Por Marcos Novaro
La marcha convocada contra el supremo tribunal está haciéndole más daño al Gobierno nacional que a los jueces: pone a la luz lo peor del kirchnerismo, que en buena medida ha ido zafando de la cárcel, mientras Cristina y sus familiares siguen bajo investigación.
En la galería del terror que conforman los convocantes a la marcha contra la Corte Suprema, a realizarse el próximo martes, solo Milagro Sala estará ausente, pero lo compensará seguramente con unas cuantas pancartas a ella dedicadas.
Los demás rostros mostrencos del oficialismo, garantía para espantar bien lejos a cualquier ciudadano de a pie mínimamente sensato, por más votante del FdeT que haya sido, se juntarán para la foto: Luis D´Elía, Amado Boudou, el juez José María Ramos Padilla, Hebe de Bonafini, Pablo Moyano, no va a faltar ninguno. Si alguien hubiera querido hacer adrede un muestrario de todas las razones por las que el kirchnerismo es completamente incompatible con una Justicia capaz de investigar y combatir la corrupción, el abuso de poder y la violación de otros muchos artículos del Código Penal, difícilmente hubiera podido hacerlo mejor.
Son ellos y son actos como esta manifestación alocada contra los jueces supremos los principales responsables de que la corrupción esté entre las mayores preocupaciones de la opinión pública en estos días, pese a la pandemia, la inflación y el crecimiento de la pobreza: los mostrencos amigos de D’Elía y Boudou baten tanto el parche a favor de la impunidad, en vez de trabajar por ella en silencio como sugería hacer Alberto desde el principio, que buena parte de la sociedad argentina entiende que el gobierno actual es tan o más corrupto que las administraciones K que lo precedieron.
Y para colmo de males, por más que estén todos amontonados, no van a poder siquiera mostrar una imagen de unidad, demostrar que al menos los une una “confraternidad mafiosa”.
Los dos precursores de la convocatoria, D´Elía y Ramos Padilla, se han venido peleando por razones de cartel con quienes se plegaron después a la idea, los organismos de derechos humanos, los gremios moyanistas y kirchneristas, las agrupaciones ultra k del conurbano y demás. Con lo cual en vez de una marcha vamos a tener dos o tres: unos pronunciarán un discurso; otros darán una vuelta alrededor de los tribunales y arrojarán basura y panfletos alusivos; y otros cuantos todavía no saben muy bien qué hacer para manifestar su indignación con los supremos.
Para terminar de pincharle el globo a la marcha, no pocos grupos del oficialismo, que suelen garantizar la masividad de sus concentraciones, han hecho saber que van a pegar el faltazo, o incluso que están abiertamente en contra de que se haga esta movilización.
Entre los primeros se anotan casi todos los gremios y los intendentes del conurbano, más algunos grupos piqueteros. Entre los segundos, el Movimiento Evita, que a esta altura es como la mosca blanca del mosquerío oficial. Parece inspirarse en John Locke y Stuart Mill, de tan zarpado que está el resto del núcleo duro oficial.
Diferencias similares se expresaron en el Ejecutivo ante la convocatoria: el viceministro de Justicia, Juan Martín Mena, se plegó a la iniciativa de D´Elía desde un principio, con el argumento insólito de que, al declarar inconstitucional la reforma del Consejo de la Magistratura de 2006 “la Corte invadió a los demás poderes del Estado”, desconociendo que esa es una de sus funciones básicas, aunque a él no le guste cómo la ejerce. Con ideas parecidas se sumaron luego Jorge Ferraresi y Cristina Caamaño.
El caso de la exfiscal Caamaño fue especialmente problemático, porque ejerce la intervención de la AFI y al mismo tiempo encabeza la organización K Justicia Legítima. Cualquiera podría pensar que ser jefa de los espías a la vez que orientar al sector oficialista del Poder Judicial es de por sí un escándalo, debería ser objetado y evitado por el propio Gobierno. Pero allí nadie se da por enterado de nada. O de casi nada: las críticas opositoras contra Caamaño fueron tan intensas que debió salir a aclarar que, aunque simpatiza con ella, no va a participar de la marcha. Un monstruito menos para la foto.
La misma postura adoptaron varios otros ministros, como Aníbal Fernández, y hasta el Presidente, que también avaló la movilización, y se dedicó las últimas semanas a amontonar argumentos traídos de los pelos para demostrar que el problema de la mala calidad de los servicios de justicia en Argentina se resolvería si él pudiera cambiar la composición de la Corte, ampliarla, dividirla en cámaras, hacer lo que fuera para que los cuatro malditos que cada tanto le fallan en contra a él y a la jefa se dejaran de jorobar.
Ir contra la Corte no es algo que se le dé bien a Alberto. Porque está fresco el recuerdo de sus intentos por sintonizar con ella, sobre todo con los tres jueces de origen peronista que todavía la conforman.
La frustración de ese intento de seducción presidencial es tal vez el peor de los muchos episodios que han venido complicando las relaciones entre el peronismo y el kirchnerismo. Porque lo cierto es que en otros terrenos, casi todas las gobernaciones y los sindicatos por ejemplo, esos conflictos se han mantenido en sordina y Alberto se las ha arreglado para dilatarlos en el tiempo.
Pero con la Corte ha sucedido más bien lo contrario: ahora que ella tiene de presidente nada menos que a Horacio Rosatti, excompañero de gabinete de Alberto en el comienzo del gobierno de Néstor, las relaciones son peores que nunca, y no pinta que vayan a mejorar. Al menos Alberto parece resignado a que eso no suceda.
Si este caso fuera una anticipación de lo que le espera en otros terrenos, a medida que se acerque el 2023, tal vez debería revisar la resignación con que se acomoda a las tormentas que desatan los sectores más duros del kirchnerismo, y la frescura con que las avala.
Estos sectores no necesitan, como él, de seguir lidiando con los fallos que emita el tribunal. Tampoco necesitan mantener sintonía alguna con los votantes moderados, pueden radicalizarse alegremente, sin pagar costo alguno: ninguno de ellos, para empezar, imagina someterse al juicio de las urnas próximamente, y tampoco sienten que haya sido a ellos a quienes las urnas les dieron la espalda meses atrás.
No se molestan en lo más mínimo, por otro lado, en que se sospeche que su esfuerzo por combatir a la Justicia independiente esté dirigido no solo a salvarse ellos y sus socios de investigaciones por delitos cometidos en el pasado, sino también a librarse de cualquier responsabilidad en los que piensan seguir cometiendo.
¿Adónde puede llevar al Gobierno, entonces, la actual escalada de la guerra contra la Justicia, y en particular contra la Corte? A ningún resultado para él redituable. Pues no hace más que alejarlo de buena parte de sus propios votantes, los menos fanatizados, y de la confianza de sectores amplios del peronismo, que aún dudan entre imaginar alguna continuidad para el Frente de Todos, o pensar en cuándo será el mejor momento de dar un portazo.
¿Por qué el kirchnerismo, el Gabinete y el propio Presidente de todos modos no pueden detenerse, y se dejan llevar de las narices, salvo algunas honrosas excepciones como la del Evita, por este muestrario de impresentables y sus locas e inconducentes ideas para tratar de borrar del mapa lo que queda de independencia en la Justicia? Porque pese a todo el poder con el que contaron Cristina y los suyos, les resultó imposible hasta aquí demostar que los juicios por corrupción estaban mal hechos, y doblegar la voluntad de los jueces y fiscales que conforman la parte sana de nuestro aparato judicial de seguir haciendo su trabajo.
Encima ahora están por perder el control del Consejo de la Magistratura, así que en los dos años que les quedan de Alberto en la presidencia tal vez puedan hacer aún menos que hasta aquí. Es esa creciente urgencia y sensación de impotencia lo que los empuja, como suele sucederles a los fanáticos, a ir por más, a salir de un fracaso apostando por otro aún mayor, y ya no chocar solo con este o aquel juez o fiscal, sino con la Corte en pleno.
Durante estos últimos años, los “expertos judiciales” del oficialismo, y algunos que oficiaron como sus compañeros de ruta, intentaron deslegitimar las investigaciones de casos de corrupción aludiendo a supuestos abusos de procedimiento.
Se dijo que la ley del arrepentido no garantizaba los derechos de los involucrados, que las pruebas documentales eran escasas y que solo se trataba de dichos y versiones. Se dijeron muchas cosas. Pero al final del día quedó probado que la evidencia era demoledora, y lo único que lograron las defensas, a cargo de los abogados más caros y mañosos del país, fue demorar las cosas, poco más.
La conclusión que buena parte del oficialismo saca de esto es de que no les queda otra que quebrar definitiva y completamente la voluntad judicial de investigar y castigar la corrupción. Arrasar con todo lo que se les resista en el camino.
Se entiende que no hagan distingos, por tanto, entre Boudou, Bonafini y la propia Cristina, ni entre Ricardo Jaime, Milagro Sala o De Vido. Se salvan todos, o corren el riesgo de que no se salve nadie. Y busquen deslegitimar y acosar a la Corte, aunque sepan que no van a poder evitar su intervención, ni mucho menos someterla.
No es muy razonable que digamos, pero casi nunca el kirchnerismo se ha caracterizado por serlo, y convengamos que en no pocas ocasiones, amenazando con un daño mayor, evitó quedarse con las manos vacías. Que es lo que podría resultar si en esta ocasión la Corte resiste, pero no lo logran en cambio muchos jueces y fiscales que se han jugado en causas contra el poder, y todavía están más a tiro de las represalias.
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