El Presidente plantea un desafío mayúsculo al sistema político, con un intento de acumular facultades inédito para un gobierno sin mayorías; las reacciones ante la intransigencia con las protestas y los cambios electorales
Martín Rodríguez Yebra
El combo DNU-Ley Ómnibus de Javier Milei representa mucho más que la orientación estratégica de un gobierno naciente. Es, ante todo, el esbozo de un proyecto institucional que se sostiene en la idea de que solo el presidente encarna la voluntad popular. Sobre todo aquel que lo objete pesará la sospecha de la traición al bien común.
En un total de 1030 artículos Milei aspira a una importante concentración de poder para desregular la economía, administrar los bienes del Estado, reformular como una hoja en blanco el sistema electoral, modificar alícuotas de impuestos, enfrentar a las protestas con una dureza nunca conocida en democracia e intervenir en infinidad de aspectos de la vida cotidiana de los argentinos.
La novedad del programa de Milei no reside en su pretensión fundacional, común a casi todos los presidentes constitucionales de los últimos 40 años. No es ni mucho menos el primero que le pide al Congreso que se abstenga de cumplir sus funciones constitucionales en nombre de la emergencia, que empieza a ser el estado natural de las cosas en la Argentina del siglo XXI. Sin ir más lejos, Alberto Fernández arrancó su gestión con una amplísima cesión de facultades en 2019 y se durmió en los laureles del primer verano hasta que la pandemia marcó el inicio de una crisis sin fondo. A Carlos Menem se lo caricaturizaba como un rey por su propensión a gobernar por decreto. Los Kirchner reglamentaron a gusto el ejercicio de los DNU para saltarse la engorrosa mirada de los republicanos de entonces.
Lo realmente disruptivo en el caso de Milei es que persigue ese fin desde una posición de minoría extrema en las dos cámaras parlamentarias y sin negociar previamente con partidos, gremios y otras organizaciones afectadas por las medidas.
Milei trabaja sobre la conciencia de los profesionales de la política a los que él -un amateur orgulloso de esa condición- derrotó con estrépito. Les dice: “Ustedes tienen bancas en el Congreso; yo tengo el mandato para reconstruir la Argentina”. Es David contra el Goliath de “la casta”, ese colectivo difuso al que acaba de acusar de corrupto por resistirse a convalidar a libro cerrado su legislación. “A esos que les gusta tanto la discusión y discutir la coma y todo eso es porque están buscando coimas”, dijo horas antes de presentar el proyecto bautizado con esos nombres pomposos a los que ningún político tradicional se resiste: “Ley de Bases y Puntos de Partida para La Libertad de los Argentinos”.
Si sus antecesores exigían celeridad para un trámite que tenían garantizado de todos modos, el nuevo gobierno le pide manos libres a un conjunto de diputados y senadores que en su gran mayoría fueron elegidos en listas ajenas.
Es un duelo de legitimidad que Milei pelea con un arma cuya capacidad de fuego está sujeta a variables que no domina del todo. Sus actos se sostienen en el apoyo popular, resumido en el 55% que optó por él en el balotaje frente a Sergio Massa. Esa cifra, a su juicio, relega a los diputados y senadores a un orden menor, pese a que también ellos ocupan sus bancas gracias al voto ciudadano.
El triunfo de La Libertad Avanza (LLA) en noviembre no tiene un correlato en las cámaras. Con solo 38 de 257 diputados y 7 de 72 senadores, Milei mueve sus fichas sin perder el tiempo. El número mágico de la popularidad presidencial puede verse impactado por los efectos del ajuste económico que acomete para sacar al país del incendio inflacionario en que lo dejó el trío Alberto Fernández-Cristina Kirchner-Sergio Massa. “Nunca es mejor momento que ahora. Es shock en todo sentido”, reafirma una fuente de la Casa Rosada.
La lógica del “todo o nada” enreda a los opositores en el resultado del programa económico. La resistencia al DNU y a la ley (que lo absorbe y multiplica) se presenta como una forma de poner “palos en la rueda”. De alargar el sufrimiento “de los argentinos de bien”.
La estrategia de Milei parte de la convicción de que el sistema político jamás aprobaría en una negociación tradicional semejante giro del ordenamiento económico, social y político del país. El set de medidas incluidas en el paquete normativo se asienta en una verdadera “guerra cultural”: es el péndulo que vuelve con fuerza después de 20 años en los que el estatismo de rasgos autoritarios estableció la fisonomía del deber ser nacional.
Mano dura
La ruptura se percibe casi como en ningún otro aspecto en el capítulo de Seguridad Interior y, en particular, en lo que refiere a las protestas callejeras. La tradición del desborde y la inacción del kirchnerismo ante los piquetes que enloquecieron durante tanto tiempo la rutina de las ciudades horneó a fuego lento un consenso de mano dura que Milei y Patricia Bullrich se proponen satisfacer.
La ley ómnibus deja en manos del Gobierno la potestad de oponerse a una “manifestación o reunión”, establece con más claridad y con penas agravadas el delito de cortar calles y pone la mira en los organizadores de las marchas, con posibles sanciones tanto penales como económicas, incluso si no hubieran asistido al acto. Quien quiera protestar tiene que notificar con 48 horas de anticipación al Ministerio de Seguridad y declarar quiénes son los responsables, dice el proyecto. La autoridad determinará si avala o no el día y el lugar de la manifestación. Se llega a establecer que las protestas espontáneas deben cumplir ese requisito “con la mayor antelación posible”. Cuesta imaginar cómo se conjuga la espontaneidad de un cacerolazo con la formalidad burocrática exigida.
La norma incorpora el espíritu del protocolo antipiquetes que Bullrich puso en práctica desde su jura como ministra, basado en la saturación policial y la intransigencia ante cualquier amenaza de desborde. Se agravan las sanciones por resistencia a la autoridad y se incorpora un amplio capítulo sobre legítima defensa.
Al previsible rechazo del peronismo (al menos de su porción todavía mayoritaria, el kirchnerismo), estos aspectos generan resquemores en el radicalismo, cuya posición resulta clave para formar mayorías en las dos cámaras del Congreso.
Lo ambicioso de la reforma en un área tan sensible anticipa, además, una fuerte discusión de constitucionalidad en los tribunales.
En la UCR tampoco despierta simpatía el disruptivo cambio que establece un sistema de elección uninominal de los diputados nacionales. Hecho a semejanza del sistema tradicional anglosajón, se propone que cada provincia se divida en tantas circunscripciones electorales como diputados envía al Congreso. Se elimina así la lista sábana y cada ciudadano elegirá a un único legislador en representación de su zona.
Es un modelo que en abstracto disminuye la representación de las minorías. Funciona de manera aceitada en países donde existe un sistema sólido de partidos, lo que garantiza que los parlamentos no difieran demasiado del resultado general de la elección. La clave de bóveda reside en la delimitación de los distritos electorales: el proyecto de ley deja en manos del Poder Ejecutivo establecer sus límites geográficos exactos. Incluso en Gran Bretaña -donde se aplica esta lógica desde hace siglos- son frecuentes las polémicas por la manipulación de circunscripciones históricas ante cada modificación del censo electoral.
El artículo 450 de la ley ómnibus propone un cambio en la cantidad de diputados de cada provincia más acorde a la proporción de habitantes, lo que aumentaría el peso de Buenos Aires, Córdoba y las provincias más grandes, a costa de otras menos pobladas. Un obstáculo a la hora de convencer a los gobernadores no alineados con el kirchnerismo.
La eliminación de las PASO aparece como una iniciativa capaz de aglutinar mayorías, sobre todo después del cansancio que acumula la sociedad por el interminable calendario electoral de 2023. Para una fuerza como la de Milei, dependiente casi exclusivamente del líder, un sistema de internas obligatorias no puede ser visto más que como un obstáculo. Pero a los otros partidos tampoco le sobran argumentos para defender el principal invento electoral de Néstor y Cristina Kirchner.
La delegación de facultades implica que el Congreso se abstenga también de intervenir en la fijación de las alícuotas de las retenciones, una vez convalidados los niveles que definió para esta primera etapa el ministro de Economía, Luis Caputo. Milei tendrá, de ser aprobada la ley, el poder para privatizar cualquier empresa pública o disponer de las participaciones accionarias del Estado, como las que le permiten controlar YPF. También de fijar los aumentos de jubilaciones, ya que se suspende la fórmula de actualización cuyo debate tan a menudo desata tempestades.
Manifiesto revolucionario
Los líderes parlamentarios miran el panorama con inquietud. Se cae a pedazos su idea original de que el triunfo de Milei los colocaría en una posición de fuerza ante un gobierno famélico de bancas. Solo el Pro acompaña con fervor el fondo y las formas de las transformaciones que propone el Poder Ejecutivo.
Después de un año casi sin sesionar, a los diputados y senadores les cae un manifiesto revolucionario que revisa el trato del ciudadano y el Estado, que abre la puerta al arancelamiento de las universidades (para extranjeros no residentes, según el texto), que legisla sobre el sistema sanitario, desregula los más variados mercados (legaliza, por ejemplo, la reventa de entradas para eventos deportivos), modifica impuestos, autoriza al Poder Ejecutivo a rescindir contratos y facilita trámites como el divorcio de común acuerdo. Toca intereses e ignora otros. Sobrevive, por caso, el régimen de promoción industrial de Tierra del Fuego.
Milei expone a sus rivales a bailar sin descanso. Quiere contrastar su hiperactividad ejecutiva con la demora en la que irremediablemente incurrirán “los políticos” a la hora de someter semejante cuerpo legal a la fuerza ralentizadora del pensamiento ajeno.
La destrucción de las dos grandes coaliciones que monopolizaron la política en este siglo impide imaginar de momento una reacción coordinada. El Presidente juega con la culpa de los derrotados. Habló de espaldas al Palacio al asumir. No aceptó la soga que le tiraron los radicales para revisar “las formas” del DNU, cuyo espíritu decían compartir en un 80 o 90 por ciento. Y la ley ómnibus termina de trazar el campo de la batalla política que diseñó el presidente al que -según su propia confesión- le aburre la política. “¿Van a aliarse los radicales al kirchnerismo para impedirme gobernar?”, ha dicho en reuniones reservadas. ¿Van a inmolarse por la división de poderes los gobernadores a los que la Casa Rosada les cortó el chorro de las transferencias discrecionales y la obra pública?, podría añadir.
Lo que se vislumbra en el horizonte es un tiempo verdaderamente nuevo, marcado por la audacia de un hombre de avasallante vocación transformadora y la incógnita de una oposición balcanizada a la que se le ofrece una llave para cerrar desde adentro las puertas del Congreso.
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