Ya no es tiempo de justificar la violencia para implantar regímenes autoritarios o dictaduras. Esa lógica de enemigos se terminó. Hoy todos vivimos bajo democracias que deben ser perfeccionadas día a día.
Por: Jaime Duran Barba.
En septiembre de 1945 el alto mando japonés se rindió a bordo del acorazado Missouri. Los japoneses fueron víctimas del brutal bombardeo nuclear a Hiroshima y Nagasaki, se rindieron, pero lograron mantener al emperador Hirohito en el poder, lo que confundió a algunos de sus soldados que continuaron combatiendo. Para ellos era muy difícil comprender que la guerra había terminado. En Brasil vivían miles de japoneses que hasta 1947 creyeron que su país podía triunfar y querían colaborar con la causa.
Circularon fotos trucadas del acorazado Missouri en las que se veía que quienes se rendían eran los norteamericanos, aparecieron ejemplares falsos de la revista Life con fotos de las tropas japonesas desembarcando en California y avanzando hacia el interior de los Estados Unidos.
Los reportajes decían que el presidente Harry Truman se había refugiado en Canadá, herido de bala, después de que una multitud pro Eje intentó lincharlo en Washington y que había asumido el poder de los Estados Unidos el aviador Charles Lindbergh, que había auspiciado un entendimiento con Japón. Incluso algunas inmobiliarias pusieron en venta terrenos situados en las zonas ocupadas de Estados Unidos y al final se quedaron con el dinero de miles de incautos que creyeron en esta fantasía.
La comunidad nipona se dividió entre los kachigumi, “creyentes en la victoria”, y los makegumi, “derrotistas”. El coronel Junji Kikawa formó la Shindo Renmei, “Liga del camino de los súbditos”, organización para castigar a los traidores que creían en la derrota. Cuando la Shindo condenaba a alguien le concedía la posibilidad de hacerse el harakiri, y si no obedecía, lo ejecutaba de un tiro en la cabeza. Hubo decenas de asesinados. Sólo en una semana de julio de 1946 la secta mató a seis personas e hirió a cuatro.
Estos actos demenciales terminaron en 1947 cuando, acosados por la policía, los líderes del grupo tuvieron que admitir que la guerra había terminado. No hubo analistas que, tomando en cuenta el justo dolor de los familiares de las víctimas del ataque nuclear, pusieran en duda los hechos: quienes decían que la guerra había terminado tenían razón y los que creían lo contrario estaban equivocados.
Siglo. Durante el siglo corto de Hobsbawm, que transcurrió entre la revolución soviética de 1917 y la caída del Muro de Berlín en 1989, parecía que la revolución socialista avanzaba de manera incontenible. Inicialmente la Rusia soviética consolidó su autoridad en los territorios gobernados por el zar, después de la Guerra Mundial se anexó la Europa del Este, respaldó a gobiernos afines y fomentó proyectos revolucionarios en Asia y África. En América Latina apoyó a la Revolución cubana y creó en casi todos los países latinoamericanos movimientos armados que querían imponer la dictadura del proletariado y enfrentar a las dictaduras militares que luchaban en el bando norteamericano.
Toda guerra es brutal. Ambos bandos dejaron un reguero de sangre por todo el continente, especialmente en Guatemala, Colombia, Perú, Argentina. Los líderes de los grupos enfrentados eran generales y comandantes, no participan de un foro académico para fomentar la democracia. Querían ganar una guerra en la que defendían sus ideologías. Cuando hablaban decían lo que convenía a su causa: cuando un guerrillero era capturado, debía soportar cualquier tortura con tal de confundir a los soldados y a los jueces enemigos. Ocurría lo mismo con los militares secuestrados: no debían decir la verdad de lo que conocían que conocían porque hacerlo era una traición.
Cuando quienes luchan por el poder no reconocen un mismo sistema jurídico, impera la lógica de la guerra: lo bueno es engañar y exterminar al adversario. Para los insurgentes la policía y las Fuerzas Armadas eran agentes del imperialismo que querían liquidarlos o hacerlos desaparecer. Para los dictadores los guerrilleros eran agentes de la subversión mundial que asesinaban, secuestraban, extorsionaban, asaltaban, para “recuperar” recursos en nombre del pueblo para financiar sus actividades.
Lógica. Con la caída del Muro de Berlín terminó esa lógica siniestra. En casi todo Occidente se instalaron gobiernos democráticos, que con más o menos defectos, resuelven las contradicciones sociales con votos y no con botas. En América actualmente hay pocos que creen que pertenecen a una raza superior, o que mantienen mitos apocalípticos que justifiquen el uso de la violencia para instaurar un Estado totalitario acorde con sus supersticiones. En todos lados ocurren eventos violentos: algún psicópata mata a sus compañeros en la escuela, un fundamentalista atropella a gente inocente en Nueva York, hay delincuentes que organizan pandillas para asesinar y robar, algunos narcotraficantes y grupos mafiosos de todo tipo se organizan para delinquir o extorsionar. También hay uniformados que abusan del poder y atacan o matan a civiles.
Pero todo cambió porque todos reconocemos un conjunto de normas propias del país al que pertenecemos y ya no somos instrumento del enfrentamiento entre potencias imperiales. A ningún gobierno se le ocurre que debe perseguir a las organizaciones estudiantiles porque un joven provocó una masacre en su escuela, ni cree que debe exterminar a todos los islámicos porque un extremista comete un atentado repugnante, ni existe un país en que se separe a los oficiales y al ministro de Defensa cuando un uniformado comete un abuso. Eso, que a los militantes de los dos bandos les parecía normal durante el siglo pasado, felizmente perdió sentido. Estos problemas no tienen que ver con el destino de la humanidad. Los delirios de las dictaduras militares y de los insurgentes que quedaron sepultados por los escombros del Muro de Berlín.
Algunos de quienes sufrieron las dictaduras, actúan como los militantes del Shindo Renmei: no sienten que terminó la Guerra Fría y reaccionan como que el tiempo se hubiese detenido. Cuando algunos enmascarados, armados de piedras y garrotes atacan y hieren a los policías que quieren impedir que cometan desmanes, sienten que son jóvenes idealistas, víctimas del imperialismo y del Plan Cóndor, la avanzada del Ejército Rojo que está por desembarcar. En realidad son sólo grupos violentos que quisieran destruir una democracia en la que se saben minoritarios.
En los últimos años esta mentalidad arcaica contaminó desgraciadamente a muchos jóvenes que han sido intoxicados con versiones noveladas de una época nefasta que ni vivieron ni entienden. No saben lo que fueron ni los Montoneros, ni la Triple A, ni Sendero Luminoso, ni los Contras nicaragüenses, ni las dictaduras militares, ni conocen cuánto sufrimos los que vivimos en esa época.
En una parte de la población de nuestro país existe una mentalidad autoritaria mantenida por políticos que quisieran perennizarse en el Gobierno, concentrar todos los poderes del Estado, acabar con la prensa libre. Mientras están en el poder, son ególatras, no respetan la honra ajena, insultan, difaman, siembran la discordia. Cuando están en el llano reclaman por la independencia de la Justicia, y corren desordenadamente dentro de una puerta giratoria en la que están todos los políticos arcaicos, a veces persiguiendo y a veces perseguidos.
En su peor versión, algunos y algunas que ni siquiera militaron en los 70, inocularon demagógicamente el germen de una violencia que está dando frutos. No sólo hacen actos de campaña protegidos por barras bravas, añorando a su Batayón Militante, aplauden a delincuentes encapuchados que incendian banderas argentinas, y manipulan los sentimientos de mucha gente que se conduele con los parientes de un joven que tuvo un fin desafortunado. Hicieron algo peor: promovieron grupos violentos por todo el país, desde Jujuy hasta la Patagonia, desde las canchas de fútbol, hasta las plazas públicas. También fueron cómplices de la formación de grupos armados racistas en el Sur que han cometido decenas de actos terroristas en los que, en muchos casos, han participado militantes de su partido.
Los 70. Parecería absurdo intentar repetir la experiencia de los años 70. En ese entonces pudo ser discutible si a nuestra nación le convenía integrarse a un bloque de países que gobernaba a la mayor parte de la humanidad. Ahora es difícil de defender que nuestro mejor destino internacional sea firmar otro pacto con Irán y aliarnos con Zimbabwe, Kim Jong-Un y el coronel Maduro. En algunos casos el dinero populista corrompió a militantes y organizaciones de derechos humanos que terminaron como dueños de universidades, empresas inmobiliarias y empalagándose con los beneficios del poder. En otros casos defendieron el relato kirchnerista estaban auténticamente entusiasmados con que un nuevo acorazado Potemkin venía de El Calafate a Buenos Aires, sin percatarse de que es imposible navegar en la pampa y de que la URSS ya había desaparecido. Ni las tropas japonesas desembarcaron en California, ni el Ejército Rojo en la Patagonia.
Necesitamos fortalecer una democracia en que se garantice la gobernabilidad de quienes ganaron las elecciones y los derechos de todas las minorías; en que todos discutamos cualquier idea con el rostro descubierto y las manos limpias de armas; en que se depure a las fuerzas del orden de sus malos elementos, pero al mismo tiempo se estimule a quienes cumplen con su deber con salarios dignos, equipos modernos y el respaldo moral que necesitan para cumplir con su deber. Ahora no son instituciones que luchan en contra del comunismo, sino que arriesgan su vida combatiendo el narcotráfico.
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