El arquitecto lleva dos décadas en Brasil y es un ferviente opositor a la construcción de muros como forma de frenar el crecimiento de los barrios pobres. Aquí analiza el significado urbano, social y político de una medida de ese tipo.
–Que se levanten estos muros en situaciones de frontera, en sentido social y político, ¿significa que fracasaron todas las demás respuestas posibles?
–Es una capitulación por anticipado del poder público, en el sentido de que son decididos por un poder público que no confía en su propia capacidad de fiscalización a la hora, por ejemplo, de mantener el control sobre lo construido y lo no construido, como en el caso de las favelas. Cuando se hace un muro para dividir, para cortar, no se tiene en cuenta que lo primero que uno piensa al encontrarse frente a él es cómo pasar al otro lado. En este momento, estoy trabajando en un área que se llama Complejo de Manguinhos, conformado por un conjunto de 11 favelas, divididas al medio (cinco quedan de un lado, seis del otro) por el tren. Esa vía de tren está flanqueada por muros, lo que constituye un borde imposible de trasponer de un lado al otro de la comunidad. Sin embargo, la gente hizo agujeros en el muro y transita: termina usando como calle los espacios entre el muro y la vía, e inclusive la misma vía, si hasta hay fotos donde se ve cómo circulan en bicicleta por el medio de la vía. Lo que quiero decir es que el muro no sólo no resuelve, sino que crea problemas adicionales. El muro ya es una capitulación por anticipado frente a la posibilidad de pensar alguna armonía entre las partes, algún tipo de convivencia, en el sentido que planteaba Jacques Derrida. El, que casualmente visitó Río poco antes de morir, decía que en el mundo contemporáneo es necesario reaprender a convivir en la diferencia y que esto implica una propedéutica política. Es algo difícil de hacer, pero necesario, y está visto que sin ella sólo se cometen actos innecesarios, como quedó clarísimo con la contramarcha del muro de San Isidro. En el caso argentino, a diferencia de lo que pasa con el muro para evitar el crecimiento de las favelas, hubo una reacción y un cambio de idea. Aquí lo máximo que se sugirió fue que se embelleciera el muro con plantas, que fuera ecológico.
–Pero sigue siendo un muro y permanece la intención de bloquear.
–Porque persiste la idea de que, ya que no podemos tratar con la diferencia, separemos lo que está dividido, acentuemos la división. Pero son cosas que no pueden hacerse sin reflexión: se trata del de-safío de imaginar alternativas.
–Río de Janeiro, Cisjordania, Tijuana, el caso –aunque notablemente de menor escala– de San Isidro: los muros parecerían estar generalizándose.
–Sí. Y si se generaliza como solución, en todo el mundo tal vez empiece a haber ciudades tan feas como San José de Costa Rica, que parece más un campo de concentración que una ciudad: por la calle, sólo hay cercas de hierro y rejas, una contaminación que inclusive reproducen las zonas más desfavorecidas. Eso alimenta la paranoia de la persecución y la inseguridad generalizada, todo el mundo se defiende de todo el mundo. En entornos así, nadie camina por la calle, los desplazamientos sólo son en auto. Es preciso lograr una conjunción de ciudad, urbanidad y espacio público, y si esos factores se combinan con espacios verdes, uno puede decir que está ante un lugar deseable de ser vivido. Un ideal podría ser el estado actual de Palermo –planteado como contenedor físico–, pero integrando clase media, alta, sectores populares: un ambiente donde las diferencias se articulen verdaderamente. No es posible integrar las diferencias, pero sí articularlas a partir de puntos en común. Y hay que lograrlo junto al disfrute de la urbanidad. No se trata de muros, sí de llenar las calles de gente: nada más seguro que una calle llena de gente.
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