Siempre adelante. Tiene 54 años, sus riñones dejaron de funcionar por una enfermedad autoinmune. Profesional exitoso, no se rinde, sigue trabajando y no renuncia a disfrutar de la música o de un buen libro.
Lo peor empezó para mí de la mejor manera. Corrían los meses de 1994, yo tenía 29 años, era abogado y periodista. Me acababa de casar y fui con Andrea –mi mujer– de luna de miel a la Polinesia. Nos decían que era un paraíso y así lo vivimos. En Tahití y Bora Bora disfruté como nunca, incursioné en el buceo con alguna torpeza, comí platos exóticos y vi crepúsculos y amaneceres maravillosos.
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Cuando regresé todo eso pareció quedar atrás. Por un lado supe que me había quedado sin empleo porque la empresa para la cual trabajaba había quebrado. A continuación estuve quince días en cama y con mucha fiebre. Me hicieron algunos análisis de sangre y orina, posteriormente una biopsia y salió como resultado que tenía una dolencia renal crónica llamada glomerulopatía IgA, también conocida como enfermedad de Berger. Es un problema autoinmune, no es contagiado ni contagioso. Consulté con los mejores nefrólogos del país y todos me dijeron que había un ochenta por ciento de posibilidades de que en veinte años mis dos riñones dejaran de funcionar.
Trabajo. Una charla a abogados sobre temas de lealtad comercial. Foto: Germán García Adrasti
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Traté de hacer las cosas lo mejor que pude para no estar en la franja del ochenta por ciento pero eso no ocurrió. Ahí me quedé y las cosas sucedieron casi tal cual como los médicos me habían dicho. Subrayo el casi porque tuve un poco de suerte, o ayuda Divina, y mi problema no estalló en 2014 –cuando se cumplió el plazo estipulado inicialmente– sino en 2017. Viéndolo en positivo podría decirse que tuve tres años de yapa con los riñones funcionando. Pero lo cierto es que de pronto me vi con una grave dolencia.
No voy a negar que cuando me anunciaron, el año pasado, que mis riñones ya no funcionaban, me asusté. Y mucho. Las opciones que se me presentaban no podían ser peores: o conseguía realizarme un trasplante de riñón o me hacía diálisis tres veces a la semana o no vivía para contar la historia. Para colmo la situación me tomó quizás en el mejor momento de mi vida. Estaba, como he dicho, casado con Andrea, tuve una hija divina, Pilar, que hoy tiene 21 años y me desempeño en el Gobierno de la Ciudad como Gerente Operativo de Inspecciones de Defensa al Consumidor. Un trabajo demandante y que me gusta.
Pero se dieron así las cosas y es demasiado tarde para lágrimas. Me hicieron una fístula en el brazo, llegaron los reiterados y fastidiosos pinchazos con agujas más gruesas que lo común (y eso duele), llegaron también las sesiones de diálisis que hago los martes, los jueves y los sábados de 16 a 21 horas. Elegí ese horario para que no se vea afectada mi jornada laboral cotidiana.
El objetivo de esas sesiones, como se sabe, es purificar la sangre, hacer lo que ya no puede el riñón que es filtrar los desechos que naturalmente se derivan por la orina. Alguien me dijo que Keith Richards, el ícono de los Rolling Stones, se sometía de tanto en tanto a sesiones de hemodiálisis para filtrar las sustancias tóxicas que inundaban su cuerpo. ¿Será la diálisis una metáfora de la limpieza interior? No lo creo. La limpieza interior va más que nada por el lado espiritual.
En los días que me dializo me encuentro con varias personas más en tratamiento en las tres salas que dispone el Centro Fresenius en el Hospital Alemán. La rutina no es sencilla. No se puede mover el brazo, hay que permanecer horas en un sillón de diálisis, se producen a veces complicaciones tan molestas como inesperadas.
Como podrán imaginar los que están leyendo estas líneas nada de eso resulta demasiado encantador. Mi gran amigo de diálisis, Claudio, suele decir que nadie nos entiende. Que sólo los que estamos ahí podemos entender lo que nos pasa. Y en parte concuerdo. Algunos compensamos la obligación de estar quietos usando una tablet –también el celular– o viendo películas entretenidas como por ejemplo Titanic o escuchando música por la radio.
En lo personal no me interesa pasarme cinco horas quieto y mirando fijamente el reloj. Hay cosas que pueden hacerse para que las horas pasen más rápido. Y resultan buenas. Por eso me gusta aprovechar el tiempo que duran las sesiones para hacer algo productivo aun teniendo una mano inutilizada durante varias horas. Uso las horas de diálisis ya sea para entretenerme como para escribir libros, preparar clases –soy profesor en varias universidades– o incluso responder a consultas periodísticas o personales. Recuerdo que hace unas semanas salí al aire por una conocida radio mientras estaba conectado en el hospital… Y nadie se dio cuenta.
Pero las consecuencias generales de las sesiones no alcanzan a evitarse por completo. Vemos pacientes que salen muy cansados aunque a mí y a muchos compañeros de sala de mi edad no nos pasa. Ellos parecen quedar como tirados, sin ganas. La situación podría ser vista como paradójica dado que nos están purificando la sangre, quiero decir, supuestamente uno debería salir renovado y feliz de una jornada de “purificación”. Pero no es así por más adornos que uno quiera agregarle. Ya me hice doscientas sesiones, recibí más de cuatrocientos pinchazos, controles constantes de presión arterial, etcétera.
Al comienzo del proceso Carlos, mi hermano mayor, ofreció donarme su riñón, decisión que acepté de mil amores. Le hicieron veintidós estudios y todo iba bien hasta que en el penúltimo estudio apareció un valor alto en la sangre que para mi médico resultaba riesgoso. Así que no pudo ser. Aclaro que lo del trasplante no es fácil de concretar. Yo estoy en lista de espera del Incucai, la entidad que coordina y fiscaliza la donación y trasplante de órganos. En la Argentina somos cerca de seis mil personas los que estamos esperando un trasplante de riñón que nunca salva del todo pero ayuda.
No hay que olvidar además que en el caso de recibir un riñón cadavérico, es decir, de una persona que ha fallecido, no deja de ser algo angustiante y difícil de tramitar para cualquier ser humano. En la realidad real no se producen más de cuatro donaciones por día promedio. La pregunta que surge de lo que estoy contando aquí es qué hacer ante semejante desafío. ¿Deprimirse? ¿Llorar? ¿Dedicarse a dar lástima a los demás? ¿Ver solamente los aspectos negativos como los pinchazos, el encierro de cinco horas, los dolores asociados, los moretones, la fatiga muscular y tantas otras cosas que aparecen en el camino?
Para algunos cualquiera de esas opciones puede funcionar. No para mí. Adopté la postura de ver el vaso medio lleno al menos en la situación que me tocó atravesar. Creo que a veces, cuando en nuestra vida ocurren cosas inevitables como la que me pasó es preferible amigarnos con los hechos en vez de vivir enojándonos con ellos. Como dijo alguien es más útil encender una vela que vivir maldiciendo la oscuridad. Y a eso me dedico en estos días.
Una de mis primeras decisiones fue no jubilarme. Y aclaro que podría hacerlo perfectamente ya que tengo la correspondiente credencial de “discapacitado” que me fue otorgada apenas entré a diálisis. Tampoco pido licencias ni vacaciones especiales en mi trabajo pero siempre que puedo me hago una escapada de dos o tres días a Mar del Plata.
Mi otra decisión ha sido ir y volver del hospital caminando y no en ambulancia, taxi o remis. Ojo, no me siento un héroe por eso. Simplemente lo hago como una apuesta personal. Como suelo decir cuando me preguntan, me limito a hacer los deberes. Soy bastante obsesivo, además. Cuido mi cuerpo como prioridad número uno y jamás dejo pasar ningún exceso. Un día a la semana camino hasta el Botánico, un lugar que me trae lindos recuerdos de infancia. Treinta cuadras de ida y treinta de vuelta. La peleo siempre. Si aumento un poco de peso lo bajo enseguida sin inconvenientes. Otra decisión que tomé es no permitir que integrantes de mi familia me acompañen al hospital cuando voy a hacerme las sesiones. Una vez lo hicieron y lo que vieron no fue muy bonito: algunos salen en sillas de ruedas, hay quien sangra, no me gusta que vean eso. Y por suerte no vinieron más.
A la vez, disfruto la vida cotidiana. Peter, mi perro Shih Tzu, es paradójicamente un compañero gigante. Dos veces por día salimos a caminar y mientras él huele todo lo que encuentra y va feliz recorriendo el mundo, a mí me da placer mirar a la gente, analizar actitudes, escuchar comentarios al pasar. Es como una pequeña ventana al universo de todos los días. Y cuando vuelvo a casa, si puedo, un rato de lectura. Me gusta especialmente Stephen King y su novela IT. ¿Se acuerdan? Un grupo de niños aterrorizados por un payaso monstruoso. Quizás leer sobre esas cosas genera calma para lo que debo afrontar, que es bastante más simple. Y si no tengo ganas de leer, escucho música. Me emocionan Vangelis con su música electrónica y sus duetos con Jon Anderson, Alan Parsons y Génesis.
Hace seis meses empecé una terapia que me está ayudando mucho. Mi analista se sorprende de que yo me la pase hablando de cosas positivas y no de los habituales bajones que llevan a un paciente a consultar a un psicólogo. No es que no tenga problemas. Pero más allá de todo no soy de llorar –me cuesta hacerlo– aunque sí de emocionarme como cualquier persona sensible.
Mi papá falleció hace cuatro años y naturalmente el hecho me dolió y me impactó mucho. Con mi hija Pilar –le digo Pili– soy un padre muy presente, cero machista. Mi intención es dejarle mi ejemplo casi como un mandato de vida y persistencia. Quiero mostrarle que la familia es el motor de la vida. Con Pili somos muy compinches. Ella es casi locutora y quiere estudiar Periodismo. Me pregunta por el oficio y se interesa por mí. Siempre la acompaño a la facultad. Es una rutina muy nuestra y casi sagrada para los dos.
Mi intención es dar a los demás un mensaje alentador sin por eso negar la realidad que me afecta en estos días. A veces veo a mi alrededor gente que se hace problemas por pavadas y entonces relato mi historia no para dar lástima o para que los muy sensibles lagrimeen sino para que aprendan a discernir lo importante de lo contingente o circunstancial.
Hasta hoy muy pocas personas entre las que me rodean y me conocen saben de mi enfermedad. En este año y medio de diálisis he presenciado la muerte de compañeros míos que, como yo, se estaban sometiendo a sesiones para filtrar su sangre. Por diversas razones, aunque el alma de ellos quería seguir latiendo, el cuerpo les dijo basta. Eso impacta y mucho. Eran compañeros que todos los días entraban a la sala con una sonrisa y con la esperanza que muchos compartimos de amanecer un día sin tener que depender de una máquina.
Es cierto que durante cuatro o cinco horas de los martes, jueves y sábados no existo para nadie hasta las diez de la noche. Aclaro que mi idea no es limitarme a estar vivo y respirar. Además de sobrevivir mi plan consiste pura y simplemente en vivir de la manera más intensa. La gente debe saber que la diálisis es un desafío como cualquier otro. Es una manera de compensar por vía artificial un riñón que no hace su tarea. Debo decir que en el hospital ha surgido también un lindo ámbito de amistad y compañerismo. En diálisis me hice cinco grandes amigos con los cuales vamos a cenar cada dos o tres meses. Solemos ir a una parrillita que a todos nos queda cerca. Y cada fin de año invitamos también a los médicos y enfermeras de la sala (nuestros guardianes) para que participen en la comilona. La pasamos muy bien entre todos.
Yo sigo de pie. Una vez leí una frase según la cual Dios les da sus peores batallas a sus mejores guerreros. ¿Será así? También dijo no sé quién que nadie es tan valiente como el que enfrenta las cosas temblando de miedo. Y así es. Más allá de los momentos comprensibles de desesperación no desaparecen ni el miedo ni la esperanza. Yo todavía quiero dar más. Puedo como siempre ayudar a mucha gente que lo necesita. ¿Vivir? Sí. Pero vivir con la más alta calidad posible y alcanzable. Podré haber perdido mis riñones pero nunca perderé la magia que tengo adentro y la decisión de seguir siempre hacia adelante. Por suerte, no estoy solo en el camino.
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Jorge Surin es abogado, periodista y docente universitario en la UBA, la Universidad de Belgrano, la USES y otras. Le gusta viajar, caminar, atender consultas y muy especialmente pasear a Peter, su perro Shih Tzu. Además de hacer su trabajo en el área de Defensa al Consumidor le gusta leer –uno de sus autores preferidos es el Stephen King–, escuchar música tranquila en la línea de Vangelis y Jon Anderson, o clásica de compositores de la talla de Chopin o Rajmáninov. También está pendiente de las noticias cotidianas en diarios o páginas web. Últimamente se interesó por la música folklórica y, mientras concurre a las sesiones de diálisis, escucha canciones de Jorge Cafrune y otros músicos en “Mojada de luz”, un programa radial conduce el ex Chalchalero Facundo Saravia.
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