La inmigración en la Unión Europea. En un gigantesco operativo en Calais, grupos de migrantes hacían fila para registrarse y ser trasladados en buses a 451 centros en el interior. Algunos no querían marcharse.
Eran las seis de la mañana y ellos habían pasado la noche del domingo al lunes en esa fila, esperando. Alineados, en orden, con sus caras cubiertas para soportar el frío y esos foulards modernos adaptados a sus ancestrales costumbres del desierto como un turbante, los refugiados sudaneses esperaban en la rue de Dunes a que se abriera el Centro de Acogida, que iba a cambiarles a ellos la vida y les devolvería la dignidad. Estaban solo ellos, a unos doscientos metros de La Jungla en Calais, ese campamento de refugiados en las dunas, su casa, que hoy comenzarán a demoler las topadoras francesas, para distribuir a sus 7.300 habitantes en 451 centros de Francia, con la posibilidad de pedir asilo político.
Esa imagen de esos hombres oscuros, silenciosos, dignos, que huyeron de Darfur, de las milicias, la guerra civil y la limpieza étnica, no dejó a nadie indiferente en esa helada madrugada de ayer, con sus caras solo iluminadas por una sirena de un camión de la policía que pasaba. Se emocionaban los fotógrafos de guerra, los periodistas, se abrazaban los humanitarios. No era una imagen triste. Era conmovedora, perturbadora en su significación. Ellos eran el símbolo de estos nuevos tiempos. En esa miseria absoluta de La Jungla, en la falta de confort, en el frío, esos doscientos sudaneses mudos, limpios, con su vida entera en una pequeña mochila, valija de mano o en una maltrecha bolsa de plástico, aferrados al teléfono celular, que encierra su memoria y su historia, eran la imagen de una inmensa dignidad personal. Ellos representaban la pobreza del dolor. La miseria de no tener nada y la moral de representar todo. Porque se salvaron en la guerra, sobrevivieron el desierto, la esclavitud en Libia, el cruce del Mar Mediterráneo y La Jungla. Ahora, a pesar de la desinformación, de la confusión, de la falta de traductores para explicar propiamente quiénes son y por qué necesitan asilo y poder contar su historia, están en el primer paso para recuperar su nombre y probablemente, un documento de identidad. Su legalización en Francia será el primer capítulo para recuperar su identidad, sus derechos ciudadanos y salvar su vida.
Durante meses todas las noches intentaban, una y otra vez, llegar a El Dorado británico, su Madre Patria colonial. Un sueño evaporado porque el Eurotúnel y la terminal del ferry, que vincula Francia con Gran Bretaña, se convirtió en un Muro de Berlín. Muchos sueños terminaron aplastados por las ruedas de los camiones o congelados en un camión frigorífico, en su intento de atravesar el Canal de la Mancha.
Los sudaneses fueron los primeros en llegar al centro de registro. Luego vinieron los eritreos, que huyen de la dictadura, del servicio militar que puede extenderse a seis años, de la persecución tribal. Y finalmente los ruidosos afganos, que huyen ya no solo del talibán sino del ISIS, que se instaló en su territorio con talibanes disidentes. Todos en tenso vínculo con sudaneses y paquistaníes. La fila se volvió densa, ruidosa. La policía antidisturbios temía incidentes y los 1.000 periodistas, que habían llegado de medio mundo, no esperaban otra cosa.
Comenzó a amanecer y la presunta tensión comenzó a reducirse. El hangar de 3.000 metros se convirtió en “el destino”. Una suerte de lotería, a donde llegaban los refugiados en filas prolijamente ordenadas, para señalar, en un gran mapa global, el país donde habían nacido y recibir inmediatamente un brazalete de color. Luego la oferta de dos regiones en Francia. Un brazalete que sella su suerte y decidirá si Francia les da o no asilo político frente a esas circunstancias y el ómnibus al centro. Una cama caliente, una ducha digna, trámites a iniciar. Ismail, Ahmad, Mohammad, tres sudaneses y primeros de las filas, partieron en el primer ómnibus a Bourgone y comenzaron a filmar su nueva vida.
“A Normandía”, gritaba otro sudanés, entusiasmado, que le explicaba a otro donde quedaba. Muchos no hablan ni siquiera inglés, pero algunos dominan el francés, que aprendieron en La Jungla. Lyon, Aquitania, Borgoña, Bordeaux, el valle de la Loire, fueron los otros destinos, donde los recibió cada alcalde, con una cena. Médicos, trámites administrativos y una explicación de las posibilidades en la región les será ofrecida desde hoy. Los inmigrantes seguirán llegando hasta el viernes o sábado.
Al menos 3.000 refugiados hicieron cola en el centro de acogida de Calais, divididos por barreras metálicas, que separaban a los adultos, familias con hijos, vulnerables, que incluían a los enfermos y a las mujeres embarazadas, y los menores no acompañados. En ese inmenso hangar comenzaba la lotería. Todos los que habían perdido o quemado sus papeles en la travesía a Europa, tenían la oportunidad de recuperar su identidad. En esas carpas azules, debían admitir finalmente su nombre, la nacionalidad, su fecha de nacimiento, para conseguir una aplicación y una demanda de identidad que les podría asegurar, eventualmente, el status de refugiado en Francia. Una visa por 10 años, la posibilidad de seguir sus estudios, aprender francés y eventualmente, al finalizar el trámite, trabajar.
Era el hangar el centro de la “transformación”. Llegaban tensos, gritones, con sus pocas pertenencias. Entre los afganos incluían guitarras, tambores y hasta palos de cricket, el fútbol de su país. Después de la interrogación, la sonrisa. El Centro había decidido no romper ese espíritu comunitario, identitario, que había nacido entre las diferentes etnias y religiones en La Jungla. Podían partir en grupos, unidos, como en La Jungla, pero bajo mejores condiciones y con esperanzas.
En la Jungla corría el rumor. Poco a poco iba perdiendo su espíritu comunitario. Se vaciaba. Los que habían decidido quedarse, se acercaban a despedirse de los que se iban. Y se convencían. Volvían, hacían su valija y regresaban a la fila para buscar iniciar una nueva vida.
Comentá la nota