Con la llegada de Luis Caputo al Central, Dujovne suma más poder.
La Argentina está sumergida de modo simultáneo en dos experimentos. El gobierno de Mauricio Macri acaba de zamarrear el tablero político con la media sanción en Diputados de la ley que despenaliza el aborto. Arrastró al kirchnerismo y a la izquierda. También a sectores del peronismo. Dividió a su propia coalición, Cambiemos.
La despenalización del aborto, que puede alcanzar la sanción definitiva en el Senado, deberá instrumentarse con una sociedad a la vista dividida y la intervención de un Estado que, para casi todas sus responsabilidades, asoma ineficiente. Esa misma sociedad observa angustiada otra situación. El rumbo de la economía vacilante, que no logra estabilizarse pese al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
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Esa situación detonó otra crisis en el gabinete económico. Obligó al Presidente a volver sobre sus pasos. Aceptó la renuncia de Federico Sturzenegger como jefe del Banco Central y entronizó a Luis Caputo. El ex ministro de Finanzas dejó su cartera en manos también de Nicolás Dujovne. El titular de Hacienda concentra más poder porque coordina a todos los ministros del área. Representa el puente, además, con el FMI.
Bajo un cristal político, la crisis ha forzado a Macri a retomar el esquema que tenía hasta la salida de Alfonso Prat-Gay, en diciembre del 2016. Un poco menos de horizontalidad en el Gabinete. Nada de gradualismo. Con un adicional: Dujovne reúne atribuciones que nunca nadie tuvo antes en el Gobierno. En esa línea el rediseño no ha concluido y anoche mismo se anunciaron modificaciones en el extendido sistema ministerial que ideó al asumir: se fueron los ministros Juan José Aranguren, de Energía y Francisco Cabrera, de Producción.
En el caso de Sturzenegger, una de las razones centrales por las que fue eyectado es que venía perdiendo desde hacía rato la pulseada con los mercados. El problema se agravó a partir de la disparada de mayo. El funcionario vendió millones de dólares de las reservas y no logró coagular la sangría. Ni siquiera cuando el FMI anunció el envío de la mitad (US$ 7,5 mil millones) de la primera remesa prevista.
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El Gobierno empezó a entrar en pánico ante la posibilidad de que tal realidad se prolongara. Y consumiera el capital político y la oportunidad de revivir expectativas sociales que creyó descubrir en el importante trato con el FMI. Allí nació la alternativa de Caputo, con antecedentes conocidos en esta administración y otros ocultos en su historia. El nuevo titular del Banco Central fue un hombre clave durante tres meses, entre 2001 y 2002, en plena gran crisis, para el rearmado de la mesa de dinero de aquella institución. Tomó una licencia en su trabajo privado en el Deutsche Bank. De allí proviene su flamante principal colaborador, Gustavo Cañonero. Un hombre que cumplió un papel de asistencia cuando el Gobierno enfrentó el llamado “martes negro”. Se trató del multimillonario vencimiento de Lebac.
Macri necesita sobre todo contener el dólar. Pero no puede después de que se disparó en mayo. Después verá qué hace con lo demás. Porque la moneda estadounidense desata múltiples problemas, políticos y económicos, acorde con la matriz cultural de nuestra sociedad. Un dólar tranquilo es, al menos, apariencia de gobernabilidad. Un dólar inquieto, exactamente lo contrario. Con fuertes secuelas económicas. La primera de ellas es la inflación. Para el 2018 dejaron de existir las metas. Pero según consultoras privadas sólo en las dos primeras semanas de junio ya habría un acumulado de 2,4%.
El Gobierno supone que con los cambios en el gabinete económico y el blindaje del FMI podría recuperarse cierta cordura. Habrá que ver el contexto externo e interno. Cambiemos es una coalición objetivamente débil. La oposición permanece en estado líquido. Despunta el recambio presidencial del 2019. Existe por delante un ajuste frente al cual nadie sabe cómo podrán conjugarse aquellas variables con el ánimo de la sociedad. El país parece encerrado ahora en un laboratorio.
Allí mismo podría descubrirse una paradoja. Descriptiva, tal vez, del ser nacional. La Argentina es una nación que se atreve a abordar problemáticas afines a los países desarrollados.Ahora la despenalización del aborto. El divorcio, sancionado en tiempos de Raúl Alfonsín. El matrimonio igualitario impulsado por Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Sin embargo, ese mismo colectivo no alcanza a superar ninguna de sus patologías. Un tercio de la población sumergida en la pobreza. La segunda inflación más elevada de la región, luego de Venezuela. Y la sexta del mundo. Un sistema educativo declinante.
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El gran valor de la despenalización del aborto radica en la voluntad de haber encarado el problema. Como no se hace con otros. Mérito de la clase dirigente y de la ciudadanía que participó, sobre todo, en algunas grandes ciudades. Aún así, las cosas pudieron haberse hecho mejor considerando la sensibilidad e importancia del tema. Un dictamen emitido apenas 24 horas antes de la sesión en Diputados pareció una imprudencia. La sociedad mereció estar al tanto detallado sobre todo lo que se votó. No sólo acerca de si el aborto iba a resultar despenalizado.
También convendría tomar conciencia que el camino tendido, si la despenalización del aborto termina de aprobarse, no estará sembrado con flores. Algunos diputados a favor de la ley incurrieron en simplificaciones. Otros derraparon con disparates.La unanimidad de los que se opusieron exhibió una gran debilidad. No tuvieron un dictamen alternativo para cotejar. Alguna receta que ayude a mitigar un problema –el de los abortos clandestinos y las muertes—que constituye una realidad. Fue un punto que el diputado Martín Lousteau subrayó con criterio político.
La inmensa mayoría de los países precursores en materia de despenalización del aborto enseña que las soluciones nunca llegan con premura. Los procesos suelen ser mucho más largos que los seis meses que lleva insumidos la Argentina, desde que al Gobierno se le ocurrió lanzar el debate, tal vez, para distraer la atención de un paisaje desangelado. Tampoco existen las soluciones finales. Todas las legislaciones en la materia son objeto de seguimiento y correcciones. Porque, aun con leyes similares, en cada sociedad representa un ensayo diferente.
Puede decirse que Francia, en ese campo, lleva la batuta. Hace 44 años que reglamentó la despenalización del aborto. Lo hizo sólo por cinco años. En el 1979 realizó una revisión integral. Ahora mismo está en plena observación porque el volumen de abortos no decae pese a la eficaz política anticonceptiva puesta en práctica en 1970. Algo no estaría funcionando bien. España tuvo un extenso recorrido desde 1985 en torno a la legalización que recién consolidó en 2012. Los números son satisfactorios con la reducción de los abortos. Pero titila una luz roja: se incrementan entre las mujeres de 20 y 39 años. La mejor época para la concepción. Un año y medio antes de ser desplazado del poder, Mariano Rajoy propuso una modificación, que no prosperó, sobre la falta de autorización de los padres en las menores que desean interrumpir el embarazo.
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Uruguay está cerca para mirarlo con atención. Sancionó una de las normas más flexibles –también completas-- promovidas por el Frente Amplio. Pero arrancó con el cabildeo en el 2008 y la ley recién cobró vigencia en octubre del 2012. Algunos detalles: la primera frustración obedeció a la negativa de un diputado del oficialismo para votarla. Una vez que se sancionó tuvo un veto de Tabaré Vázquez en su primer mandato. Finalmente fue habilitada por José Mujica. Los resultados son por ahora razonables. La tasa de mortalidad infantil cayó más de un punto en 2017. La cantidad de abortos aumentó al principio pero ahora se mantiene estable: en promedio 815 por mes. Cabría reparar en otro dato de la realidad. La religión posee un peso casi nulo entre los uruguayos. El Estado es laico y autónomo de la Iglesia.
Al margen de esos antecedentes, que sería prudente contemplar, valdría echar un vistazo sobre los deslizamientos políticos que ha provocado la media sanción de la despenalización. Quizás el más inquietante sea el registrado en Cambiemos. Porque es la coalición que gobierna y tiene por delante enormes desafíos.De todo tipo. A la oposición le resultará mucho más sencillo agruparse para confrontar.
Elisa Carrió se despachó con un ultimátum sobre su esfuerzo por sostener la unidad de Cambiemos. Lo hizo luego de la derrota de su postura en Diputados. Se retractó cuando la crisis con el dólar volvió a asomar. Ratificó su fidelidad en una reunión con el Presidente. La mujer no pareció enfadarse tanto con el macrismo como con los ex socios de la Unión Cívica Radical. Porque el aporte de los radicales –sumaron seis votos en 72 horas—resultó clave para la media sanción de la ley. Ernesto Sanz, Ricardo Gil Lavedra y Ricardo Alfonsín realizaron la tarea de persuasión.
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Los radicales lo habrían hecho un poco por convicción y otro por la necesidad política de no dejar a la intemperie al Presidente. La lectura macrista-radical de los momentos ardientes fue la misma. ¿Cómo hubiera sido interpretada una derrota de un proyecto que, más allá de la prescindencia pública, tuvo el envión de Macri? ¿No hubiera impactado su figura en una instancia actual de debilidad social? El macrismo se encargó de emitir señales sutiles en esa dirección. La esposa de Marcos Peña, el jefe de Gabinete, la periodista Luciana Mantero, disparó un tuit cuando promediaba la sesión en Diputados respaldando la despenalización.
A esa altura el Gobierno, con la cantidad de desventuras a cuestas, no estaba en condiciones de soportar otro desaire.
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