La muerte del asesino

La muerte del asesino

Por: Jorge Fontevecchia. Escuché decir a los españoles que la grieta franquistas-antifranquistas y republicanos versus monárquicos precisó que el paso del tiempo acompañara la muerte de quienes la habían atravesado.

Como fue cuatro décadas antes de nuestra última dictadura militar, esa grieta de la Guerra Civil en España se fue cerrando hacia fines de siglo, cuando ya hasta la mayoría de sus más jóvenes contemporáneos pasaban los 80 años y comenzaron a morir.

En Argentina nos faltan dos décadas para que eso suceda, pero ya en esta tercera década del siglo XXI comenzaron a fallecer parte de los principales protagonistas más añosos o de peor salud y karma, como Julio Simón, más conocido por su apodo “Turco Julián”, con el que ejercía como mandamás del último centro de detención ilegal de la dictadura que funcionó hasta enero de 1979, Olimpo, destacándose también su presencia en la sala de tortura llamada “el quirófano”.

Paradojas del destino, el “Turco Julián” murió en la cárcel de Marcos Paz a los 84 años el día después de este último y controvertido 24 marzo donde contrastó la masiva marcha recordando aquel de 1976 con un video que emitió la Casa Rosada que por su parcialidad demuestra cuánto nos falta recorrer para cicatrizar la herida (palabra que prefiere en lugar de grieta el sucesor de Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva).

Ya fallecieron el teniente coronel Guillermo Minicucci, quien hoy tendría 93 años, por entonces mayor y delegado militar en el Olimpo del comandante del Primer Cuerpo de Ejército Carlos Guillermo Suárez Mason, quien hoy tendría 101 años, responsable máximo. El “Turco Julián” era un policía que en 1979 tenía 38 años y se movía a sus anchas en un predio que era de la Policía: de la División Automotores de la Policía Federal.

La condena del “Turco Julián” en 2006 fue la primera a un subalterno después de que en 2003 el Congreso anulara las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, mérito compartido del Congreso durante la presidencia de Néstor Kirchner con el juez federal Gabriel Cavallo, que ya en 2001 dio el puntapié inicial declarando inconstitucionales las leyes que los carapintadas le arrancaron a un Alfonsín debilitado en 1987 y exculpaban a cualquier miembro de las fuerzas de seguridad por debajo de coronel “en tanto y en cuanto no se hubiesen apropiado de menores o de inmuebles de desaparecidos”.

Con la reactivación de las causas me tocó volver a declarar, la primera vez había sido en 1984, en la de los centros de cautiverio Atlético, Banco y Olimpo, dependientes del I Cuerpo de Ejército, a cargo de Guillermo Suárez Mason, por haber sido uno de los últimos en estar detenido allí en enero de 1979.

Confieso que me alegré con las condenas al “Turco Julián”, pero frente a la noticia de su muerte, justo el día en que le respondí al video de Casa Rosada sobre el 24 marzo desde la columna del programa de las mañanas en Radio Perfil (bit.ly/laje-no-tuve-su-suerte), mis sentimientos fueron perturbadores. No era alegría, no era tristeza, quizás pena por la incomprensión y divergencias sobre lo que pasó durante la dictadura militar que es solo un significante de la grieta general que nos hace una y otra vez caer y tener que volver a levantarnos en un eterno retorno de decadencia que no podemos superar.

Pensé que lo mismo pasaría si en octubre o meses después se llegara a derrumbar el gobierno de Javier Milei, de quien soy muy crítico, también sentiría pena por todos nosotros, por otro fracaso social que desde mi perspectiva anida en la misma causa que detuvo nuestro progreso hace cincuenta años: la antinomia.

La muerte del “Turco Julián”, apenas un autor material, me recordó todo aquel sinsentido con ribetes hasta ridículos. En la columna “Laje: yo no tuve su suerte”, conté algunos de esos episodios en el Olimpo y en medio de la Guerra de Malvinas, la muerte del “Turco Julián” me recordó otro que de alguna manera pinta la pérdida de racionalidad de aquella época, con la esperanza de que la irracionalidad actual sea menor.

A salir del Olimpo me advirtieron que cada tanto recibiría un llamado telefónico en la redacción de alguien que se identificaría como Clark Kent y que cuando eso sucediera, sin más diálogo, debía salir a la puerta y subir al auto que iba a parar delante mío con su puerta abierta. Era una forma de marcar que seguía bajo su control y a la vez de tortura psicológica. Pero al mismo tiempo de haber un goce sádico en el paseo que me daban como en el nombre que habían elegido del personaje terrestre de Superman que era un periodista, demostraban la falta de inhibiciones y la incompetencia militar que luego exhibieron en cada uno de sus actos. Porque, más que malos, además eran torpes. Literalmente, venían con varios autos Falcon verdes en caravana, de la misma forma que cuando me detuvieron, dejando los registros que luego los llevaron a sus condenas. Lo mismo el nombre del centro de detención ilegal que colocaron en un ingreso interior: “Bienvenidos al Olimpo de los dioses. Firmado: Los centuriones”.

Por su ineptitud y banalidad del mal, recordando el término que acuñó Hannah Arendt, me apenó pensar hoy cuántas veces, aun sin aquella violencia frontal, se repite esa insensibilidad banal junto a la ineptitud para la función de quien desde el poder cree que sabe sin saber.

La muerte del “Turco Julián” no solo me hizo revivir aquellos años, sino me apenó por algunos puntos de contacto con estos actuales. Ojalá con su muerte también muriera él en la mente de sus víctimas, pero faltan aún dos décadas para ese borramiento completo.

Reflexiones filosóficas: Jacques Derrida cree que “el perdón auténtico es incondicional y radical, incluso ante lo imperdonable”. Hannah Arendt cree que en él se constituye “la reconciliación y la posibilidad de un nuevo comienzo en la esfera política, pero no necesariamente exige olvido”. Desde la perspectiva jurídica, John Rawls considera al perdón como un mecanismo de reparación social (la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Sudáfrica), pero Nietzche consideraba al perdón como una debilidad moral y al perdón cristiano como una moral de los esclavos.

Son válidas preguntas como ¿se debe perdonar incluso sin el arrepentimiento del ofensor? ¿Existe un límite ético al perdón frente a crímenes de lesa humanidad? ¿Puede existir perdón sin olvido? Y ¿se trata de un acto individual o colectivo?

No sé. Sí creo que la justicia restaura y que hay que superar el odio fuente de violencia adicional.

Comentá la nota