatro merecen, como el resto de los trabajadores, una cobertura social a la hora de jubilarse. En eso nadie podría estar en desacuerdo. El tema es cómo hacerlo para que una medida que busca implementar un derecho básico no afecte los derechos de otros sectores involucrados en la actividad artística e, incluso, paradójicamente, no termine perjudicando a los propios trabajadores de ese sector a quienes debería beneficiar.
Es que se quiere establecer una relación de dependencia que no es tal, ya que el trabajo artístico es atípico y claramente temporal, sin continuidad. De ahora en más, el empresario del ramo deberá pagar una carga social del 27/28 por ciento sobre el cachet abonado a cada actor, bailarín y hasta al director de las obras, films o programas que encaren. Producciones más modestas a las que apenas les cerraban los números para llegar al gran público no tendrán más razón de ser con este nuevo y gravoso costo que se agrega. Producciones ambiciosas, con grandes elencos, como los musicales, buscarán recortar sus elencos para acotar la presión de este nuevo tributo. El resultado, pues, será contrario al buscado: habrá menos fuentes de trabajo para los actores.
Como el Gobierno sólo pretende en éste, como en tantos otros temas, obtener resultados cortoplacistas, demagógicos, rendidores y político-partidarios que alimenten las encendidas proclamas presidenciales, sin cuidar en lo más mínimo los efectos no queridos de esos anuncios apurados, ahora son más sombras que luces las que se ciernen sobre la actividad laboral de los intérpretes.
Una vez más, el kirchnerismo actuó en soledad conforme a su propio capricho sin haber tenido en cuenta antes las voces de quienes más saben en la materia para poder llegar a resultados más racionales y fructíferos.
Empresarios teatrales, televisivos y cinematográficos analizan ahora mismo sacar el pie del acelerador de sus respectivas producciones para repensarlas y, en el mejor de los casos, producir menos, con elencos más pequeños y con contratos de menor duración, para cubrirse de eventuales quebrantos de una actividad de por sí muy riesgosa, en la que suelen abundar los fracasos, en tanto que los éxitos son extremadamente contados.
Concretamente, si un productor lograra, en caso de irle bien, una utilidad del 10 por ciento -porcentaje que iguala a la ley del autor, se vería en figurillas para afrontar la nueva carga que se le quiere imponer por una simple ecuación: aproximadamente el costo artístico se lleva entre un 30 y un 35 por ciento de los ingresos. Sólo en este rubro, le consumiría más del 60 por ciento de la posible utilidad, en el caso de que la hubiese.
Pero hay todavía más inconvenientes: ¿por qué tomar como un simple asalariado a una primerísima figura como lo son Susana Giménez, Enrique Pinti o Guillermo Francella, socios de hecho del empresario teatral, ya que no cobran una suma fija, sino un porcentaje de la taquilla? Algunos actores, incluso con muchísima menos notoriedad que los mencionados, toman decisiones sobre la cantidad de funciones semanales, horarios, publicidad y descansos, atribuciones que ni de cerca un empleado de otro ramo estaría en condiciones de llevar adelante.
La hiperoficialista Asociación Argentina de Actores, que fogoneó esta ley tal cual ha sido sancionada, se ha cuidado muy bien de esconder y no aclarar que aun a los actores que menos ganan -en teatro, por ejemplo, el mínimo a cobrar se eleva a 16.000 pesos- se les retendrá el 20% de sus ingresos para aportar a esa nueva caja jubilatoria. O sea que para percibir dentro de un par de décadas una jubilación el actor raso tiene que saber que a partir de ahora deberá sacrificar una parte de sus ingresos actuales, algo que no todos están dispuestos a hacer.
Durante setenta años, la Asociación Argentina de Actores -cuando su cúpula directiva trabajaba ad honorem y no era rentada como ahora ni estaba tan adherida a un gobierno- bregó por otro tipo de ley de actor, donde no se equiparaba al artista con un empleado raso de un comercio o una oficina cualquiera.
Que cada 120 días de trabajo al actor se le compute un año de aportes sería un beneficio real siempre y cuando se implementara un régimen de doble vía: los artistas que cobran un porcentaje de la taquilla seguirían como hasta ahora, en tanto que ingresarían al nuevo sistema sólo aquellos que reciben un ingreso fijo.
El texto sancionado tiene muchas otras zonas grises inquietantes, como que hay quienes interpretan que habilita una inconcebible retroactividad a los últimos diez años que, de hacerse realidad, llevaría a la quiebra a la mayoría de las empresas de producción teatral y televisiva. También debe dilucidarse qué régimen tendrán de aquí en más la gran cantidad de actores que ya vienen aportando como autónomos y qué pasará con quienes ya son jubilados, pero siguen trabajando sobre los escenarios y en los estudios de filmación.
En la prédica constante por dividir y generar odios, al anunciar la ley del actor Cristina Kirchner dijo que se terminaba la era de los empresarios privados de ese rubro que se quedaban en sus bolsillos con los dineros que les correspondían a los artistas.
Es otra ofensa gratuita e injusta, ya que el propio Estado, precisamente, es quien más contrata a figuras para que animen espectáculos callejeros, actúen en los teatros oficiales y protagonicen costosas producciones que se ven por la TV Pública y el canal Encuentro, y que tampoco pagaban esa carga social, simplemente porque no existía. En el Teatro Cervantes, que depende de la Nación, se exige al actor que pretenda trabajar allí que en su contrato declare que es autónomo. Se trata, pues, de una falacia que sólo busca demonizar a quienes dan trabajo, desde el campo privado, a los artistas, liberando de las mismas obligaciones al Estado. Una de las tantas arbitrariedades a las que ya nos tiene acostumbrados el kirchnerismo desde hace más de doce años.
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