por José Luis Jacobo
En Argentina, la idea del uso de la justicia como instrumento de poder aparece mediáticamente como algo nuevo, como una creación que suele serle atribuida al ex ministro de la Corte Eugenio Zaffaroni. Recientemente fue citada por el Papa, señalando: «Se ha recurrido a imputaciones falsas contra dirigentes políticos, promovidas concertadamente por medios de comunicación, adversarios, y órganos judiciales colonizados”. No lo hizo en cualquier ámbito: fue en ocasión de un coloquio internacional sobre el sistema judicial en el Vaticano.
El término en sí mismo es un acrónimo propio del idioma inglés y remonta a la renuencia de los Estados Unidos a someterse al Tribunal Internacional Penal (CPI). En fecha reciente, Donald Trump ha señalado: «Desde la creación de la CPI, Estados Unidos ha declinado reiteradamente sumarse a la corte por sus amplios poderes fiscales, carentes de una responsabilidad superior; la amenaza que representa para la soberanía nacional; y otras deficiencias que le privan de legitimidad».
No es la primera vez que gobiernos que están en la vereda opuesta a Estados Unidos toman sus argumentos como propios. En el país, el uso de la justicia como instrumento de la política no es nuevo, ni reciente. Se viene usando hasta el hartazgo en los juicios conocidos como de “lesa humanidad”.
No hay modo de ignorar o eludir las políticas criminales de noche y niebla que llevó adelante el gobierno dictatorial que impuso su poder a través del uso de la fuerza entre 1976 y 1983. Luego de la condena a las juntas militares de gobierno, las leyes de obediencia debida y punto final buscaron poner un corte a la prosecución criminal de lo acontecido en aquellos años. Hoy, el criterio consolidado impuesto por organizaciones que habitualmente se exponen como de “derechos humanos” avalan una política de venganza sistemática que impulsa revanchas personales o políticas, y no punición a derecho.
En Mar del Plata hay dos casos emblemáticos. La utilización del sistema legal para perseguir hasta su muerte a Gustavo Demarchi y al juez Pedro Federico Hooft. Dos situaciones distintas, pero unidas en el tiempo. Demarchi, ex fiscal federal y ex candidato a intendente del PJ en 1983, condenado en primera instancia, con sentencia en proceso de revisión, se le concedió una detención domiciliaria por motivos de edad. Demarchi tiene 73 años y está afectado por severas cuestiones de salud. En su caso, la Comisión Provincial por la Memoria en un comunicado señala: “Los genocidas deben terminar sus días en la cárcel. Los juicios de lesa humanidad deben acelerarse y profundizarse. Instamos a los jueces y fiscales a que sigan el camino que nos honra como sociedad: verdad, justicia y memoria”. Ni justicia, ni derecho: venganza, lisa y llana. En el caso del juez Hooft, luego de dos años, se pide la revisión de la sentencia absolutoria al juez Juan Martin Bava, exigiéndole que fundamente la decisión y exponga el por qué de la conexidad en validar el fallo del jury absolutorio a Hooft extendiendo los términos a los ex jueces de la década del ochenta en el fuero provincial Federico Gastón Amadeo L’Homme, Rodolfo Bernardino Morales Ridecos, Edgardo Osvaldo Bernuzzi, Carlos Enrique Reinaldo Haller; Jorge Horacio Gabriel García Collins, Alicia María Teresa Ramos de Fondeville y Alicia Morrell. Plazos eternos sin tiempo ni ley. Lawfare, simple y brutal.
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