Durante años durmieron o desviaron las causas, y ahora deben recalcular bajo las dentelladas de los acusadores.
En una de sus simplificaciones tramposas –a la que aún sigue apelando–, Cristina Kirchner denunció una perfecta conspiración en su contra de lo que llama el “partido judicial”. Esa poco ingeniosa expresión –que busca asemejar a los funcionarios judiciales con el “partido militar” que los historiadores identificaron como un actor político clave entre los años 30 y 70– vuelve a ser cuestionada por los hechos en estos días: desbordados de pruebas y testimonios, urgentes arrepentidos y solícitos peritos; aguijoneados por la bronca y la indignación de la gente que se indigestó con los dólares contabilizados o arrojados aquí y allá, los inquilinos de la avenida Comodoro Py reaccionaron de manera diferente. Y nada corporativa.
Los primeros que percibieron una brisa que empezaba a soplar en la dirección opuesta a la que habían aprendido a tolerar bajo el kirchnerismo, y que en pocos meses se convirtió en un furioso huracán, fueron los fiscales federales. Es cierto que por su rol también eran los mejor posicionados a los nuevos tiempos: su trabajo es investigar y acusar a los corruptos. Pero hay que admitir que se despabilaron rápido. Gerardo Pollicita, Guillermo Marijuan, Carlos Rívolo y Federico Delgado integraron un informal pero ajustado equipo en las fiscalías de primera instancia. Encima de ellos, ante la Cámara Federal y la de Casación, Ricardo Sáenz y Germán Moldes son los nombres más taquilleros. Y en la justicia ordinaria, el más consecuente de todos: José María Campagnoli. Por supuesto, se trata de los funcionarios más visibles. No son los únicos.
Después de años de jueguitos para la tribuna y un festival de recursos y dilaciones que sólo servían para acumular fojas, las causas por sobreprecios en la obra pública, los desfalcos con los subsidios en el transporte, los verdes bolsos de José López o la ruta del dinero K comenzaron a avanzar hacia quienes serían sus verdaderos responsables. Directo y a los bifes. ¿Primera conclusión? Se podía hacer, nomás. Porque sólo en unos meses aparecieron los argumentos que nadie encontraba hasta diciembre. ¿Un ejemplo? Julio De Vido, centurión K e intocable hasta este año, de golpe acumuló tres procesamientos y ayer ya lo despacharon a juicio oral por su responsabilidad en el choque de Once. Milagro.
Ascendiendo varios pisos en el edificio de los tribunales federales, otro lote de osados viene mostrando para qué sirven sus sillas. Los integrantes de la sala II de la Cámara Federal, Martín Irurzun, Horacio Cattani y Eduardo Farah, aprovechan al máximo cada oportunidad que las apelaciones en las diferentes causas les dan para expedirse. Su hit más popular este año fue la orden para que el caso de la ruta del dinero K dejara de flotar entre las propiedades y las sociedades de Lázaro Báez y apuntara a las causas de esa fortuna inexplicable: los sobreprecios en la obra pública K y el pulido sistema de reparto, pago y falta de control de esos contratos. No es todo. También exigieron que se investigue la responsabilidad de “las máximas autoridades del Estado” que pergeñaron y ejecutaron ese plan. ¿Hace falta poner nombres?
Como perros de caza que ahora sabemos que eran, fiscales y camaristas parecen desatados. Pero entre ellos, como un jamón mordisqueado desde todos lados, están los jueces federales. Ellos son los que al final pondrán la firma a los procesamientos o elevarán a juicio las causas suficientemente probadas. Ellos son quienes todos estos años dormitaron bajo una tibieza indolente, o desviaron los expedientes hacia hipótesis remotas que ahora no tienen tiempo de desandar para enfocarse en los verdaderos sospechosos.
Por supuesto, acá tampoco serían justas las generalizaciones. Pero algunas piruetas y sobreactuaciones de Daniel Rafecas, Sebastián Casanello o la veterana María Servini podrían explicarse por ese lado. Con un olfato más fino para husmear el futuro, Claudio Bonadio ya había girado sobre sus pasos y desde hace tiempo arremete con todo contra los funcionarios K. Indómito, sordo a los consejos.
Con la furia de los conversos.
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