Por: Gustavo González. El "neooptimista" es aquel que pasó una y otra vez por los estadios de optimismo y pesimismo, y llegó a un punto en el que la esperanza es lo único que le queda.
Ahora, tras cinco años de crisis económica, en medio de la devaluación más fuerte desde 2002, con pérdida del poder adquisitivo y mayor desocupación, pobreza récord e inflación galopante; ahora que los economistas erraron en sus pronósticos, otra vez; ahora que el mejor equipo de los últimos cincuenta años entró en boxes; ahora, en este pozo ciego en el que se convirtió la Argentina, aparecen algunas voces –tenues, casi vergonzantes– que creen que el futuro será mejor. Un acuerdo reforzado con el FMI, tres semanas de estabilidad cambiaria, rebote de la Bolsa, 200 puntos menos de riesgo país, brusca reducción del déficit fiscal y perspectiva de un pronto superávit comercial son algunas de las señales para justificar un cambio de humor en medio de la tormenta. No se sabe si se trata de un mecanismo de negación ante la amenazante realidad, un estado grave de hipertimia, asociado al optimismo patológico de la bipolaridad, o si es que esas voces simplemente tienen razón. O si está sucediendo todo eso junto. Esperanza crítica. El optimismo está asociado con aquella corriente teológica que entendía que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El pesimismo es la doctrina metafísica que estima que el presente está controlado por el Mal y en el futuro nunca ganará el Bien. Lo que empieza a esbozarse en ciertos sectores de la sociedad argentina es una suerte de neooptimismo. Un estado que es heredero del optimismo natural del ser humano y en el país revive mayoritariamente ante cada cambio de ciclo político (alfonsinismo, menemismo, kirchnerismo, macrismo), pero además se nutre del pesimismo inoculado por las repetidas desilusiones que marcan la memoria colectiva. En este pozo ciego surgen voces que opinan -con cierta vergüenza- que el futuro será mejor. El neooptimista es aquel que pasó una y otra vez por los estadios de optimismo y pesimismo, y llegó a un punto en el que la esperanza es lo único que le queda. Pero es una esperanza crítica, no ingenua. Por eso la inspiración del neooptimismo argentino es el miedo. Chesterton decía que el optimista cree en los demás y el pesimista solo en sí mismo. El neooptimista cree en los demás, pero no solo en sus cosas buenas sino en las cosas malas que los demás fueron capaces de hacer en la Argentina. Su lógica intenta guardar alguna racionalidad en medio de la desgracia de una megadevaluación que el mercado produjo, ningún economista predijo y el Gobierno no pudo controlar. En cualquier caso, lo que pasó es que las variables financieras se acomodaron solas, a los golpes. Y el dólar subvaluado que los expertos no veían, pero sí los miles de argentinos que salían de compras por el mundo, trepó un 150% en pocos meses. De pronto, los precios de la economía argentina volvieron a ser competitivos. Los exportadores recibieron muchos más pesos por lo que vendían y, con mejores costos, comienzan a negociar nuevos mercados. Las importaciones disminuyen: las compras al exterior dejaron de ser baratas y reviven los rubros que antes eran afectados por esa competencia. Esto, debido al dólar más caro, pero además por la baja general del consumo. Por eso, también cae la salida de dólares del turismo al exterior y, por el contrario, crece el ingreso de divisas del turismo receptivo (el año pasado ese desbalance representó la salida de US$ 10 mil millones). Así, los más de US$ 8 mil millones de déficit comercial de 2017, que tendían a crecer más este año, terminarán 2018 en alrededor de US$ 5 mil millones. Con el nuevo precio del dólar, exportaciones energéticas y una cosecha no afectada por la sequía, se estima que ese déficit desaparecerá e, incluso, podría generarse un superávit de hasta US$ 4 mil millones. La devaluación está consiguiendo lo que no terminaron de lograr los tarifazos ni las duras negociaciones paritarias del primer semestre. Entre el Gobierno y el mercado, el déficit primario de agosto cayó un 58% con respecto al año anterior, y el déficit financiero, un 54%. Es posible que la obsesión del oficialismo por alcanzar a toda costa el déficit cero se cumpla en 2019. La pérdida del poder adquisitivo, la caída del consumo y el congelamiento de la economía ubicaron al país en este túnel oscuro. El neooptimista es un optimista por descarte. Porque cree que no sirve de nada ser otra cosa. Los nuevos optimistas creen que la luz que se ve al final es la salida. Los demás piensan que es solo otro tren que nos volverá a llevar por delante. Ciclotimia. Del mismo modo, este optimismo incipiente se observa en las charlas informales con los líderes del oficialismo. En apenas seis meses pasaron por todos los estados de ánimo. Del optimismo iniciático del PRO, heredero new age de Ravi Shankar, al pesimismo del "está todo mal" tras la primera devaluación de mayo, que llevó a decir a Carrió que "estos muchachos están todos depre". Y de ahí a este optimismo autocrítico que demuestran en la intimidad. Hoy, con la autoestima un poco magullada, ya no ponen las manos en el fuego porque las cosas saldrán bien. Ni sus voceros económicos son demasiado entusiastas: "Sin déficit fiscal y con superávit comercial, es probable que las cuentas se vayan acomodando, pero lo va a disfrutar el próximo gobierno. Ojalá sigamos nosotros". Proyectaron en el Presupuesto 2019 una caída del 0,5% en el PBI, pero esperan que la realidad les depare una suba del 0,5% o algo más. Citan a economistas como Bein o Ferreres, que ven un crecimiento del 5% para el segundo semestre del próximo año. Y explican que el número negativo del Presupuesto se debe más a las promesas de ajuste con el FMI. "Y porque es mejor así, que la realidad nos sorprenda a favor". Con los mercados un poco más calmados, esta semana tuvieron tiempo para preocuparse por problemas de mediano plazo, como las consecuencias del Cuadernogate. Temen que la causa judicial que cerca a Cristina y a los empresarios de la obra pública termine complicando la recuperación económica. Sostienen que hay bancos que ya ponen trabas a la financiación de empresas conducidas por personas sospechadas. Como se anticipó aquí hace dos semanas, dan vueltas a la idea de un blanqueo judicial que implicaría la prisión para los principales involucrados, pero limitar las culpas del resto. Con prohibición de ejercer cargos futuros para los políticos y separar la responsabilidad del empresario de la de su empresa, para que esta siga funcionando. Mientras tanto, evalúan algún tipo de bono que las empresas mencionadas en la Justicia puedan comprar como una suerte de seguro de cambio ante las entidades financieras. Fin del optimismo bobo. Desde el oficialismo, todavía analizan la forma de comunicar electoralmente el nuevo clima en ciernes. Apuestan a que la economía muestre signos de recuperación para el primer trimestre del próximo año y se ilusionan con que lo haga antes. Pero no podrán hacer campaña enarbolando los éxitos de gestión ni volver sobre la pesada herencia recibida cuatro años antes. En cualquier caso, no deberían confundir una mínima señal de esperanza de algunos sectores con lo que fueron las expectativas festivas de 2015. Aquel optimismo bobo entró en crisis. El neooptimista es un optimista por descarte, porque cree que no le sirve de nada ser otra cosa. Y ni siquiera es optimista. Quiere serlo.
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