Por: Jorge Fontevecchia. Hace ya veinte años Miguel Wiñazki escribió un libro canónico en el periodismo argentino: La noticia deseada.
Con la doble perspectiva de filósofo y periodista pudo adelantarse a su tiempo –los casos que relata son los años 90 en la redacción de Editorial Perfil– y construir en 2004, cuando aún faltaban tres años para el iPhone 1, un texto que como todo clásico tiene más valor con el paso del tiempo. Tres párrafos de su introducción:
–“Vivimos bajo el imperio de la noticia deseada. Aquella en la que la opinión pública quiere creer. Se trata de “grandes masas de seres humanos en gestos y vibraciones comunes”, como diría Peter Sloterdijk, que se constituyen en una comunidad de creyentes, en una feligresía que, efectivamente, cree en aquello que por sí misma ha construido, aunque se trate de delirios tribales”.
–“Sucesos periodísticos arquetípicos, episodios que describen la configuración de la noticia deseada, que dispararon la phantasia popular, en el sentido clásico de la palabra, como constructo de ficciones compartidas”.
–“Si las creencias cambian es porque los intereses profundos de la esfera societal que construye noticias cambian antes y entonces, y solo entonces, se construyen otras noticias deseadas. Las noticias deseadas son la superestructura de una estructura psicosocial que pretende permanecer siempre creyendo lo que más le conviene”.
Caso 1: nena gaseada. Era una crónica de mala praxis anunciada porque cualquier organización de seguridad empoderada y sin control, sea en una guerra declarada, en una encubierta o en la represión civil, termina en excesos como ya sucedió en Argentina en varias oportunidades: el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en 2002, la maldita policía de los 90 e, incomparablemente, en la represión militar durante la dictadura.
El exceso en el uso de la fuerza pública por parte de fuerzas de seguridad no es un problema solo de nuestro país. Un ejemplo de esto es el nacimiento del movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, un país donde no se puede negar que existen los contrapesos y las divisiones de poderes, nacido a partir de los disturbios raciales por la muerte del afroamericano George Floyd a manos de la policía de Minneapolis.
Por eso, la enorme mayoría del Ejército rechaza la idea de llevarlos a patrullar zonas urbanas porque saben que, además de no estar preparados para eso, terminarán envueltos en delitos. “Mando, comando y control”, reza la lógica militar y si no puede haber un control efectivo del campo y se alienta la confrontación, se crean las condiciones para situaciones como la de la nena que un policía roció con gas pimienta frente al Congreso el jueves pasado.
Es un milagro que hasta ahora no se hayan producido muertos pero de seguir con este protocolo sin ponderación en la graduación del uso de la fuerza, los habrá. Es más responsable Patricia Bullrich que el policía que roció con gas pimienta a la nena de 10 años porque ella crea las condiciones para que la mala praxis no pueda ser controlada. Y mala praxis hay en todas las organizaciones: el periodismo, la medicina, la Iglesia católica, por poner ejemplos los dos últimos de tareas donde la ética es primordial y el primero para remarcar que tampoco todos los periodistas son correctos, algo obvio en cualquier profesión.
Pero la responsabilidad de Patricia Bullrich no acaba allí, empeora no tomando ninguna medida contra su viceministra Alejandra Monteoliva, que dio como válido un video fraguado al decir: “En el caso de la nena, las imágenes se analizaron y no estaba la presencia de policía en este momento. Evidentemente fue un gas que arrojaron a estas personas que estaban en proximidad a ella”. Luego fue justificada por Bullrich diciendo que tomó las imágenes como ciertas porque las había visto en un canal de televisión (al que un dependiente de ella había enviado).
Alejandra Monteoliva había sido ministra de Seguridad de Córdoba en el gobierno de Manuel de la Sota cuando en 2013 la policía de su provincia hizo un paro y generó una noche de saqueos. ¿Puede ser tan ingenua de no poner en duda mínimamente lo que un subordinado le muestre para exculparse sabiendo que la policía de su provincia hasta se autoacuarteló? La policía bonaerense también sostenía que no habían disparado a Kosteki y Santillán en el Puente Pueyrredón en 2002 y en la época en que no había videos una foto en el diario Clarín demostró la mentira.
La misma obligación de duda profesional que debió haber tenido Alejandra Monteoliva, y creyendo en su honestidad intelectual, aunque el video lo enviara el jefe de la Policía Federal, también les cabe a los periodistas que lo difundieron. Justamente fueron dos comisarios: Alfredo Fanchiotti y Félix Vega a cargo del operativo de 2002 en el Puente Pueyrredón quienes habían negado su participación en el asesinato de los dos manifestantes y construyeron un relato que los exculpaba.
¿Por qué profesionales con miles de horas de vuelo en vivo y basta experiencia no dudaron del video que exculpaba a la policía del gas pimienta a la nena? ¿Por qué el productor general de cada uno de esos programas no dudó? ¿Por qué el director de noticias de cada uno de esos canales tampoco dudó? Por lo que muy agudamente escribió Miguel Wiñazki hace veinte años: la noticia deseada. Es mucho más fácil equivocarse con aquello que a uno le gustaría que fuera.
Es valorable la actitud posterior de esos periodistas disculpándose y seguramente dejará experiencias: cuando una fuente que pide no ser revelada trae una información a dos medios y a otros no, que coincide con la línea editorial del medio, hay que chequearlo doblemente. El estafado siempre cae creyendo que está obteniendo un beneficio. Nos ha pasado a todos los periodistas y esta vez no es una excepción solo que sirve para reflexionar sobre cómo baja nuestra incredulidad frente a una noticia deseada.
Caso 2: juez acusado. Otro ejemplo de esta semana es el del juez de Casación Gustavo Hornos, acusado por su expareja de una relación no consentida y un segundo abuso sexual. El titular del Juzgado Criminal N° 17, el juez Alfredo Godoy, que intervino originalmente (pasó ahora al fuero federal y la fiscalía de Guillermo Marijuan), citó varias acusaciones de la denunciante, una psicóloga de 47 años (el juez tiene 64): que supuestamente este 16 de junio, cuando la denunciante atravesaba el posoperatorio de una intervención quirúrgica en el útero y Hornos la habría visitado en su casa, se habría quitado los pantalones y tocado en su vagina, lo que le habría causado una hemorragia.
El otro caso denunciado habría sido durante una cena hace nueve años cuando ella estaba tomando Rivotril con vino, se sintió mareada y no habría podido consentir tener relaciones con el juez, cuando la llevó a su casa. Esto fue en 2015, pero la relación de pareja comenzó en 2023.
Ya en 1987 la exesposa de Hornos (están divorciados hace cuatro años) hizo una denuncia por violencia doméstica, acusándolo de arrojarla al suelo, apoyarle una rodilla en el pecho y apretarle el cuello. El peritaje comprobó lesiones coincidentes con ese relato. Pero por entonces Hornos fue sobreseído por el juez Remigio González Moreno, quien años después fue destituido y condenado por lesiones graves a su pareja.
Volviendo al caso actual, el juez Godoy mencionó que la denunciante sostuvo que en otra ocasión Hornos le habría exhibido un arma cuando ella demoraba en irse de la casa del magistrado, y que de comprobarse los dichos de la denunciante, versaría “sobre un potencial aprovechamiento por parte del imputado, de su calidad de magistrado de la Nación, tanto para posicionarse en una situación de superioridad respecto de ella en el contexto de las amenazas que le habría proferido, como del acceso a las herramientas del Estado y la utilización en su favor personal”.
Supuestamente, Hornos, tratando de que no lo denunciara, le habría dicho “yo soy juez, tengo mucho más poder que vos” y la habría amenazado con contar intimidades de su hija de 12 años.
La Justicia dispuso que Hornos no puede acercarse a la denunciante a menos de 200 metros y que debe cesar en su “hostigamiento”. Y la Cámara de Casación decidió notificar al Consejo de la Magistratura las denuncias contra el juez Hornos. Paralelamente ya existieron quejas de empleados de la vocalía del Hornos que fueron trasladados.
Hasta aquí las acusaciones, vayamos ahora al título de uno de los principales diarios argentinos sobre el caso: “Vialidad: Avanza una maniobra K para apartar a un juez clave que debe decidir si confirma la condena a Cristina Kirchner”. En su interior la nota decía: “El objetivo de fondo de los K es apartar a Hornos, quien se inclinaría por aceptar la apelación del fiscal de juicio Diego Luciani, de aumentar la condena de Cristina de 6 a 12 años y apostar a que sus dos colegas, más un reemplazo, disminuyan la pena o, en una hipótesis de máxima, anulen la condena y ordenen volver a hacer el juicio”.
El fiscal de la Cámara de Casación, Mario Villar, también pidió elevar la condena a 12 años de prisión y agregó el delito de asociación ilícita. Fuentes de Comodoro Py, más allá de confirmar que Hornos estaría de acuerdo con ampliar la pena, afirman que otro de los camaristas –Mariano Borinsky– mantendría la pena de 6 años, sin indicios sobre el otro camarista, Diego Barroetaveña.
Entonces, la noticia deseada por algunos medios a los que les complacería la mayor condena para la expresidenta es que la acusación al juez Hornos no fuera verdad mientras el tratamiento periodístico que se les da a las acusaciones de violencia de género de Alberto Fernández y Fernando Espinoza entrevistando a las denunciantes es diametralmente distinto al de Hornos, donde prima el hermetismo personal.
Fernández y Espinoza son “bestias sacrificiales” perfectas para llevarse todos los pecados de los últimos cuatro años, incluso de quienes lo votaron y en el caso de Cristina Kirchner, que lo hizo presidente. Patricia Bullrich y Javier Milei cumplirán ese papel en el futuro, por lo que habrá que anticiparles a los periodistas más jóvenes que en 2027, cuando el actual presidente y su ministra de Seguridad pasen al ostracismo, no los culpen de todos los males.
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