El ministro de Economía alteró su rutina de gestión para incorporar las obligaciones que le impuso la candidatura a diputado nacional
La transformación se produce en un instante. El ministro de Economía entra en su despacho de traje gris, camisa blanca y zapatos de punta. Segundos después, Axel Kicillof sale por la misma puerta de jean gastado, zapatillas y remera negra. La metamorfosis se expande. Agustina Vila, su jefa de gabinete, aparece con una remera de La Cámpora hasta las rodillas y discute por teléfono, casi a los gritos: "Si Viviani metió más gente de la que habíamos acordado, ahora que la saque". Él sale al balcón del 5° piso del edificio, se pone en puntas de pie y estira el cuello para mirar a los militantes que lo van a acompañar hasta el Luna Park. "¡Vamos! ¡Vamos!", arenga después, mientras va hacia el ascensor con pasos largos. Todo su equipo lo sigue detrás, como a la rastra.
Son las 5 de la tarde y Axel Kicillof está a punto de cerrar su primera campaña como candidato. En los últimos meses viajó a Washington para pelear con los fondos buitre y se metió en las villas de Lugano para despotricar contra Mauricio Macri, el blanco favorito de sus críticas. Hoy más que nunca asumió la misión de convertirse en el máximo defensor del "proyecto" cristinista. Llegó la hora de transformar al ministro en candidato. De constituirse en el símbolo de una fuerza que ofrece batalla para seguir protagonizando la historia, en una etapa de lealtades inciertas.
Antes de cruzar a pie la Plaza de Mayo, mira para todos lados. "¿Y Sol?", pregunta. "Acá estoy, amor", aparece, dos pasos más atrás, una morocha de pelo al viento, también de jean y zapatillas. Es Soledad Quereilhac, la esposa del ministro. Lleva una remera que la distingue: tiene estampada en el pecho la cara de su marido. Lo va a acompañar durante el acto, pero no se va a subir al palco. Se va a quedar en la platea, entre los dirigentes sin acceso al sector VIP.
La caminata hasta el estadio se interrumpe a cada rato. "¡Axel! ¡Una foto!", lo frenan a los gritos tres chicas, que después juntan las cabezas frente a la pantalla de un celular para ver cómo salieron. Él sonríe encantado y se envalentona. "Mirá la gente en la parada de los colectivos", me apunta mientras va saludando, con los dedos en V, sobre Leandro N. Alem. La mayoría se sorprende, algunos lo saludan. Ninguno lo putea. Entre sus acompañantes sobresale un tipo joven y musculoso, que camina pegado al ministro y le saca más de una cabeza. Con los brazos extendidos, se ocupa de que su jefe no sucumba ante la marea humana. De pantalón de jogging ajustado y zapatillas verde flúo, parece un custodio. Es el viceministro de Economía, Emanuel Álvarez Agis.
"Ema" está con "Axel" desde temprano. A las 10.30 ya llevan una hora reunidos en el despacho del ministro, con el secretario Legal y Administrativo, Federico Thea; el secretario de Finanzas, Pablo López, y Cristian Girard, titular de la CNV. Con un panel de seis pantallas en las que se ven números y gráficos, monitorean en tiempo real cifras claves de la economía: la recaudación, la cotización de los bonos y de los commodities. Detrás de su escritorio un aparador regala una postal de identidad política kicillofista. Hay fotos con Néstor y Cristina Kirchner, Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto, frasquitos de colores con petróleo de Vaca Muerta y un avión de juguete Aerolíneas Argentinas.
En la oficina pegada a la antesala del despacho trabaja el único integrante del equipo que usa corbata. De traje gris bien pegado al cuerpo, parece recién sacado de una vidriera. Tiene 30 años y se llama Nicolás Beltram. Es el secretario privado del ministro. Está hablando por teléfono cuando en la otra punta de la oficina irrumpe la cara huesuda de José Alfredo Martínez de Hoz y, un segundo después, los ojos celestes de Domingo Cavallo. No son fantasmas que habitan el edificio. Jésica Rey, jefa de prensa de Kicillof, supervisa en su computadora los videos que se van a proyectar en el acto. "Ése pullover gris se lo podemos ir quemando", acota, risueña, cuando su jefe aparece en la pantalla.
Cuando por fin sale de su despacho, Kicillof trae pullover debajo del traje. Pero es negro. "Che, yo subo a lo de De Vido", dice, antes de desaparecer por una hora y media. El siguiente compromiso es en la Televisión Pública, donde tiene que grabar el programa Economía Sin Corbata. Camino al estacionamiento vuelve a cruzarse con el secretario de Finanzas. La gestión no le da tregua. "Che ¿Novedades de lo de la mañana?". López asiente. "¿Cuándo?", lo apura su jefe, y se lo lleva a un costado para hablar. "Que lo manden con un sobre cerrado a Olivos", indica, antes de seguir.
"¿Mate no tenemos, Pablo, no?", pregunta desde atrás al chofer, mientras se acomoda en el auto y se revuelve el pelo con la mano izquierda. Le dejó el asiento del acompañante a Nicolás, para poder hablar conmigo, que viajo a su derecha. En el medio de los dos quedó Jésica, que supervisa la conversación. Pablo lo pasa a buscar todos los días a las 8 con el informe de prensa. Incluye las tapas de los diarios, todas los artículos que lo mencionan y una selección de notas del día. Se sabe un dato de memoria: desde que asumió como ministro, Clarín le dedicó 31 semáforos rojos. "Es un instrumento de disciplinamiento político", dice, como si ya estuviera frente a las cámaras.
Lo primero que hace al salir de su casa es llevar al colegio a su hijo mayor, León, de 6 años. Cuenta que a la noche le lee adaptaciones de Robinson Crusoe y el Fantasma de Canterville. "Eso no es intimidad ¿Está bien, no?", se detiene de pronto y mira a Jésica, antes de seguir soltando detalles. Ella da el visto bueno y, con una solemnidad que no deja lugar a repreguntas, dice: "La intimidad es su mayor tesoro". Mientras entra en el estudio, siempre a las corridas, se saca el pullover negro y vuelve a ponerse el saco. Jésica lo sigue de atrás y le acomoda el cuello.
Amante de los símbolos, por momentos parece que para Kicillof cada detalle encierra una explicación romántica. "Alguna vez le escuché a Evo Morales que la corbata corta el circuito entre el corazón y el cerebro. Tiene que ver con la concepción del trabajo que hacemos, al que le ponemos pasión y militancia", dice. Nicolás se acaricia su corbata negra, finita como las que se usan ahora, y sonríe. "Soy el único que se resiste", dice, orgulloso de su pequeño desafío.
De regreso en su despacho, se toma un momento para cambiarse y aparece de sport, listo para el acto. Pero no todo es tan relajado: pide que no le saquemos fotos así vestido en la oficina. Ya está en la piel del candidato y prefiere llegar rápido a la calle. Con cada foto y cada saludo se va calzando el traje que piensa vestir a partir de diciembre. Antes de entrar en el estadio le queda algo importante por hacer. A metros del Luna Park, toma su celular y llama. No se puede comunicar. Vuelve a revolverse el pelo con la mano izquierda. Llama otra vez. Desde atrás alcanzó a ver el nombre que figura en su pantalla: "Maxi K".
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