Por Eduardo van der Kooy
La salida de Capitanich y la lejanía de Boudou son parte de la nueva escena que urde Cristina para el domingo. Cuando la denuncia de Nisman cayó en Rafecas se sabía lo que podía ocurrir. El juez está muy condicionado.
Una serie de episodios, concatenados por azar, o no, permitirán a Cristina Fernández encarar el domingo su última apertura de las sesiones ordinarias del Congreso con una imagen menos mancillada. Esa imagen venía padeciendo desde la muerte del fiscal Alberto Nisman y su denuncia contra ella y el canciller Héctor Timerman por presunto encubrimiento terrorista en el atentado en la AMIA, de 1994, que dejó 85 muertos. No se trató sólo de una cuestión de imagen: el Gobierno perdió desde entonces su iniciativa y su brújula.
Dos de las cuestiones fueron resueltas por la propia Presidenta. Decidió enviar a Montevideo a Amado Boudou, para representar a la Argentina en la asunción del frenteamplista Tabaré Vázquez, que sustituirá a José Mujica. El vicepresidente no formará parte del elenco jerárquico de Cristina ni de los festejos callejeros que prepara el kirchnerismo. Un buen fregado con lavandina de la escena para un funcionario que arrastra dos procesamientos. Cuyo supuesto testaferro, Alejandro Vandenbroele, fue detenido en Mendoza por Interpol, a raíz de una solicitud de un juez uruguayo.
También Cristina apeló a otro maquillaje cuando permitió a Jorge Capitanich abandonar la Jefatura de Gabinete. El ex mandatario de Chaco se instaló todos los días detrás del atril de la Casa Rosada con el fin de construir su carrera como presidenciable. Se conformaría ahora –lo admitió ayer– con pelear en octubre la intendencia de Resistencia. Tampoco le resultará tarea sencilla. La parábola ejecutada calificaría, por si misma, su performance en el poder.
Capitanich pretendió irse antes pero Cristina nunca lo dejó. La sentencia cayó el día en que el ex jefe de Gabinete rompió en público un par de notas de “Clarín”, calificándolas de basura. La Presidenta estaba en China y estalló de ira. Entre otras razones, porque supuso que aquel gesto desorbitado del ex ministro había opacado la trascendencia de su paso por el gigante de Asia.
Aníbal Fernández supo desde ese instante que su hora cumbre estaba muy cerca. El ex alfil bonaerense de Eduardo Duhalde, luego senador y hoy fervoroso defensor K, debe estar programando una peregrinación a Luján para agradecer semejante milagro político. En el 2007, al asumir su primer mandato, Cristina quiso echarlo del Gobierno. Néstor Kirchner y el ex jefe de Gabinete, Alberto Fernández, la convencieron para que no lo hiciera. Recaló en el ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos. Vuelve ahora a la Jefatura de Gabinete donde estuvo seis meses entre 2009-2010, mientras urdió su postulación a senador para huir de los malhumores presidenciales.
Algún mérito en la aldea kirchnerista debe haber cosechado Aníbal F en los últimos años. Esa sería la mirada positiva de su ascenso. También podría observarse la misma realidad bajo otro cristal: ante un fin de ciclo, la oferta de voluntades suele encogerse mucho. En especial, en un sistema de poder tan minúsculo como el que manipula Cristina.
Veamos los otros movimientos anunciados. En reemplazo del hasta ayer Secretario de la Presidencia juró el diputado Eduardo De Pedro. Un camporista rancio, de confianza absoluta de la Presidenta y su hijo, Máximo. Lobbysta frecuente, además, en el universo judicial. La salida del ministro de Salud, Jorge Manzur, fue cubierta por su segundo, Daniel Gollán. Un integrante del grupo de intelectuales K, Carta Abierta. Casi todo dicho.
Quizás ninguna de esa novedades habría tenido relevancia si antes del domingo no hubiera ocurrido algo que ocurrió. Cristina ha dejado de estar imputada en la denuncia de Nisman por supuesto encubrimiento terrorista, luego de la resolución del juez Daniel Rafecas, que desestimó de punta a punta la presentación del fiscal muerto. Cristina podrá vivir en el Congreso su fiesta en paz, arropada tal vez por la misma cándida blancura de aquella cadena nacional en la que asomó en silla de ruedas tras de la muerte de Nisman. El día que anunció la creación de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) --que el kirchnerismo ya despachó en el Congreso– y soslayó a los familiares de la victima y a la tragedia.
Rafecas tomó, en ese aspecto, una precaución. En el fallo con el cual demolió la denuncia, le dedicó a Nisman casi media carilla de homenaje sentido. Sobrevoló también los intensos dolores del grupo familiar.
Nadie conoce si el juez tuvo en cuenta el contexto que rodeó su resolución. Sólo 13 días después que el fiscal Gerardo Pollicita formuló su imputación y apenas ocho días mas tarde de aquella imponente Marcha del Silencio que dejó mareado al Gobierno. Con un añadido. Rafecas no hizo lugar a una sola de las cerca de 50 certificaciones de prueba que había solicitado el fiscal.
En su largo escrito, por otra parte, aparece algo que llamó la atención. Menciona en el último apartado (las Notificaciones) una habilitación de la feria judicial. Esa feria concluyó el último día de enero. A Rafecas le tocó encargarse de la denuncia a partir del 2 de febrero, mientras estaba de vacaciones. Iba a continuar el descanso pero, de pronto, decidió suspenderlo.
¿Un error burocrático, como adujo a través de portavoces?. ¿Otro equivoco serio, como el que cometió cuando quiso investigar a Boudou?. ¿O un fallo, quizás, redactado por otros especialistas u otros funcionarios, durante la feria, al cual Rafecas habría rubricado con su firma? Pulularán, inevitablemente, las conjeturas.
Tal vez el magistrado haya carecido de otro margen. Aunque pudo ser mas pulcro. Se conocían sus dificultades objetivas ni bien la denuncia de Nisman aterrizó en su despacho. Rafecas se convirtió en juez de la mano del kirchnerismo. Pero habría mensurado mal la geografía que le tocaba caminar. Cuando se animó a indagar sobre Boudou fue desplazado y quedó a tiro de un posible juicio político en el Consejo de la Magistratura, donde todavía subsiste la amenaza. Le habría colocado freno, por ende, a la causa por enriquecimiento ilícito contra el jefe del Ejército, general César Milani, que también sustancia. Una viga del cristinismo. El juez sufriría otros enredos, de índole familiar, de los cuales habría sido notificado con uno de los carpetazos kirchneristas.
Resulta difícil en las 63 páginas con las cuales desestimó la denuncia de Nisman encontrar diferencias sustantivas respecto de los argumentos que esgrimió la Presidenta y el kirchnerismo para defenderse. Según el juez, los indicios y pruebas que acompañaron la denuncia del fiscal muerto “inhiben el inicio de un proceso penal”. Consideró que, al contrario, esas evidencias se contrapondrían respecto del “supuesto plan criminal denunciado”.
Rafecas pareció esmerarse en resaltar las honorables intenciones de la Presidenta cuando dispuso la firma del Memorandum de Entendimiento con Irán. Citó sus esfuerzos en los foros internacionales para tratar que fueran indagados los jerarcas iraníes inculpados por Nisman. En la misma dirección, señaló que “no existe una sola prueba, un solo indicio que conduzca a sostener la hipótesis del fiscal, ciertamente agraviante y mortificante, de que Timerman haya siquiera instigado o preparado el camino tendiente a la configuración de un encubrimiento en el atentado a la AMIA”. También desligó a los personajes menores de la historia, incluido el líder de Quebracho, Fernando Esteche.
El fallo de Rafecas quitaría, sin dudas, un obstáculo político importante en la traza final de Cristina. Parece, en cambio, lejos de cerrar la historia oculta del pacto con Irán y de la tenebrosa muerte de Nisman.
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