La Municipalidad requiere impuestos muy altos porque es decididamente ineficiente. Este, por supuesto, no es un problema que haya generado Llaryora; aun más, el actual es el último de la cadena trófica de intendentes que, desde Germán Kammerath, han sido devorados por la inoperancia de la organización municipal.
El intendente Martín Llaryora es víctima, por estos días, de críticas inclementes. Se lo acusa de haber subido los impuestos municipales a niveles inéditos, algunos muy por encima de la inflación verificada en 2019. El enojo se hace todavía más fuerte al comprobar que la baja calidad de los servicios que brinda el municipio no ha variado en absoluto desde el pasado 10 de diciembre. Los epítetos “impuestazo” o “llaryorazo” están en boca de muchos.
En rigor, existen motivos para el pataleo. Todos los estamentos del gobierno, desde la Casa Rosada al Palacio 6 de Julio, continúan cazando en el zoológico fiscal. Los que pagan son siempre los mismos y los impuestos son cada vez más elevados. Hay decenas de trabajos muy serios que demuestran que, en la Argentina, existen cientos de gabelas que se solapan unas a otras, profundizando las distorsiones y la inequidad. La ciudad de Córdoba no escapa a esta lógica perversa, que percude al estado en todos sus niveles.
Pero existe un aspecto que es imposible soslayar: la Municipalidad requiere impuestos muy altos porque es decididamente ineficiente. Este, por supuesto, no es un problema que haya generado Llaryora; aun más, el actual es el último de la cadena trófica de intendentes que, desde Germán Kammerath, han sido devorados por la inoperancia de la organización municipal.
Dicho sea de otra manera, el talón de Aquiles de la ciudad es la estructura del gasto. La voracidad de este o de cualquier intendente forma parte de la anécdota; lo medular del asunto reconocer que, desde hace ya mucho tiempo, el municipio no tiene margen ni para la filantropía ni para la piedad hacia sus contribuyentes.
Los números son simples. El 60 o 65% de sus recursos se destinan al pago de sueldos (un afiliado al SUOEM cuesta más de 110 mil pesos mensuales), el 20% al servicio de higiene urbana y, con el resto, el intendente debe bachear calles, ocuparse del alumbrado, cortar el pasto, subsidiar de vez en cuanto al transporte público y un sinnúmero de otras proezas. Soñar con impuestos más baratos es imaginar a un financista benévolo que ponga la diferencia, un delirio que sólo puede imputarse a un estado de embriaguez colectiva.
Por lo tanto, disparar contra los impuestos de Llaryora debería consistir, por carácter transitivo, en reclamar contra la estructura la estructura del gasto municipal. Y aquí está la madre del borrego: ¿Cómo hacer más eficientes servicios llenos de trampas sistémicas y visiones perimidas? ¿Con cuanta constancia social cuenta el Departamento Ejecutivo para eficientizarlos?
Ejemplos al canto. Cada vez que algún intendente quiso tocar parte de los ingresos de los municipales (vía horas extras o reducción de jornadas) la violencia se apoderó de las calles, esto a pesar de que nadie quiso reducir la planta de personal con despidos o retiros voluntarios. Ninguna de aquellas iniciativas llegó nunca a buen puerto pese a la justeza de sus propósitos. La razón es que el nivel general de tolerancia de los ciudadanos al caos del SUOEM es baja. Basta una semana de huelgas y amenazas para que, incluso los que maldicen el costo de los impuestos, le reclamen al intendente de turno que ceda en sus porfías y regrese las cosas al estado en que se encontraban. No parece haber una salida en insistir en este tipo de camino.
Pero algunas otras cosas sí pueden hacerse. Tómese el servicio de higiene urbana. Desde hace décadas la ciudad parece vivir en un consenso suicida, al menos desde el punto de vista financiero: que los basureros deben pasar todas las noches por la puerta de casa. Esto es una locura. La mayoría de los hogares cordobeses sacan una o dos bolsas cada día, algo más los fines de semana. No hay justificación ambiental para mantener los actuales recorridos. Los países desarrollados exigen a sus ciudadanos que reciclen (en Córdoba esto nunca ha funcionado) y que guarden sus residuos por algún tiempo. Los recolectores brindan el servicio un par de veces a la semana, no diariamente. El esquema al que adhiere Córdoba con tanta ligereza fomenta el derroche, la falta de conciencia ecológica y la suciedad.
Adoptar una política semejante supondría un cambio radical, que abarataría el costo de la administración sobre sus ciudadanos. ¿Habría consenso? Dejando de lado los dóciles muchachos del SURRBAC (que verían descender el número de sus afiliados), los vecinos deberían comprometerse a reciclar y mantener en sus domicilios algo de basura en condiciones de higiene. ¿Es mucho pedir? Tal vez sí, tal vez no. Pero lo cierto es que nadie lo ha intentado hasta ahora y que, finalmente, parece que ha llegado el momento de hacerlo.
Otro caso: el servicio del transporte urbano. Aunque una parte lo pagan los usuarios -dicho sea de paso, la tarifa local es de las más caras del país- la otra es sufragada por una mezcla de subsidios nacionales, provinciales y municipales que provienen, por si no se adivina, de los odiosos impuestos. Lo sorprendente del caso es que nadie le pone el cascabel al gato en el asunto de abaratar un sistema que, pruebas a la vista, es tan malo como costoso.
Las mejoras que podrían implementarse no son ni colosales ni despiadas. Los choferes de la UTA deberían trabajar 8 horas en lugar de 7 (como en el resto de la Argentina) y la velocidad comercial del sistema debería incrementarse bastante desde los actuales 11 kilómetros por hora. Parece simple; ¿lo es realmente?
Trabajar una horita más traería problemas con la siempre belicosa UTA, en tanto que incrementar la velocidad del sistema supondría menos paradas y recorridos más lineales. ¿La ciudad apoyaría a las autoridades cuando se dispusiera el cambio del convenio colectivo de trabajo? ¿Los vecinos aceptarían caminar un poco más a cambio de una mejora global en la eficiencia del sistema? Los países del primer mundo, al igual que lo hacen con la basura, son mucho más módicos en cuanto a recorridos se refiere. Sería un gran momento para imitarlos.
Llaryora debería blanquear el modelo de ciudad que pretende junto con el aumento de los impuestos, lograr una licencia social para reducir el peso del municipio sobre los bolsillos de la gente. Hablar claro, hacer pedagogía, anoticiar a la opinión pública de que empresarios y sindicatos son corresponsables de esta carestía y proponer un rumbo para que, en lo sucesivo, las finanzas personales de los vecinos no sean rehenes de lo malo o lo peor.
La oportunidad es ahora. A diferencia de algunos de sus antecesores, el intendente tiene mucho poder. Recuérdese que Kammerath tuvo que gobernar la mitad de su mandato con tres concejales, mientras que Daniel Giacomino sólo tuvo un único incondicional. Luis Juez, entonces kirchnerista, sobrevivió gracias al gobierno nacional y Ramón Mestre lo hizo gracias a que el gobernador, elegantemente, lo apalancó las veces que fue necesario.
No son estos los problemas de Llaryora. Tiene la mayoría en el Concejo Deliberante y al Centro Cívico encolumnado detrás de su gestión. Debe utilizar toda su fuerza no sólo para incrementar las tasas y contribuciones, sino también para deconstruir la matriz de la decadencia municipal como prestador de servicios públicos. Pero primero debe ser consciente de que esto no es para tibios. El diagnóstico de lo que sucede es claro, pero requiere dientes apretados y una agenda simple que todos, y más aun los que se quejan del impuestazo, deben conocer.
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