El subsidio de 154 pesos por mes para la compra de garrafas que dispuso el Gobierno hace tres semanas fue utilizado por sectores empresarios como una excusa para aumentar el precio de este insumo básico.
No hubo otra razón que justificara la suba, ni de costos ni de logística ni de ningún otro tipo. Lo único que cambió fue que antes de esa medida el subsidio estaba dirigido a la oferta, para que pusiera en el mercado las garrafas a un máximo de 16 pesos, y ahora el dinero es depositado directamente en la cuenta bancaria de los consumidores, a razón de 77 pesos por garrafa de 10 kilos. El subsidio equivale a 2 garrafas por mes, 154 pesos, y alcanza a aquellas familias cuyos ingresos no superaran en dos salarios mínimos o tres si alguno de sus integrantes padece una discapacidad. La estimación oficial es que hay 2,5 millones de hogares que reúnen esos requisitos, sobre 4 millones que utilizan garrafas.
La razón que motivó el cambio en la instrumentación del beneficio fue que el Estado comprobó que en numerosas localidades del país la garrafa no se vendía a los 16 pesos convenidos, sino que llegaba hasta 40. Es decir, distribuidores y comerciantes se quedaban con una parte o el total del subsidio y además remarcaban más de un ciento por ciento. La medida perdía entonces su sentido básico y era aprovechada por algunos para apropiarse de rentas extraordinarias a costa de los sectores más necesitados. Para empezar a corregirlo, el Ministerio de Economía resolvió lo que se explicó más arriba: comenzó a transferir el monto del subsidio a la población. Pero entonces hubo empresarios que, en lugar de vender la garrafa a 97 pesos, nuevo precio máximo fijado por las autoridades, la llevaron a 140, 160 y hasta 180 pesos.
Este episodio permite advertir en forma clara un fenómeno mucho más extendido en la economía argentina, que ha sido un protagonista central de los saltos inflacionarios de los últimos años: la puja distributiva. Empresarios que fijan precios por arriba de costos y rentabilidades razonables imponiendo su posición dominante en el mercado, contra trabajadores y demás sectores populares que intentan defenderse reclamando un aumento de sus ingresos. El Estado no ha sido neutral en esa pulseada, bregando en favor de estos últimos, como se aprecia en el ejemplo de las garrafas.
Otro caso paradigmático de la puja distributiva tuvo lugar cuando se creó la Asignación Universal por Hijo. Empresas alimentarias y supermercados aplicaron entonces aumentos de precios en productos de consumo masivo que no tenían tampoco justificación razonable. Fue, igual que con las garrafas, una maniobra para elevar márgenes de ganancia apropiándose de una porción del aporte estatal a familias carenciadas. Con matices distintos, los planes Pro.Cre.Ar y Pro.Cre.Auto también dieron lugar a acciones especulativas que se reflejaron en disparadas de precios. Los programas de créditos subsidiados por el Estado para la construcción de viviendas y compra de autos 0 kilómetro tuvieron como respuesta el fuerte encarecimiento de terrenos y de vehículos no incluidos en el programa, respectivamente. Entidades de consumidores, a su vez, recibieron denuncias las últimas semanas por incrementos en indumentaria que responderían a una reactivación de la demanda por el plan Ahora 12, que permite comprar en cuotas con costos subsidiados.
El patrón común en todos estos casos es que frente a medidas del Gobierno que apuntan a elevar el consumo interno o redistribuir el ingreso existen respuestas empresarias que las neutralizan con subas de precios. De ahí que los funcionarios remarcan que la inflación no la provoca el Estado, sino los empresarios.
Héctor Méndez, presidente de la Unión Industrial Argentina, habló ayer de la inflación como si el sector que representa fuera ajeno a esa realidad. Dijo que “en un país normal no habría este nivel de inflación, con lo cual la paritaria dejaría casi de tener sentido”. Al empresario lo que pareciera molestarle no es la suba de precios, sino que los trabajadores se resistan a ceder en la puja distributiva y reclamen aumentos salariales. Siguiendo su razonamiento, si no existe responsabilidad patronal por la inflación la culpa sería de otros, los asalariados o el Estado. Coincide en ese aspecto con economistas y dirigentes neoliberales que apuntan contra las políticas expansivas de orden fiscal y monetario. Según ellos, el gasto público y la emisión son los causantes centrales de la inflación, por lo que corresponde ajustarlos a un nivel supuestamente compatible con niveles de precios más bajos. El instrumento de moda para desarrollar esa estrategia son las denominadas metas de inflación, y el país que solían poner como ejemplo –ahora no tanto– es Brasil, que las ha aplicado a lo largo de la última década a costa de un nivel de actividad más moderado y cambios en la distribución del ingreso más modestos que los que se dieron en la Argentina. En Brasil por estos días se aprecia una trepada inflacionaria al mismo tiempo que se profundiza un ajuste fiscal, lo cual debería motivar alguna explicación por parte de quienes defienden su política económica.
Limitar la explicación de la suba de precios a una sola causa, como se ve, es un error. También es engañoso analizar la inflación desvinculada de otros objetivos de política económica como el crecimiento, el empleo, el desarrollo productivo, la integración territorial y la distribución del ingreso. El ejemplo más visible es lo que ocurrió durante la convertibilidad, que planchó la inflación, pero terminó provocando una desocupación del 25 por ciento, la destrucción de la industria, el hundimiento de las economías regionales y el aumento escandaloso de las desigualdades sociales.
Esa es una diferencia de enfoque sustancial entre quienes ven a la inflación como una excusa para imponer medidas de disciplinamiento social y concentración de la riqueza y quienes intentan resolverla mediante el desarrollo y la inclusión. Ajustar el gasto público, eliminar los subsidios o terminar con las paritarias seguramente provocará una recesión. Abrir la economía a las importaciones, como recordara Méndez, también puede ayudar a bajar precios internos. Puede ser una vía para acabar con la inflación, el problema es que también se lleva consigo millones de puestos de trabajo y condena a la ruina engranajes productivos enteros.
El Gobierno ha priorizado todos estos años la producción, el empleo y la distribución progresiva del ingreso, con resultados virtuosos en todos esos campos. La presentación ayer de una nueva etapa de Precios Cuidados, o el cambio en la forma de entregar los subsidios a las garrafas, son una admisión tácita de que sobrellevar con éxito la puja distributiva exige cada vez más gestión, más eficacia en los controles y más sintonía fina.
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