El presidente deberá tomar decisiones desde el día uno. Costos, beneficios y apoyos. La gobernabilidad de mercado. La torpeza en política exterior, las líneas rojas y el rol de la oposición.
Por: Nicolás Lantos.
Ya no hay tiempo para procrastinar decisiones. Javier Milei asumirá este mediodía como presidente de la Argentina, el décimo desde la recuperación de la democracia, hoy hace cuarenta años. Producto de la falta de preparación, de cambios de planes sobre la marcha, de ajuste a la realidad o de pujas entre los distintos sectores que se disputan el poder bajo su administración (o, más probablemente, de una combinación de todas esas cosas), el mandatario electo llega a esta instancia con más dudas que certezas.
Su plan económico, su estrategia de acumulación política, incluso los nombramientos en algunos espacios claves siguen siendo un misterio para una sociedad que se prepara para pasar un tiempo largo hasta que vuelvan las buenas noticias. Filas eternas en los supermercados durante el fin de semana largo y una masiva caída de reservas hoteleras para este verano dan cuenta de que, más allá de qué votaron y por qué, los argentinos sospechan, ahora, que el ajuste nunca lo paga solamente la casta.
Milei asume con algo a favor. Existe un consenso casi absoluto entre los economistas argentinos de distintas escuelas sobre la necesidad de un plan de estabilización (digámosle “ajuste”) que acomode la macro como condición absoluta para que el país vuelva a encarrilar en las vías del desarrollo. El problema, en todo caso, es intentar hacerlo con motosierra cuando hace falta un bisturí, al menos si se intenta preservar al tejido social de un daño inmenso y difícilmente reparable.
En el marco de las idas y vueltas en el armado del gabinete y en las definiciones políticas, durante las horas previas a la asunción se asentó la idea de que Milei cambiará la motosierra por una licuadora. Si se sueltan todas las anclas para forzar el ingreso en un régimen de inflación considerablemente más alto que el actual, sin presupuesto aprobado para el 2024, el presidente electo podrá recortar partidas y asignar recursos sin la necesidad de trámites engorrosos en el Congreso.
Desde ese lugar de poder, buscará trocar apoyo político por dinero y de esa forma construir una suerte de gobernabilidad de mercado. En todo proceso de shock hay ganadores y perdedores, y el reparto entre esas dos columnas muchas veces dependerá del favor presidencial. A los amigos todo, a los enemigos ni un mango. ¿Y a los ciudadanos y ciudadanas de a pie? Imaginensé. Entre los precios a sincerar no se menciona, por ahora, el del trabajo. Es decir: los salarios.
Una sensación se expande en todo el arco político y empresarial a medida que se acerca la hora cero. Existe un enorme desfasaje entre la inmensa ambición del proyecto político de Javier Milei, que se propone una transformación estructural de la economía, la sociedad y la cultura argentina, y los medios con los que cuenta para llevarlo a cabo. Fruto de su esquema de gobernabilidad de mercado, el presidente asume sin garantes y solamente se apoya en acuerdos circunstanciales. Demasiado poco.
Se ve claramente en la conformación de su gabinete, un verdadero ejercicio de unidad nacional del que participan actores que provienen del sector privado (Diana Mondino, Guillermo Ferraro), del macrismo (Luis Caputo), de la UCR (Luis Petri), del sciolismo (el propio embajador en Brasil), del albertismo (Guillermo Francos, Yanina Martínez), del Frente Renovador (Marco Lavagna, Flavia Royón) y Patricia Bullrich, y sin embargo ninguna de esas concesiones le permite ampliar su base de sustentación.
Ese reparto es fruto de la misma lógica mercantil de la gobernabilidad, de eficacia no comprobada, a la que se entrega Milei. Hay poca oferta de cuadros propios y una enorme demanda de funcionarios en el organigrama, por lo que resulta sumamente razonable que sea políticamente tan barato conseguir un ministerio o una secretaría. Una dificultad adicional para la difícil tarea de conjugar ese pragmatismo nacido de la necesidad con el dogma de pureza ideológica que vendió durante la campaña.
Ninguna de esas cesiones le sumó siquiera una banca. Milei asumirá con la misma cantidad de diputados y senadores que tenía el día después de la primera vuelta. La ley ómnibus no encuentra plafón siquiera en su mesa chica, donde ahora ponen en duda la realización de extraordinarias. El primer gesto institucional será justamente darle la espalda al Congreso con un discurso afuera, de cara a sus simpatizantes. La plaza sobre las instituciones. La facción antes que la representación de todos los argentinos.
Pasará la ceremonia en el recinto, el acto en las escalinatas, la jura del gabinete y los cócteles en la Casa Rosada, adonde solamente accede lo más etéreo de la casta. Y luego deberá comenzar a gobernar. A pesar del voluntarismo de los voceros oficiosos del nuevo gobierno, la paciencia popular puede no ser muy dispendiosa. Contar la herencia no va a servir, como no le sirvió a Alberto Fernández ni a Mauricio Macri. Las cosas están mal. Por eso los votaron. Les demandan soluciones, no explicaciones.
Lejos de ofrecer soluciones, por ahora Milei trae consigo nuevos problemas. El flamante mandatario, incluso antes de asumir, se involucró de lleno en los dos conflictos bélicos más importantes del globo, a partir de su promesa de mudar la embajada en Israel a Jerusalem y de la invitación al ucraniano Volodimir Zelenski a la toma de poder. Son decisiones que no traen beneficios para el país pero sí pueden implicar costos altísimos, como los argentinos aprendimos trágicamente en la década del 90.
A Milei le gusta verse reflejado en el espejo de Carlos Menem pero esa comparación omite un factor crucial. El riojano supo leer perfectamente el tiempo que le tocó gobernar y se dedicó a seguir la corriente del consenso de Washington, como indicaba el manual. El nuevo presidente, en cambio, imitando el gesto sin entender el contexto, se obstina en viajar en dirección contraria: al multilateralismo floreciente, al gobierno demócrata en Washington, a la relación con los principales socios comerciales.
De todas las áreas de gobierno que parecen, a priori, flojas de papeles, las relaciones exteriores es la que exhibe las muestras más evidentes de amateurismo. La declaración de alineamiento automático con Estados Unidos e Israel, dos aliados estratégicos de Gran Bretaña, lesiona los reclamos de soberanía sobre el Atlántico Sur, al mismo tiempo que Petri, el ministro de Defensa, asegura que en la Argentina “no se avisoran hipótesis de conflicto externo”. Francamente preocupante.
La oposición tiene el mandato de aprender de la experiencia y concentrar sus esfuerzos en evitar los daños más graves. De ninguna manera puede replicarse lo que sucedió en 2018 cuando, después de dos años y medio de protestas, no quedaban fuerzas para plantarse ante la decisión de suscribir el préstamo con el FMI, la medida estructuralmente más costosa del gobierno de Macri. Deben trazarse líneas rojas sobre temas en los que después es muy difícil, muy costoso o imposible dar marcha atrás.
Algunos son económicos, como la dolarización, o tienen componentes estratégicos como la privatización de YPF o de Arsat. Otros son mucho más complejos; el ejemplo más claro es el incremento de la violencia narco. Argentina sigue siendo uno de los países del continente con tasa de homicidios más baja (4,2 por cien mil en 2022). El índice viene mejorando con todas las administraciones de 2007 en adelante. La vara está baja, pero no tanto. Es tarea de todos, no solo del presidente, levantarla.
Comentá la nota