Cuando casi nadie los esperaba, la Pulga, la Fiera y el León llegaron anoche a Rosario en avión luego de perseguir el sueño mundialista, que quedó a un paso
Martes. Apenas pasaron unos minutos de las ocho de la noche y el aeropuerto de Fisherton Islas Malvinas luce semidesértico. Pasó algo más de media hora desde el último arribo. No hay gente que despida pasajeros. No hay mucho más que el personal de seguridad y de aerolíneas. En el fondo del hall del ala principal, cerquita de la puerta de vuelos de cabotaje, dos nenas no paran de correr. Una abuela trata de seguirles el ritmo pero no puede. Y una bisabuela carga carteras y abrigos. Esperan ansiosas. Son las hijas, la mamá y la abuela de Maximiliano Rodríguez, que vuelve después de disputar nada menos que el Mundial de Brasil. Pero Maxi no llega solo. Y entonces las pocas almas que dan vueltas por el aeropuerto se revolucionan. Con él viene el mejor jugador del mundo y Balón de Oro de la Copa, nada menos que Lionel Messi. Y el León, el símbolo de la selección, Javier Mascherano. Mientras la ciudad ya descansa y se apresta a encarar la mitad de semana, con el termómetro de la fiebre mundialista llegando a cero, los subcampeones del mundo ponen pie en su tierra. Están en casa.
"¿Qué querés que te diga? Ya dije todo", dice Leo cuando se le pregunta sobre las emociones asimiladas, a unos días de distancia con la final que se perdió el domingo ante Alemania. Y se ríe, pícaro, como es dentro de la cancha. Primero mira al rival, esta periodista, la escanea de arriba abajo, desconfía, y ante la insistencia responde con ese "no hay nada más". "Pero esta es tu ciudad, Leo, podrías decir algo para la gente que te siguió desde acá". No hay caso. No gambetea porque lleva valija. Igual no le hace falta. Mirá al frente y sale rápido, la cancha le queda libre, toda para él. Incluso su esposa Antonella Roccuzzo aparece rezagada. Pero qué importa, si esos pocos curiosos que andan por ahí se desesperan por alcanzarlo a él, hasta que se sube a una camioneta negra en el estacionamiento. "¡Gracias crack!", se enamora uno de los pocos privilegiados que llega a sacarse una foto con él.
Javier Macherano y Maxi Rodríguez tampoco hablan con la prensa. Entiéndase por ello sólo Ovación. Porque ningún otro medio estuvo en el aeropuerto. Hay una decisión compartida. Es evidente. "¿Cómo se enteraron?", le pregunta María Fernanda Morello, esposa de Masche, a la reportera gráfica del diario. Hay sorpresa. Ovación no va a develar ese secreto, pero los encontró. Es más, en el medio hubo una odisea. El remisero debió abandonarlas porque su mujer tenía pérdidas (¿habrá nacido el bebé?) y debió huir a su casa antes de terminar el periplo.
Javier Mascherano, para muchos el capitán sin cinta, agacha la cabeza y evita el contacto visual con el alrededor. Queda clara la negativa a hablar. Pero no hay asedio, solo un acercamiento respetuoso. Si el país los recibió como héroes, si les gusta el reconocimiento y si vienen de refundar las ilusiones del fútbol argentino en la elite mundial, ¿por qué no detenerse un ratito? Pero optan por el silencio y al fin también es valedero después del ruido que los envolvió. La Fiera dice que no habla, pero promete hacerlo cuando se reincorpore a Newell’s, aunque aseguró no tener certeza de cuándo lo hará. No pasará mucho tiempo.
Messi, Masche y la Fiera volaron con sus esposas desde Ezeiza, donde el lunes se encontraron con la presidenta de la Nación Cristina Fernández, junto a todo el plantel. A las 20.15 tocaron suelo rosarino con el taxi aéreo de la empresa Caviline. Y descansarán en la ciudad a modo de minivacaciones antes de volver a sus clubes. El lunes se refirieron al orgullo de representar al país, al grupo que integran y a que querían darle “una alegría a todo el pueblo argentino”, que se quedaron con el sabor agridulce pero que ya está. Y entonces como ya está, mejor releer aquello.
Cuando Maxi y su esposa Gabriela Plano aparecen en el hall sus hijas se sueltan del brazo de la abuela y los abrazan con locura. La Fiera nada tiene de Fiera con sus nenas, se desvanece en ellas. Y en los abrazos con su mamá y la abuela Beatriz, su debilidad. “Se me hizo largo, desde que se fue al Mundial que no hablo con él. Viste cómo es, yo no uso celular, me entero por mi hija de cómo anda, pero se me hizo largo”. En un rato Maxi estará sentado con esa familia a la mesa para empezar a digerir entre todos un nuevo campeonato del mundo en su notable carrera. El reencuentro se cargará de relatos, disfrutarán entre todos de un logro histórico. Porque aunque Argentina no haya podido levantar la Copa, hacía 24 años que no se llegaba a una final.
Mascherano es el más esquivo, agacha la cabeza y evita la foto. Pero después se resigna: “Dale, ya me sacaste un montón”, le dice cómplice a la fotógrafa que lo ametralló con su flash. Se apura. A él le queda un tramo más de viaje, lo espera San Lorenzo. La ciudad donde Cabral se hizo soldado heroico para defender a San Martín, el prócer de la historia argentina con el que tanto se lo identificó en los últimos días por su gran desempeño en el Mundial.
¿Y Leo? Leo se sigue riendo. Se abraza con la familia de Maxi, igual que Masche, porque los suyos no esperaron en el hall sino en los vehículos en el estacionamiento. Y después se va tranquilo. Querían pasar desapercibidos. No pudieron hacerlo como pensaban. Después de todo no es nada grave fallar a veces, es privativo del ser humano. Quizás por eso Leo Messi se siga riendo. Esta vez no pudo escaparse sin tener que gambetear. Y qué va. Si total es lo que mejor le sale.
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