Por: Gustavo González. El proceso se repite inexorablemente frente a cada nuevo gobierno. Al principio, la mayoría de los actores políticos, económicos y mediáticos eligen apoyar o, por lo menos, silenciar las críticas.
Quizá lo hagan por una razonable adhesión ideológica o por genuina esperanza. Es probable que además pongan en la balanza los beneficios que podrían perder si fueran críticos desde el principio y también el miedo a ser atacados cuando los gobiernos cuentan con más poder.
Ese apoyo-miedo-complicidad-oportunismo puede durar poco (De la Rúa) o varios años, como pasó con la última dictadura.
Callar cuando se debe hablar. Acepto todas las razones, pero nunca me alcanzaron para entender por qué lo que un día está mal al siguiente se perdona y justifica.
Me lo pregunto desde que tenía 19 años y con un grupo de estudiantes de Periodismo, como Jorge Fernández Díaz y Edi Zunino, nos cuestionábamos con dolor en plena dictadura militar: ¿por qué nosotros que no teníamos ninguna estructura empresarial o política que nos apoyara? Publicábamos una revista que denunciaba la censura y las violaciones a los derechos humanos, y quienes tenían más poder y recursos se callaban.
Era 1981, no conocía a Jorge Fontevecchia ni sabía que había estado secuestrado dos años antes en un centro clandestino ni que su revista La Semana era clausurada periódicamente. Tampoco conocía la valentía de Bob Cox, James Neilson, Uki Goñi, entre otros, que en el Buenos Aires Herald se hacían eco del reclamo de los familiares de cada desaparecido. A esos periodistas del Herald muchos les deben la vida, como Fontevecchia.
Sí era lector de la revista Humor, fundada por Andrés Cascioli, y de otros medios alternativos que, al igual que el nuestro, criticaban lo que estaba pasando.
Pero eran excepciones. La norma era el silencio, el miedo y la complicidad.
Siempre tuve la sospecha de que el posterior y fervoroso sentimiento social antidictadura escondía, inconscientemente, la culpa de aquella sociedad y de sus representantes políticos, empresariales y mediáticos por lo que antes debieron decir y no dijeron.
Hubo protagonistas de aquella época que lograron reciclarse, incluso políticos y periodistas que pasaron de defender a los militares durante la dictadura a ser sus peores verdugos.
Aunque la mayoría pagó un alto costo por su vergonzoso oficialismo.
Naturalizar lo que antes se criticaba. Durante el menemismo y el kirchnerismo se repitieron mecanismos similares de protección del poder de turno. Con consecuencias parecidas.
El silenciamiento, la autocensura y la complicidad pueden otorgar ventajas individuales de corto plazo; pero a la larga terminamos perdiendo todos. Incluso los gobiernos, que creen que la “oficialitis” general responde a lo bien que hacen las cosas y no a una enfermedad social crónica.
En estos primeros meses de la gestión Milei, la historia se repite. Un día se decidió naturalizar lo que hasta el 10 de diciembre pasado eran aberraciones antirrepublicanas.
La táctica es la misma de siempre: se pone en pausa el sentido crítico frente a la nueva administración y se enfocan las crítica hacia los gobiernos pasados que ya no ostentan el poder y a los que, en algún momento, hasta se defendía con vehemencia.
Imaginen qué hubiera sucedido si un presidente anterior (Cristina, Macri, Alberto o cualquier otro) insultaba a un economista que no coincidía con el optimismo oficial. Ahora imaginen lo que hubiera ocurrido si esos insultos se repetían cotidianamente y los destinatarios eran todos los economistas que no coincidieran con el gobierno.
Recuerden lo que pasaba si uno de aquellos gobernantes o sus funcionarios atacaba a algún periodista o a aquellos que no pensaran igual. ¿Recuerdan la conmoción mediática y política que sobrevenía cuando eso acontecía? ¿O el escándalo que producía que se usara la publicidad oficial para apretar a los medios?
Mirar hacia otro lado. Imaginen cómo habría reaccionado el Congreso si el líder político de bancadas minoritaria de 7 senadores y 38 diputados hubiera llamado “nido de ratas” al Parlamento. Y, ante cada ley que no le gustara, calificara de corruptos a los legisladores. O qué habría hecho ese Congreso si descubría que un grupo de diputados iba a la cárcel a solidarizarse con militares presos por crímenes de lesa humanidad.
¿Se acuerdan las horas de televisión y la cantidad de notas que se consumieron porque Alberto Fernández no cumplía con el fallo de la Corte que obligaba a devolverle un porcentaje de la coparticipación a la Ciudad de Buenos Aires? ¿O lo que pasaba cuando Néstor y Cristina Kirchner atacaban con nombre y apellido a algún empresario o banquero?
¿Qué habría pasado si alguno de los gobiernos anteriores hubiera enviado subrepticiamente oro del Banco Central a Londres por el equivalente a US$ 2 mil millones?
Piensen el estupor que se generaría si una de las tres personas más influyentes de un gobierno amenazara a través de una cuenta de X (que se sabe que es suya y que él nunca negó) tanto a opositores como a oficialistas díscolos, mostrando armas y usando información reservada de cada uno de ellos. O publicando una foto de un libro que no le gustó apuñalado con un cuchillo. Siendo esa misma persona la que controla los servicios de Inteligencia y sus fondos reservados.
Ni hablar del festín mediático y político que rodearía a un jefe de Estado que proclamara que quiere destruir al Estado, que ve comunistas hasta en la sopa, que celebra a los que evaden impuestos y a los monopolios; que dice que su perro muerto está vivo; que su hermana lo conecta con el más allá y que recibió directamente de Dios la misión de exterminar al Maligno en la Tierra.
Criticar cuando se huele despoder. Hasta esta semana, por lo menos, lo que antes hubiera provocado alarma era aceptado como normal al provenir de Javier Milei y de sus principales funcionarios.
Pero ahora, después de tres derrotas políticas consecutivas (el rechazo legislativo al DNU de los fondos reservados, la conformación de la comisión bicameral de Inteligencia, la fórmula de movilidad jubilatoria) y de nuevos escándalos internos, comenzó a verse un resquebrajamiento en ese proceso de naturalización de las excentricidades mileístas. Y aparecieron las primeras críticas de aquellos que más abonaron a naturalizar lo que meses atrás era considerado totalmente anormal.
Aunque todavía es prematuro para saber cuánto falta para que se ponga en marcha ese tristemente célebre mecanismo de demolición de un nuevo oficialismo, traiciones mediantes.
¿Cuánto tardará la historia en repetirse esta vez, en que todo lo que hasta un día se tolera y enaltece al siguiente cause indignación extrema?
¿Cuándo se escuchará a los mismos que hoy defienden con pasión a este presidente indignarse más que el resto por lo que antes dejaban pasar?
¿Cuándo los que se llaman republicanos recuperarán la voz para denunciar las mismas indignidades que hoy callan?
¿Cuándo volverán a ser valientes los que son valientes cuando el poder declina?
En Nicaragua, durante las horas finales en las que el sandinismo ya había triunfado y el dictador Anastasio Somoza huía hacia Miami, tomaron las calles grupos de jóvenes universitarios que durante la mayor parte de la revolución habían permanecido ocultos o ajenos a lo que ocurría. Ocuparon los nidos de ametralladoras abandonados y dispararon a la nada durante toda la noche. Después se autoproclamaron los primeros revolucionarios y participaban de cada desfile militar del nuevo gobierno. Se los recuerda irónicamente como “los milicianos de Managua”.
En la historia argentina, los milicianos de la revolución son una presencia recurrente.
Son los primeros que huelen el despoder y luego son los más crueles con quienes perdieron el poder.
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