La muerte, el narcotráfico y los cómplices

La muerte, el narcotráfico y los cómplices

Por: Joaquín Morales Solá. El conurbano bonaerense se está convirtiendo en lo que fue hasta hace poco Rosario, la violenta ciudad de Santa Fe sometida a los carteles de la droga.

La muerte y el miedo están cerca. El conurbano bonaerense se está convirtiendo en lo que fue hasta hace poco Rosario, la violenta ciudad de Santa Fe sometida a los carteles de la droga. El gobierno santafesino del radical Maximiliano Pullaro y el intendente rosarino Pablo Javkin decidieron coordinar rápidamente una política común con la ministra de Seguridad nacional, Patricia Bullrich; los tres acordaron un plan que obligó a las bandas criminales a buscar otros lugares para establecer su cruel vasallaje. Rosario dejó de ser noticia, por ahora al menos. Estas dificultades complican a los narcotraficantes, pero jamás los devuelven a sus casas, ni los jubilan ni los obligan a buscar un trabajo honesto. El narcotráfico desembarcó en el cordón pobre y exuberante del Gran Buenos Aires (y en los muchos miniconurbanos que existen alrededor de todas las ciudades de la homérica provincia argentina) y con él estallaron la violencia –que ya existía ahí, debe precisarse– y la muerte, la mutilación y el miedo. De hecho, un informe del Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires, que es como se llama el organismo del que dependen los fiscales, señala que solo en 2023, la última medición que se conoce, hubo 1.036.696 causas iniciadas por presuntos graves delitos en la más grande provincia argentina; la inmensa mayoría fueron realmente delitos que se cometieron. Una enormidad sin límites ni medidas. En 2023 hubo 822 homicidios en esa provincia; casi tres por día. La próxima medición sobre lo que pasó en 2024 se conocerá en junio, aunque la crisis parece haberse agravado en diciembre y enero últimos. La vida cotidiana de la gente común no espera los números. En ciudades del conurbano, grupos de vecinos se organizan para salir a la calle cada vez que llega uno de ellos para acompañarlo hasta que ingresa a su casa. Hasta ese nivel se alzó el miedo colectivo en un país que lo había perdido hacía décadas. Una teoría sostiene que en Rosario solo se está replicando el sistema que imperó en el Gran Buenos Aires durante muchos años: el poder político negociaba con los narcotraficantes para que estos hicieran sus negocios con la condición de que no se enfrentaran con las fuerzas de seguridad ni provocaran crímenes espectaculares, como los de los adolescentes Paloma y Josué, asesinados hace pocos días en un descampado de Florencio Varela para robarles sus celulares. Solo personas excedidas en droga (o con síndrome de abstinencia) pueden perder hasta ese punto cualquier noción del valor de la vida. El narcotráfico rosarino eligió siempre, hasta ahora, la confrontación con las fuerzas de seguridad.

El problema político más importante en Buenos Aires es que el gobernador Axel Kicillof cree que Javier Milei es un castigo divino e injusto que se abatió sobre la Argentina y que Patricia Bullrich solo hace marketing con su política de seguridad. No es como Pullaro, sino un dogmático decidido a que la realidad se acomode a sus ideas; nunca permitió que las ideas aceptaran la realidad. Los intendentes del conurbano tampoco son como el rosarino Javkin, honesto y resuelto a jugarse la vida frente a la saga criminal del narcotráfico. Los intendentes bonaerenses posan como víctimas y se pasan la vida reclamando la ayuda de los gobiernos provincial y nacional. Es cierto que teóricamente ellos no tienen poder sobre las fuerzas de seguridad, aunque algunos poderosos barones peronistas del conurbano lograron tener cerca a sus propios comisarios y a sus propios oficiales de la policía local. Pero todos ellos tienen lo que nadie tiene: la información sobre los movimientos de la droga. ¿En qué esquina o en qué plaza están los dealers que venden la droga? Ellos lo saben. ¿Dónde están los búnkeres en los que se termina de fabricar la droga o desde donde se la distribuye? Ellos conocen esos lugares. Y si nada de eso conocen es porque decidieron vivir un año sabático fungiendo y cobrando como intendentes de las ciudades donde viven. El exministro de Seguridad bonaerense Cristian Ritondo suele recordar el fundamental aporte de información que recibía de varios intendentes peronistas, sobre todo del exalcalde de Hurlingham Juan Zavaleta, a quien La Cámpora desplazó de su cargo. El intendente camporista que lo sucedió, Damián Selci, figura ahora entre los jefes comunales más impopulares de la provincia de Buenos Aires. La Cámpora es como la revuelta estudiantil francesa de 1968: solo sabe lo que no quiere, pero nunca sabe qué es lo que quiere ni, mucho menos, cómo hacerlo si lo supiera.

La complicidad supera a la ignorancia en los casos de muchos jefes comunales de la vasta Buenos Aires. No pocos de esos alcaldes tienen relación directa con narcotraficantes o ellos mismos son consumidores de drogas o eligieron permitir la libre circulación de estupefacientes, sobre todo de cocaína. Cuando son los alcaldes los que consumen drogas, la autoridad política y moral del poder institucional frente al crimen se convierte en la nada misma. Una prueba general de rinoscopia entre intendentes no vendría mal ante tanta sospecha. El intendente de José C. Paz, Mario Ishii, se enojó hace poco con un grupo de choferes de ambulancias de esa ciudad que le pedían un aumento de salarios y los reprendió de esta manera: “Cuando se mandan unas cagadas y me venden falopa, yo los tengo que cubrir. No los rajé todavía y me están vendiendo falopa en las ambulancias”. Ishii es impresentable, pero su sinceridad fue como un haz de luz colocado sobre la complicidad de los barones peronistas del conurbano con la droga y su devastación.

A su vez, la complicidad de la policía bonaerense (o de buena parte de sus miembros) es innegable. Se trata de la fuerza armada con mayor capacidad de tiro que existe en el país. Son alrededor de 100.000 efectivos, un número que no tienen ni el Ejército, ni la Armada, ni la Fuerza Aérea ni la Gendarmería. Pero no puede hacer nada para frenar el flagelo del narcotráfico y del crimen en cualquiera de sus variantes. ¿No puede o no quiere? Los nostálgicos recuerdan los buenos tiempos en que la policía bonaerense (y, hay que ser justo, otras policías también, incluida la Federal) protegía el juego clandestino y la prostitución, pero esas cosas ya no existen por los progresos de la tecnología y las comunicaciones personales. El contubernio entre la policía y el delito es comprobable ahora si se mira la progresión exponencial del narcotráfico y los desarmaderos de autos, adonde van a parar los automóviles robados en la Capital y en la provincia. Ahí está el gran delito actual. Ya es difícil para el Estado confrontar con el narcotráfico porque la capacidad financiera de este es infinita. Un dealer de 15 años en la provincia de Buenos Aires cobra 80.000 pesos semanales. Son 320.000 pesos por mes; cobran más que los jubilados que perciben la mínima. No hay plan social del Estado que llegue a tal cifra para jóvenes de esa edad. El conflicto se agrava si, además, no se sabe si una parte de la policía está del lado de la ley o contra la ley.

En el Estado todos saben que uno de los líderes del narcotráfico en la provincia de Buenos Aires es Miguel Ángel “Mameluco” Villalba (jefe del clan de los Villalba), con influencia sobre todo en San Martín y sus alrededores. Lo peor es que Mameluco maneja el narcotráfico desde la cárcel, donde está desde hace algunos años; su hijo mayor también está preso. La mancha de la complicidad llega también, entonces, a los guardiacárceles. Sin la ayuda del Servicio Penitenciario sería imposible, entonces, el señorío de Mameluco desde detrás de las rejas, cárcel que se convierte, así, solo en un teatro de la Justicia. A los Villalba los pescaron vendiendo cocaína con carfentanil, una droga derivada del opio que sirve para anestesiar elefantes. El suministro de esa droga ya mató por lo menos a 30 personas. En La Matanza es peor aún: bandas de narcotraficantes de Paraguay se instalaron en el territorio donde manda el incombustible Fernando Espinoza. En el territorio matancero, todo es al revés: los delincuentes interceptan a los policías, los asaltan y, por lo general, les roban sus motos. Pero ¿no era que la policía interceptaba a los delincuentes y los llevaba ante la Justicia? Esa ya es otra nostalgia. Es hora de que Kicillof tome el camino del pragmatismo, aunque sea solo por mezquindad: necesita enfrentar el delito si quiere en serio desafiar el liderazgo de Cristina Kirchner, sobre todo en el díscolo conurbano. Para ello, debe olvidarse de sus trifulcas ideológicas con el Presidente y con Bullrich. La propia ministra de Seguridad nacional no puede agotar su política en territorio bonaerense con declaraciones pendencieras sobre Kicillof. De una buena vez, deben dejar a un lado a Keynes y a la Escuela Austríaca de Economía para darle lugar a la conversación sobre el sufrimiento social. La gente se está muriendo asesinada desde hace mucho tiempo en la provincia donde vive casi el 40 por ciento de los argentinos. Las cosas podrían ponerse peor en la provincia si tuviera efectos rápidos la nueva política de seguridad del gobierno de la Capital, que consiste en una idea común sobre lo que hay que hacer del ministro de Seguridad, Waldo Wolff, y de su nuevo viceministro, Ezequiel Daglio. El delito salta de la Capital al conurbano, o viceversa, y de Santa Fe a Buenos Aires, o al revés, y eso depende de dónde existe la mayor presión sobre el delito y el narcotráfico. No es difícil entender la naturaleza del conflicto.

Ni los jueces ni los fiscales son inocentes en ese auge de drogas y crímenes, a pesar de que el jefe de los fiscales de Buenos Aires, Julio Conte Grand, es un hombre intachable que envió a juicio a varios fiscales mezclados con los narcotraficantes. En rigor, dos fiscales, Julio Novo y Claudio Scapolan, fueron apartados por sus vínculos con la droga en Buenos Aires y ambos fueron juzgados por la jueza de San Isidro Sandra Arroyo Salgado, que fue valiente e implacable con ellos.

La catástrofe del auge de la droga ya fue denunciada por la Conferencia Episcopal Argentina, el mayor órgano de conducción de la Iglesia católica, en un duro documento de noviembre de 2013, y luego siguió, hasta ahora, haciendo las mismas advertencias. Poco después, la Corte Suprema de Justicia hizo pública su información sobre la proliferación del narcotráfico en el país; contaba con testimonios de jueces del norte del país que les informaron a los jueces supremos escenas espantosas de cómo el tráfico de drogas se pavonea en provincias como Jujuy, Salta y Tucumán, entre otras. En ese contexto, es necesario que la actual Corte de solo tres jueces trabaje tranquila ante la perspectiva de que deberá buscar siempre el consenso unánime antes de sortear conjueces. El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, acaba de señalar que la prioridad del Gobierno es cumplir con su responsabilidad. Cuando se le preguntó si Cristina Kirchner está resentida porque le sacaron las dos jubilaciones y, al mismo tiempo, el Gobierno escribió su propio proyecto de ficha limpia, que de aprobarse en el Congreso la expulsaría a ella de la competencia electoral, Francos respondió: “No conozco si la señora de Kirchner está resentida. El Gobierno hizo lo que tenía que hacer. Nada más”. El acuerdo senatorial para Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla como miembros de la Corte Suprema se alejó, entonces, aún más. Una parte del drama que vive la sociedad argentina es el resultado de la ideología sobre la seguridad y la Justicia que instauró Cristina Kirchner en sus dos mandatos. Los trazos verdaderos de la historia aparecen a veces borrosos, pero son siempre indelebles.

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