Por Eduardo Aliverti.
Como era de prever, ni las muy buenas noticias vacunatorias son capaces de amortiguar, siquiera, la confrontación agresiva.
La disputa no es positiva o negativa por sí misma porque, en primer lugar, sencillamente es a partir de ser inherente a la política. No existe que no haya confrontación.
Sí es muy diferente que las batallas ideológicas y políticas tengan como eje casi absoluto provocaciones berretas, mentiras alevosas, sucesión de causas judiciales armadas, operaciones periodísticas.
Vuelve entonces la pregunta, recurrente, acerca de cuál es el grado real de penetración que tienen esas voces y acciones.
Hablamos de penetrar en su sentido de influencia convincente, por fuera del antiperonismo recalcitrante y asimismo de la cerrazón en algunos sectores que parecen funcionar, sólo, como satélites de lo que hace o deja de hacer la oposición.
Se dice esto al seguir creyendo, o querer creer, en la injerencia de esa mayoría o porción representativa “silenciosa”, que está total o relativamente ajena a los bandazos de un lado y otro.
Al cabo, ese segmento decidirá en función del qué y el cómo en la mejora --o no-- de sus condiciones de vida, de ingreso económico, de cierta protección frente a la pandemia, de expectativas básicas en su futuro de corto y mediano plazo.
No otra cosa, no otro conjunto de cosas, sería lo que defina qué volcará el resultado no ya de unas elecciones legislativas, por más importantes que fueren, sino los alcances de que el desencanto se transforme en esperanza módica. Pero esperanza al fin.
La cifra de más de 100 mil fallecidos por la covid llama a revisar lo que el Gobierno hizo bien y mal, “simplemente” por el influjo que ejercen los grandes números redondos así se trate de una tragedia que ya estaba con miles de muertos menos.
¿Cómo justificar que haya quienes se deleitan con la matemática de esos muertos, cual si fuese cuestión de que el Gobierno los provocó en forma deliberada?
¿Cómo asimilar que ese sentimiento se imponga sobre la información bienaventurada de que Argentina ya recibió el aprobado para producir la Sputnik, y que avanza en la fabricación de otras vacunas, y en la obtención de la propia?
¿Cómo superar la crítica o el ninguneo de que empezaron a llegar de a millones las dosis de Moderna, gracias al cuestionado decreto presidencial que hizo mirar solamente a Pfizer inclusive entre simpatizantes y figuras gubernamentales; decreto que con el diario del lunes requería haber estado antes, y que si es después no sirve para nada?
Esos aspectos de lo que humanitariamente no debería merecer objeciones sustantivas convocan a reflexionar sobre lo central, entre quienes disponemos de necesidades básicas satisfechas y tiempo para dedicarse a otros temas.
Es que, por ejemplo, el estremecedor alegato de CFK en su intervención del viernes, frente al desatino de acusarla por encubridora del atentado contra la Amia, porta un valor histórico.
Dejó con la boca abierta su engarce entre el entramado jurídico y el objetivo geoestratégico persecutorio, local e internacional, que lo facilitó.
Héctor Timerman, sobre todísimo, se merecía una reivindicación de esa naturaleza.
Pero, temáticamente, es dudoso el interés masivo salvo por ese carisma del que cualquier dirigente político está a distancias planetarias.
En los medios del palo oficial no hubo más asunto que el elogio, por cierto que intachable.
En los de enfrente se peleaban para acertarle a cómo salir de semejante oratoria y contenido. Primero no pudieron más que entrar en cadena y, bastante más tarde, los dos que comandan saltaron al pronóstico meteorológico y a las marchas en la 9 de Julio. Algún otro tomó el discurso completo, y a la vuelta titubeante dijeron que era mejor ir a una tanda.
Cristina porque bogas y Cristina porque no bogas.
También se admite que el índice inflacionario de junio puede ser visto como signo de que hay desacelere, con demasiada modorra. O como significado de que los precios, en su actualidad y perspectiva, continúan siendo un escenario horrible que exige decisiones gubernamentales mucho más firmes y efectivas.
Otro tanto sirve acerca de los cada día más corroborados indicios y pruebas en torno del contrabando macrista que surtió de material represivo a los golpistas bolivianos: nadie saca de su sitio a quienes lo estiman como un cuento K, ni a quienes exhiben todo lo contrario.
En cambio, no debería entrar en polémica que, con todas las prevenciones que son menester ante el surgimiento de variantes más contagiosas del bicho, hay un avance inmenso en la ejecutividad del Gobierno.
Como una analogía que está en espejo con la improbabilidad de discutir firme pero “sanamente”, posicionarse frente a los acontecimientos que vive Cuba tiene ese componente dramático.
Que deba defenderse la Revolución, y quien firma jamás vaciló ni flaqueará en hacerlo, obtura aceptar errores que de ninguna manera, en todos los casos, provienen de elementos contrarrevolucionarios. Y tampoco puede tolerarse que, más a ciegas todavía, se pretenda anteponer que es una dictadura asfixiante.
Edgardo Mocca, en su columna de ayer en El Destape, recordó que el grado de democracia, vigente en cada país, corresponde al grado en que la voluntad mayoritaria de su población sea respetada, aun cuando contradiga los propósitos de los poderosos del mundo. Y que eso vale en Cuba como en Argentina.
Pedro Brieger, en su agencia Nodal, expone que el gobierno cubano, en una atmósfera demasiado compleja, tiene el desafío de escuchar las múltiples señales que se alzan en la isla para encontrar respuestas concretas. Añade que, por lo general, los gobiernos suelen cerrarse frente a las protestas, descalificando reivindicaciones que surgen de ellas. Reclamos que el propio presidente, Miguel Díaz Canel, admitió como “justificados” en varios sentidos.
El sociólogo y cronista Marco Teruggi, en PáginaI12, abonó que en el río revuelto es difícil leer con precisión. Y que respecto de Cuba hay, además, las trincheras políticas, reafirmando la defensa de la Revolución o desplegando una narrativa anticomunista en clave de las actuales derechas. Las protestas son “reducidas a una operación estadounidense”, que erróneamente les niega toda legitimidad; o bien los hechos son maximizados, negando la vigencia del bloqueo y el apoyo popular que la Revolución conserva dentro de la isla.
El politólogo Diego Sztulwark, en Lobo Suelto, aporta que, sin soslayar jamás ese bloqueo criminal que sitúa a Cuba en situación de país en guerra, debe atenderse sin ir más lejos a jóvenes intelectuales de la isla que plantean hace tiempo una serie de discusiones indispensables para renovar/profundizar la situación política en Cuba. Y lo hacen desde un punto de vista de izquierda, socialista y antiimperialista (remite a la entrevista publicada el 17 de febrero de este año en revista Crisis, en El Cohete a la Luna y en el propio Lobo Suelto, junto con Florencia Lance y Mario Santucho).
¿Referentes como ésos son susceptibles de ser acusados como agentes o servicios de la Casa Blanca (del Capitolio y de la Florida, más en rigor, porque ésos son los ámbitos en donde se cuece la agresión contra “el régimen”?
¿Qué clase de enajenación político-ideológica sufren quienes reniegan de todo debate, o de las discusiones imprescindibles?
¿Acaso la zona de confort en que se ubican no termina siendo objetivamente reaccionaria, a través de la cristalización de sus miradas?
Si no retrógado, ¿por qué no calcular que eso también le sirve a la derecha, al no ampliar la llegada a sectores que desconfían de mercenarios mediáticos y otras yerbas pero que, de pronto, aguardan argumentaciones más sólidas para retrucarlos?
Pareciera, en síntesis, que no hay caso con entender que salir de los laberintos por arriba implica, ante todo, reconocer que existen.
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