Crónica.Es el Piñero, ubicado en el Bajo Flores, muy cerca de la villa 1-11-14. Sólo en el primer semestre del año tuvieron que operar allí a 99 heridos de bala.
Pasar la noche en una guardia de hospital es como no poder dormir. El insomne sufre mientras deambula entre el silencio nocturno –esa idea improbable nacida por contraste– y el ruido mental que fuerza la vigilia. Su miedo es despertar. Para quienes atraviesan la noche en una guardia, el temor es que la densidad que late en la quietud abandone su estado de amenaza y estalle, despierte y sacuda todo. Es una tensión permanente.
Sólo en un cementerio el silencio es más persistente que en un hospital, aunque no tan frágil: aquí, en la guardia del Piñero, en el Bajo Flores, son las 3 y ese vacío se interrumpe apenas de a ratos. Cualquier sonido corta en fetas la quietud: un ascensor se pone en marcha, una puerta se cierra con el viento, alguien grita de dolor. ¿Será un enfermo o un fantasma el del aullido?
Es domingo de madrugada y en el Hospital Piñero pasa poco. Un hombre camina con la ayuda de otro, más por borracho que por herido, aunque de un brazo le cuelga el suero y en su nariz hay sangre seca. Tiene los pantalones sucios y los brazos raspados. Fue, es evidente, el que terminó perdiendo en la pelea. Sale a la calle que bordea la entrada a la guardia y arrastra los pies. Lo observan un vigilador y una mujer que charlan y ríen como si fueran novios furtivos, o adolescentes.
El borracho se topa con los únicos dos despiertos de la media docena de indigentes que se protegen de la noche en la antesala de la guardia, donde les permiten dormir. Uno de ellos grita un balbuceo. Tiene el énfasis de un reclamo, pero no se entiende. El hombre –alto, gordo, la piel manchada– lleva una toalla sobre su espalda como un campeón de boxeo. El perro que lo sigue a todos lados ladra con histeria. El vigilador no ve la escena, pero la oye. Abandona a su amiga, camina hacia el conflicto y observa, alerta, a distancia respetuosa. Saca pecho y, como el perro –que sigue ladrando–, eleva su pelaje. Luego todo se calma. El perro calla y el guardia vuelve a lo suyo.
A las 3.15 aparece la primera ambulancia del SAME de la noche. Trae a otros dos ebrios golpeados y descompuestos. Mientras un policía de la Metropolitana –que custodia el móvil de emergencia– los lleva hasta los médicos, el chofer agarra un trapo, un balde y un secador e intenta desterrar con asco el vómito que le dejaron de regalo.
Aunque aparece sin la urgencia que puede imaginarse, la ambulancia cambia algo en la atmósfera. Es como sacarle el dedo a la boca de una manguera. Atrás de la primera llega otra, con una mujer borracha y una amiga en iguales condiciones. Los vigiladores, que son cinco y se suman a la custodia de Gendarmería y a la del agente metropolitano a bordo de la ambulancia, se hacen bromas con los empleados de limpieza. “La noche en un hospital es así, tenés de todo. ¿Pero te digo la verdad? Vos no viste nada”, sonríe uno de los custodios privados, que andan vestidos de negro como la Tropa de Elite brasileña.
Y entonces las palabras del hombre desaparecen. La “nada” es todo de repente. Y el todo se desvanece: un Fiat Duna blanco irrumpe en la calle de entrada de las ambulancias con el motor llevado al extremo, las puertas abiertas y gritos desde su interior. En el asiento del acompañante un joven se asfixia y en su desesperación se agarra el cuello. Está pálido. O amarillo. Una chica se baja del asiento de atrás y le grita: “¡Dale mi amor, bajá, dale, no te duermas, no te mueras!”.
Todo dura cuatro minutos pero el tiempo, en esa noche, con tanto ruido, ya no corre normalmente. Parecen siglos. Mientras la chica le suplica vida a su compañero herido, sus tres amigos –que ya bajaron del Duna–, más otros que aparecen desde la avenida Varela, claman por una camilla. Están dispuestos a todo. “Dale gato, dale, traé una camilla que mi primo se muere. ¿No ves? Dale, la concha de tu madre”, le grita en la cara a uno de los vigiladores, que le muestra los dientes pero lo escucha en silencio.
El policía metropolitano aparece con una silla de ruedas para asistir al herido. “No tenemos camilleros, aguantá”, les dice el agente, de la misma edad que los pibes. Pero algunos de ellos ya se habían metido en las salas médicas y habían sacado una camilla. Ahora todos putean al policía. Mientras lo suben a su amigo, que balbuceaba con la mirada perdida, el policía pregunta informalmente que pasó. “Un tiroteo en la villa, le dio una bala perdida”, contesta la chica, que va detrás del cuerpo tieso de su novio, en una lucha desigual por respirar. La tensión es opresión.
“La villa” es la 1-11-14, ubicada a unas cuadras de allí. Por eso, explican, el SAME anda con un policía metropolitano. “Porque nos metemos todo el tiempo y es bravo”, dirá luego el agente, más tranquilo, con la cara del que paga derecho de piso. Posiblemente por su ubicación geográfica, el Piñero es uno de los hospitales porteños que más heridos por arma de fuego recibe por año. Según datos oficiales, durante el primer semestre de 2014 entraron allí 99 baleados que necesitaron intervención quirúrgica. “Es la sociedad y el barrio donde está ubicado el hospital, que es de gente humilde. No se trata de su condición económica sino de algo cultural y también de la incidencia de las adicciones al alcohol y otras drogas en la zona”, comentará días después a Clarín el director del hospital, Damián Pagano, y confirmará que el herido, de 27 años, sufrió tres balazos, que la operación aquella madrugada duró tres horas y media y que se recuperaba en Terapia Intensiva. Los proyectiles (que no eran balas perdidas) le complicaron el hígado, el bazo, el colon y las piernas.
Después de la secuencia y el ruido, la tensión entra por segundos en estado de pausa. Adentro aún se escuchan los gritos que reclaman atención con vehemencia. Afuera aparecen dos de los gendarmes del grupo que custodia a diario el Piñero, con las manos apoyadas en las culatas de sus pistolas. Todos los amigos menos la chica reaparecen enseguida y se suben al Duna. Pero el auto no arranca. Los gendarmes miran. “A la villa tienen que ir ustedes, ¿qué mierda hacen acá? Vayan allá si tienen huevos, cagones”, les dice uno de los pibes.
El motor del Duna reacciona a tiempo. Rajan. Los gendarmes los ven partir y, recién cuando el auto desaparece, sacan la mano del arma.
Media hora más tarde, la noche vuelve a calmarse. El vigilador que tuvo cara a cara a uno de los amigos del herido prende un cigarrillo. “A veces llegan armados y te apuntan en la cabeza para que los atiendan y al toque desaparecen”, cuenta. “Llegan con siete, ocho tiros y sobreviven. Son fuertes estos guachos”, reflexiona, como si hablara de otra especie. Luego presenta la excepción: “Pero el otro día cayó uno con 37 balazos. Ese murió”.
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